Los verdes cañaverales se pintaron de fucsia en Marcelino Maridueña

Néstor Espinosa|Periodista

En Marcelino Maridueña no hay mall, no hay cine, no hay teatro, no hay museo. Ni siquiera hay una sala de exhibiciones. Tampoco hay desorden, basura regada en las calles ni alcantarillas rebosadas. No hay congestiones vehiculares que impidan llegar a los ciudadanos puntuales al trabajo.

Su matriz productiva está al abrir la puerta de su casa. En Marcelino Maridueña hay tres grandes fábricas de influencia nacional: el ingenio azucarero San Carlos, la Cartonera Nacional y la productora de alcoholes base Soderal. El 80% de la población se relaciona directa o indirectamente con estas tres empresas conectadas entre sí.

Al recorrer las calles mojadas y solitarias del pueblo durante una mañana de domingo lluvioso -como si se tratara de una cinta cinematográfica- aparecen en la imaginación las escenas de gente tiznada, con sus ropas curtidas.

No, no por la zafra de la caña, que también tizna, sino por las minas de carbón de Coalwood, el pueblo de West Virginia que inspiró October Sky (1999).

Aquí, en Marcelino Maridueña, a diferencia de Coalwood hay 12 Homer Hickam, por falta de uno o de cuatro como en la película, cuyas aspiraciones no están precisamente en los espinosos cañaverales.

Los 12 jóvenes (ocho hombres y cuatro mujeres) tampoco se han inspirado en Sputnik 1, ni han pensado en irse al espacio, establecer una base en la Luna o volar un cohete. Más bien quieren influir en el pueblo, ofrecer opciones culturales a los marcelinenses ante la ausencia de todo, incluso de una biblioteca.

Luis Enrique Parra, vocero del grupo de los 12, cuenta que su padre, un empleado del ingenio San Carlos, le suplicó el día en que se jubiló que estudiara, que jamás se convirtiera en empleado de la azucarera.

“Esa no es la vida que quiero para mi hijo”, le repitió. El padre de Luis Enrique despreciaba a su empleador. Tenía horarios rotativos que no le permitían descansar nunca y si se negaba a ir a alguna marcha de apoyo político a algún candidato en Guayaquil le quitaban las horas extras o lo castigaban de alguna manera.

Por eso, Luis Enrique aceptó el reto de estudiar, lo hizo en Durán, un cantón de Guayas, más cerca de Guayaquil. Eran tiempos en los que la provincia no tenía muchas carreteras asfaltadas y las que llevaban a Marcelino Maridueña eran lodazales. Estudiar en Durán implicaba salir todos los días de casa a las cuatro de la madrugada y a veces no comer durante todo el día.

Hoy, Luis Enrique Parra sonríe orgulloso porque nunca ha sido empleado azucarero. Nunca ha estado en la zafra, cargando o poniendo caña en los molinos.

Aquí, en Marcelino Maridueña, a diferencia de Coalwood hay 12 Homer Hickam, por falta de uno o de cuatro como en la película, cuyas aspiraciones no están precisamente en los espinosos cañaverales.
Aquí, en Marcelino Maridueña, a diferencia de Coalwood hay 12 Homer Hickam, por falta de uno o de cuatro como en la película.

Luis Enrique y su grupo de 12 Homer Hickams “pintan el monte” de todos los colores, incluso fucsia, algo generalmente difícil en sitios como Marcelino Maridueña, donde todo es del mismo color: verde y gris.

“Pintando el Monte” es el nombre del colectivo de artistas que otrora, más jóvenes, tocaban y cantaban rock. Ahora pintan los paredones de su pueblo. Unos usan brochas, otros pinceles e incluso algunos los “dedos pelados”, como Dalton Burgos.

Freddy Quito es parte del colectivo y más que pensar en sí mismo se preocupa por las nuevas generaciones. “Que los niños sean capaces de mirar más allá de los cañaverales, que vean arte”, comenta, y observa un mural con los Tres Chiflados.

Quito estudia Diseño de Interiores en Guayaquil y se dedica a las artes plásticas en su tiempo libre, “para no permanecer en el encierro del pueblo”.

Luis Salazar es otro joven que interviene en el colectivo. Él cree que contar con 43 murales en una localidad tan pequeña es un éxito y “una oportunidad para que el pueblo experimente cultura”.

El monte de Marcelino Maridueña ahora es colorido, tiene 43 murales. El último que pintaron es un Querubín Amazónico.

Mientras el sol evapora la humedad de las calles en un recorrido por la zona más antigua -donde resalta una edificación que alguna vez fue el cine del pueblo- Freddy Quito irrumpe y comenta que un problema grave en su pueblo es la división de clases.

¿División de clases? ¿Qué clases hay? “Los que tienen casa y carro son la clase alta, va bajando la clase de acuerdo a lo que poseen o no poseen. Eso nos divide”, se queja y matiza que otra de sus aspiraciones es que el arte les cambie la mentalidad.

El monte de Marcelino Maridueña ahora es colorido, tiene 43 murales. El último que pintaron es un Querubín Amazónico. Luis Enrique Parra espera que en marzo llegue un nuevo grupo de artistas nacionales para seguir pintando el monte.

Juan Terreros es uno de los 33 artistas que dieron color al monte el pasado diciembre. Llegó desde Otavalo y considera que lo conseguido por Marcelino Maridueña es inmenso, “permite una nueva perspectiva sobre murales en la calle, arte y cultura”, no solo en la población local sino en el resto de ciudades del país.

Terreros insiste en que esta actividad se repita en otros pueblos donde no existe cultura permanente. CP