Candidato recurrente al Premio Eugenio Espejo, de Hernán Rodríguez Castelo puede decirse lo que de Borges en cuando al Nobel de Literatura: al no dárselo, perdió el premio y no él. Y ahora lo perdió definitivamente, pues el crítico literario, nacido en Quito en 1933, falleció el lunes 20 de febrero, luego de —según palabras de su hija— subir, como todos los lunes, a la cruz del Ilaló, almorzar ahí y recibir la paz del viento y los árboles.
Rodríguez Castelo deja tras de sí una enorme obra no solo como crítico, sino sobre todo por ese hito sentado en la cultura nacional con la colección Clásicos Ariel que, según la Comisión Internacional del libro, «cumplió de modo ejemplar los ideales propuestos lanzando en millares de ejemplares, al alcance de las clases populares, las obras mayores de la cultura y la literatura nacionales, lo cual ha significado el comienzo de una nueva etapa en la historia del libro ecuatoriano».
Desde finales de la década de los sesenta hasta inicios de los setenta, se dedicó a seleccionar a los autores y los trabajos que aparecerían en los cien tomos de la Biblioteca de Autores Ecuatorianos de Clásicos Ariel. Cada uno de los libros venía con un prólogo de Rodríguez Castelo. En los años que le tomó hacer este trabajo, pasó mucho tiempo en varias bibliotecas del país, especialmente en la de Carlos Manuel Larrea. Los cien volúmenes empezaron a circular, primero en la sierra y luego en la costa. En poco tiempo, esta colección pasó a convertirse en una especie de mapa literario del Ecuador, uno por el cual el gobierno lo condecoró con la Medalla al Mérito Educacional de Primera Clase.
De esa forma, Rodríguez Castelo se constituyó en un crítico respetado. Se trataba de un investigador histórico y literario que hablaba latín y leía griego, herencia de su etapa en el seminario jesuita, y con ese trabajo, pasó a ser un pionero que había llenado los vacíos que enfrentaban los lectores de literatura ecuatoriana. Quienes buscaban literatura nacional en los setenta debían pasar horas de consulta y lectura en la Biblioteca de la Casa de la Cultura porque no había acceso a los libros.
Cecilia Ansaldo, crítica y docente que en ese tiempo estudiaba Literatura, dice que Rodríguez Castelo «llenó el vacío de libros con el cual luchamos algunas generaciones de estudiantes de literatura y qué mejor que acompañarlo de sus prólogos donde esgrimió una profunda valoración literaria, bastante a solas».
A ese trabajo de antologación, Rodríguez Castelo agregó otros títulos emblemáticos de exhaustiva labor investigativa: Historia general y crítica de la literatura ecuatoriana (en seis volúmenes que abarcan varios siglos de las letras del país), Panorama del arte ecuatoriano (1994) o el Diccionario crítico de artistas plásticos ecuatorianos del siglo XX (1992).
La trayectoria de Rodríguez Castelo aborda distintos espacios: la historia, la crítica, la lingüística y las letras.Dentro de esta última categoría, también incursionó en la literatura infantil.
Asumida como definitiva, su partida generó varias reacciones entre amigos y admiradores, entre esas la del escritor Jorge Dávila Vázquez. «Con Hernán Rodríguez Castelo se va la más alta cifra de la crítica y la bibliografía ecuatoriana de su generación. Trabajos suyos como los prólogos de la Colección Ariel, sus estudios sobre la literatura colonial o en torno a nuestro arte contemporáneo; sus diccionarios y sus antologías son parte de nuestra historia literaria de todos los tiempos. No digo el manido paz en su tumba, porque sé que en una otra vida debe encontrarse afanosísimo, estudiando las literaturas de los espíritus caídos y no también», dijo Dávila.
Rodríguez Castelo fue miembro también de la Real Academia Española de Historia (su última publicación, de hecho, es una biografía de Gabriel García Moreno), e incursionó en la literatura infantil con historias como El fantasmita de las gafas verdes, Tontoburro o Caperucito Azul.
