En su ya conocido libro La enfermedad y sus metáforas (1977), la escritora judía Susan Sontag postula: «La enfermedad es el lado nocturno de la vida, una ciudadanía más cara. A todos, al nacer, nos otorgan una doble ciudadanía, la del reino de los sanos y la del reino de los enfermos. Y aunque preferimos usar el pasaporte bueno, tarde o temprano cada uno de nosotros se ve obligado a identificarse, al menos por un tiempo, como ciudadano de aquel otro lugar».
La cita me permite abordar la reciente novela de María Dolores Cabrera Hidalgo, Cuando duermen los jilgueros (Pentian, 2016). Y lo quiero hacer desde la cuestión de la enfermedad, en sentido de un tipo de pasaporte con el que alguna vez nos identificamos, pasaporte que tal vez muchos no quisieran tener. Esto no quiere decir que la novela de Cabrera sea explícitamente sobre la enfermedad, pero sí es un tema cuya presencia suscita ciertas imágenes acerca de la sociedad contemporánea.
Cabe indicar que Sontag difiere de hablar de la enfermedad como metáfora, es decir, de evitar su nombramiento imponiéndole otro sentido y otro horizonte. El mismo ejercicio se puede hacer con la cuestión de la enfermedad en la novela de Cabrera.
La novela tiene al menos tres niveles en los que el tema de la enfermedad es un conector. El primero es el más evidente y nos pone de manifiesto la enfermedad como tal. No contaré el argumento, pero sí diré que tras la inquietud que se suscita por una trabajadora social en un orfanato, acerca de unos niños que dejan de recibir sus alimentos y la muerte de una niña, descubrimos que existe una rara aflicción que se denomina «marasmo». Uso la palabra aflicción porque en la novela es la manifestación más concreta de la enfermedad, en el sentido de un estado que lleva a un niño abandonado, un niño o niña que no recibe el calor humano, que adolece de cariño, en definitiva, de amor, a vivir una agonía incomprendida, hasta su muerte.
La trama de la novela, en efecto, se desarrolla tras la comprensión de la protagonista, Eugenia Parra, de que esos casos no declarados de muertes de niños y niñas en centros hospitalarios o centros de cuidado, muchas veces inexplicables, se dan porque ellos adolecen de amor. Al respecto, Eugenia reacciona al tono burlón de una de sus compañeras de trabajo que dice que los infantes abandonados deben habituarse a su condición y «hacerse fuertes», sin importar el campo de competencia al que sean sometidos, por lo cual no es necesario darles amor. Eugenia entonces dice:
—Sí, por ahí lo repiten todo el tiempo pero yo no lo creo. Por falta de amor puedes enfermar. Sumergirte en una depresión muy profunda y bajar las defensas de tu cuerpo. Dejar de alimentarte, no sé. Desear morir y entonces, morir.
Se trata de niños y niñas, en su condición de abandono, a los que, según la lógica evolucionista, se les impone una voluntad, obligándoles a que adquieran un tipo de personalidad. Sin embargo, ante tal lógica, Cabrera reacciona y nos plantea la idea de que todo ser humano, en la condición en que se encuentre o de la que provenga, necesita de un motor vital, que es el amor.
Esta palabra hoy parece ser anodina y cotidiana. En la lógica evolucionista, que además es materialista, el amor termina siendo una palabra sin sentido, hecho que ha derivado en que las relaciones humanas sean utilitarias. Contra este escenario, Cabrera, a través de Eugenia Parra, reacciona y trata de demostrarnos que la imposición de una voluntad obliga a sus destinatarios a usarla sin el sentido real. Es decir, la convierte más bien en un pasaporte hacia la muerte.
No es extraño pensar que el mismo nombre de la protagonista insinúe esa tensión relacionada con los regímenes de vida y muerte. Eugenia es un nombre que alude —quiérase o no— a la eugenesia, ese sistema de poder selectivo con base en la manipulación genética. Sabemos que este sistema derivó en un tipo de poder político que terminó matando a millones de seres humanos porque no eran competentes con la idea de una «raza superior». En la novela de Cabrera, Eugenia es un símbolo que, por su propia condición de ser «bien nacida», toma conciencia y trata de combatir a esa postura socialmente generalizada de dejar que los seres humanos compitan hasta la muerte por su subsistencia. Es un símbolo, también, si nos fijamos en su apellido: Parra, porque «parra» denota al soporte, al armazón, a aquello que se usa en jardinería para que alguna planta no caiga. Eugenia Parra es como el retrato de una conciencia que, en efecto, trata de deshacerse de su connotación negativa (como figuración de un pasaporte que habla de salud pero que en sí mismo contiene la muerte) hacia otro significado, el de un ser que se resiste a abandonar a los desvalidos por sus condiciones sociogenéticas y también económicas. Es decir, se trata de alguien que se declara fuertemente por la vida.
Y he aquí el segundo nivel, el de la mujer que redime su rol humano. Pero no el rol social impuesto, sino el de alguien que sabe de su condición y de su naturaleza esencial: la de nutrir y cuidar. El periplo de Eugenia tras la muerte de una niña a su cuidado y el posterior secuestro de otros niños con la finalidad de darles amor y hacer con ellos una familia, hecho que le acarrea una serie de problemas, es precisamente uno de autoconciencia y de reaprendizaje.
Ella lo que hace es desaprender aquello que está en el ámbito disciplinario al que pertenece: trabajadora social, enfermera…, es decir, cualquier profesión que implique solo el control de la muerte. Con este reaprendizaje ella apunta a ser humana, a ser una mujer que piensa que su responsabilidad máxima no es solo la custodia, sino el cuidado amoroso, la atención a la parte sensible de todo niño, de todo ser humano.
