«I wan’t to see Ur-anus» (en español, «quiero ver Urano/tu ano»), es la broma astronómica para dummies más famosa en inglés. En Futurama, Matt Groening ya advierte la necesidad de cambiarle el nombre a este planeta de un único anillo, bautizado en honor al dios griego (y luego romano) del cielo. Aunque el cambio de nombre al aún más sucio Urrectus no resulta de gran ayuda, hay otras cosas que Futurama, ambientada en el año 3000, señala con mucha ironía sobre la manera en la que la gente de finales del siglo XX e inicios del XXI entiende el conocimiento, en especial sobre aquello que está por fuera de la órbita terrestre. En el mismo episodio en el que se menciona a Urrectus, una bola gigante de basura se acerca a grandes velocidades a la Tierra y amenaza con destruir Nueva Nueva York. Se trata de una amenaza con justicia poética: es un conglomerado de desperdicios que siglos atrás había lanzado al espacio esa misma ciudad. La solución es sencilla: hay que lanzar otra bola de basura del mismo tamaño y densidad para que impacte y desvíe a la que se aproxima. Para este cometido, es esencial el papel del protagonista, Philip J. Fry, un tipo que permaneció mil años congelado y despertó en el siglo XXX. «¿Y si la nueva bola regresa?», pregunta alguien. «Ese ya no es nuestro problema», responde otro. «¡Esa es la típica actitud del siglo XX!», felicita Fry, convertido en héroe gracias a su capacidad de generar basura en un mundo que recicla hasta el filo del pan de los sánduches sin terminar.
Ese espíritu se ha podido ver ahora, a partir del descubrimiento de los siete exoplanetas del sistema solar Trappist-1, entre los que hay tres que reúnen ciertas condiciones para pensar que en su superficie puede haber agua en estado líquido, que es como decir vida. Pero, regados entre los medios que informaron la noticia y en las redes sociales, con comentaristas que van desde bloggers y youtubers aficionados a la ciencia, tuiteros con Google y otros escépticos (e incluso algunos medioambientalistas con genuina preocupación) aparecieron ideas como esta: «Están a cuarenta años luz, no llegaremos nunca, hay que ocuparnos de lo que pasa en nuestro planeta». Es cierto que un X-43A, una de las naves más rápidas de la NASA, tardaría noventa mil años (noventa veces el tiempo que Fry permaneció congelado). Y también es cierto que eso no quiere decir que tendremos vía libre para que la Tierra se vuelva desechable. Pero nada de eso es motivo para minimizar el descubrimiento.
Hace poco más de cien años, Albert Einstein desarrolló uno de sus mayores aportes a la ciencia: la teoría de la relatividad, y fue apenas en febrero de 2016, es decir, hace un año, que un grupo de científicos pudo comprobar la existencia de ondas gravitacionales que comprueban que el espacio-tiempo se curva, como había dicho Einstein.
El conocimiento demora en surgir. Tarda en ser concebido como una teoría, un poco más en ser comprobado, y luego otro tanto en ser aplicable. Cada nuevo descubrimiento es una buena noticia, y aquí queremos celebrarlo explicando qué significa para nosotros el avistamiento de estos exoplanetas, y recordando esas pequeñas hipótesis en torno a la existencia de otros planetas habitables que hicieron esos científicos-escritores del tamaño de Isaac Asimov, Philip K. Dick o Ray Bradbury en la época dorada de la ciencia ficción.