Aquí hacemos un recorrido cronológico por la vida y la obra de este personaje que contribuyó a organizar por primera vez las letras del Ecuador.
Lengua
Miembro de la Academia Ecuatoriana de la Lengua desde 1971, sus conferencias —como la que pronunció en el centenario de Thomas Mann, en la Casa de la Cultura Ecuatoriana—, su asistencia a congresos y coloquios —como el Latinoamericano de Literatura de Frankfurt en 1976—, y comentarios de obras clásicas —como el que dedicó a Yo el Supremo, de Augusto Roa Bastos— son solo algunos testimonios del fructífero trajinar de quien la escritora guayaquileña María Paulina Briones califica como «el más grande crítico ecuatoriano del siglo XX».
Durante años, mantuvo una columna en el desaparecido diario Hoy, que llevaba por nombre ‘Hoy en el idioma’.
Pero también realizó otros aportes en este ámbito, como su Tratado práctico de la puntuación. Otras de sus obras en esa línea son: El español actual, enemigos, retos y política (l975), El Hermano Miguel lingüista (1978), Cómo nació el Castellano en (1979), Léxico sexual ecuatoriano y latinoamericano (1979), o su Habla y estilo de Bolívar (1981). En 1975, ingresó a la Real Academia Española de la Lengua como miembro correspondiente.
Jesuita
Rodríguez Castelo inició el seminario para convertirse en sacerdote jesuita en 1951, cuando entró a estudiar Ascética y Mística en Cotocollao, bajo la dirección del padre Aurelio Espinosa Pólit. Unos años después, en 1953, empezó su carrera de Literatura en el Instituto de Humanidades Clásicas. Su tesis de licenciatura se tituló ‘El método de crítica y análisis literario del Padre Espinosa Pólit’. Poco después inició una segunda licenciatura, en la Facultad de Filosofía de la Universidad Católica de Quito.
Hacia finales de los cincuenta, fue profesor de Literatura en el colegio San Gabriel de Quito. Por sus aulas pasaron estudiantes como Gonzalo Ortiz Crespo, Francisco Proaño Arandi, Javier Ponce, entre otros.
Las primeras publicaciones de Rodríguez Castelo estaban relacionadas a su carrera sacerdotal. Escribía para la revista guayaquileña Catolicismo, y luego tuvo una columna en el periódico de los jesuitas de Quito, que firmaba con el seudónimo de ‘Tragicristiano’.
A mediados de los sesenta, viajó a España para estudiar Teología en la Universidad Pontificia Comillas. Durante su estadía en España, escribió para las revistas La Estafeta Literaria y Reseña.
Sin embargo, en 1966 solicitó su salida de la Orden. Y en su libro Cristo mío, narra las experiencias en los doce años de esa etapa de su vida.
Crítica
Hoy en Ecuador se habla de la ausencia de críticos en todos los ámbitos de las artes. Es un problema que tiene mucho tiempo en nuestro país, y en la década de los sesenta ya se advertía la ausencia de esa figura. En 1966, Rodríguez Castelo empezó a laborar en el diario El Tiempo de Quito. Ahí estuvo a cargo de una página cultural en la que trabajó por diez años, y de la columna ‘El libro de la semana’. En sus notas, registró los hechos artísticos, literarios, científicos, bibliográficos y cinematográficos del país. En esta etapa previa a la Colección Ariel ya se iba formando la figura pública del crítico.
Además, mantenía dos columnas: los sábados publicaba sus ‘Microensayos’ y tres veces a la semana circulaba ‘Idioma y Estilo’, que luego apareció por mucho tiempo en el diario guayaquileño Expreso. Años después, escribió sobre arte para revista Diners.
Su trabajo en páginas culturales de distintos medios de comunicación (también tuvo un breve paso por la televisión), tomarían más volumen en años posteriores, a través de publicaciones como Panorama del arte ecuatoriano, Arte sacro contemporáneo del Ecuador, El siglo XX de las artes visuales del Ecuador o El gran libro del desnudo en la pintura ecuatoriana.