Lo que leemos es una vocación por una maternidad no egoísta, sino —diré— «solidaria» que, como dice una testigo durante el juicio que se le entabla por sus actos, tiene que ver con «el amor individualizado a los niños abandonados de los orfanatos y albergues». Lo que se trata de manifestar es que si una profesión se ejerce de forma racional, en virtud del capital, termina soliviantando el campo de exclusión, en el que los supuestos resistentes sobreviven. Eugenia como madre espiritual, como madre amorosa, por el contrario, parte del principio de que todo acto humano, todo acto que involucre una responsabilidad, supone inexcusablemente la entrega y la demostración tácita del amor.
En este contexto, recordemos que las palabras «madre» o «mamá» devienen de una expresión onomatopéyica que los niños y niñas dicen cuando tienen hambre (la alusión al pecho materno está implícita). Esto nos remite a la idea de que ambas palabras se relacionan con el nutrir y el cuidado amoroso, condición esencial y moral de toda mujer. Pero llevemos esta idea a otro ámbito: quiero entender el rol de Eugenia Parra como la representación de la mujer que reaprende a ser madre, que nutre, que es semilla para todas las generaciones, que es fuente de vida misma; que la «leche» que dona —porque nutrir implica a la leche— es el amor.
El tercer y último nivel, entonces, tiene que ver con esa donación, con el amor. Esta palabra en la actualidad tiene significados diversos. Un materialista derivará el amor a un hecho de beneficio personal. Pero si analizamos lo que tal palabra significa, volveremos a la idea de madre, a la idea del cuidado y la nutrición. Amor no es deseo ni pasión. Amor es otra expresión del vocablo «madre» o «mamá», según su etimología.
¿Qué es lo que está planteando en su novela María Dolores Cabrera? Que el significado esencial de toda vida humana, de toda vida, se relaciona con la donación. Y tal donación, tal regalo que todo ser humano estaría obligado a restablecer es, en efecto, aquello de lo que fue alimentado, el amor.
El gran problema de las sociedades contemporáneas es el utilitarismo y la cosificación en las relaciones sociales y afectivas, utilitarismo que deriva en grandes engaños porque a la final los involucrados terminan en un juego de costo-beneficio. Por lo menos ese es un tema presente en la anterior novela de Cabrera: Te regalo mi cordura (El Conejo, 2014). La historia aborda cómo las relaciones de pareja y matrimoniales, en las que prima el desamor —por efecto del ritmo de trabajo, de la vida placentera, del consumismo, etc.—, pueden conducir a un bloqueo y a una renuncia a vivir. El amor utilitarista y cosificado en dicha obra conduce a su personaje, quien narra en primera persona un supuesto asesinato, a desear su propia reclusión y muerte. Porque en las relaciones de pareja desamoradas, lo que importa es el beneficio material, es el dominio del otro, es la sujeción y la prevalencia de un estado de indeterminación que hace vivir a quien sea como en una especie de limbo.
Creo que un tema fundamental que está representado en las novelas de Cabrera es el amor. Pero no es el amor romántico. Contra la idea de que la vida es un ámbito de aprovechamiento y de enriquecimiento material, la autora nos descubre que lo esencial de la vida, es clamar por el amor. De hecho amar se relaciona, como ya decía, con la madre, es decir, llamar a la madre. ¿Y qué implica eso? Las novelas de Cabrera hablan de concienciar sobre el origen de la vida misma: el amor trascendental.
Volvamos a Sontag. Cuando ella habla de que todos tenemos, desde que nacemos, dos pasaportes, de los cuales el que más empleamos es el de la salud, nos está diciendo que tal pasaporte nos abre a un mundo de posibilidades de las cuales no tenemos conciencia hasta que estamos obligados, por efecto de alguna contingencia, a usar el pasaporte de la enfermedad. Habría que decir, y ella nos va deconstruyendo en su libro, La enfermedad y sus metáforas, a partir de la lectura de literatura y las formas de metaforización de la vida, que en realidad estamos equivocados si creemos que usamos el pasaporte de la salud; de hecho estamos usando el pasaporte de la enfermedad.
La vida cotidiana, las determinaciones que nos pesan por estar en un mundo acelerado, la designificación de las cosas y de las relaciones humanas, el mismo papel de nuestras profesiones, hace que creamos que vivimos saludables o que requerimos de más salud. En realidad, estamos en una noche alumbrada engañosamente por la racionalidad; es decir, en mundo enfermo. Y justamente porque nos cuesta admitirlo, porque la enfermedad siempre «es algo vergonzoso, como una pesadilla que debe desaparecer con la noche», tal como nos sugiere Ernst Bloch en Principio esperanza (1938), es que nos atiborramos, nos alimentamos de imágenes ilusorias, a veces románticas, provistas por los medios de comunicación.
La salida de ese estado de cosas es comprender la naturaleza de toda donación, de todo acto de entrega desinteresado de amor. Pienso que frente a la enfermedad que nos hace pasar la noche oscura, el amor trascendente, ese que se dona, ese que nos remite al origen, ese que funciona como leche vital, ese que busca el bien común, el bienestar del otro, es el pasaporte real que deberíamos no abandonar y reenmarcarlo.
Cuando duermen los jilgueros, con lo dicho, es una novela sugerente y rica en contenido. Muestra a una escritora que hace literatura para ponernos en conflicto con lo que aparentemente sobreentendemos. La novela, de este modo, es un ejemplo de una literatura que, independientemente de su anclaje psicológico, es para pensar los tiempos actuales.