El 28 de agosto de 1966, fue parte de una fugaz Revolución Cultural en Quito. Junto a Oswaldo Guayasamín y varios escritores, artistas visuales, músicos periodistas y otros miembros, se tomaron la sede de la Casa de la Cultura Ecuatoriana (CCE). Acababa de dejar el poder la Junta Militar que gobernaba al país desde 1963 y que había removido de la presidencia de la CCE a su fundador, Benjamín Carrión. En su página web, Rodríguez Castelo se refirió a este hecho:
Fue para reclamar esa autonomía que había violado un régimen militar. Tras estar cercados por el ejército por dos o tres días, el gobierno presidido por Clemente Yerovi Indaburu se abrió al diálogo. Se acabó por formar una comisión con representantes de las más diversas orientaciones culturales para que elaborase un proyecto de ‘Ley de estructuración de la Casa de la Cultura’. Elaboramos ese proyecto Carlos Cueva Tamariz, Plutarco Naranjo, Juan Isaac Lovato, Rafael Euclides Silva, Gonzalo Rubio Orbe, Rubén Orellana, Oswaldo Guayasamín, Fernando Tinajero, Rafael Díaz Ycaza, José Martínez Queirolo y yo. Y se aprobó sin modificación alguna.
Esa ley fue elaborada en 1968, el mismo año en el que publicó su polémico libro Revolución cultural, en el que narró la protesta y fundamentó los objetivos que perseguía el movimiento.
Luego de esta revuelta y de la elaboración de la Colección Ariel, mantuvo en la década de los setenta una página llamada ‘Por sí mismo’, en la que entrevistaba a personajes del mundo del arte y la cultura.
En una reciente publicación de un diario quiteño, el escritor Fernando Balseca se refirió a Rodríguez Castelo como un polígrafo, un autor que se dedica a escribir sobre distintas materias. Además de su enorme trabajo para mapear la literatura del Ecuador, además de sus escritos de distintas artes, Rodríguez Castelo produjo volúmenes que se salían del campo de la literatura: durante la década de los ochenta se dedicó en buena parte a investigar, analizar y clasificar las artes plásticas del país a través de los siglos.
A mediados de los ochenta, hizo una antología de la poesía ecuatoriana, y cinco años más tarde, en 1990, publicó dos tomos de Lírica ecuatoriana contemporánea, en cuyas páginas están contenidos los versos del país desde los inicios del siglo XX.
El escritor guayaquileño Mario Campaña comentó desde España sobre Rodríguez Castelo: «Hernán entendió como pocos en el Ecuador lo que es ser un investigador, un intelectual, un sabio. Por eso vivió como vivió; por eso la vida monástica que tuvo, de entrega completa. En nuestros países un hombre como él solo se produce posiblemente una vez cada cuarenta o cincuenta años. Nos costará encontrar otro Hernán Rodríguez Castelo en nuestra historia contemporánea. Yo le debía mucho. Fue el primero en valorar mi libro Cuadernos de Godric».
Incluido en su obra La orilla memoriosa, que acaba de ser publicado, el escritor Luis Carlos Mussó se lamenta de no haber alcanzado a darle un ejemplar de esta obra y lo recuerda como un «referente obligatorio» para comprender nuestra literatura clásica.
«Lo formidable de su lucidez —dice Mussó— se ha reflejado, en parte, en su obra crítica. Hizo una reescritura de nuestros clásicos a través de su lectura. Y siempre tuvo una mirada desplegada hacia las nuevas propuestas literarias».
Con la muerte de Hernán Rodríguez Castelo, queda sobre la mesa de su biblioteca el trabajo que venía gestando sobre la literatura del siglo XIX y que, seguramente, tenía muy avanzado. Murió de un infarto en la tarde de un lunes, después de darle su última visita a las montañas con las que siempre anhelaba encontrarse.