A mediados de marzo se recordó el día de Pi. Y no, no hablamos de Piscine Molitor Patel, protagonista de Life of Pi, sino del símbolo (π) cuyo valor es 3,14. No fue difícil escoger fecha para celebrarlo (14 de marzo). Lo difícil fue calcularlo. Los matemáticos de la historia tardaron siglos para obtenerlo, y otros más para bautizarlo.
Sabemos que Pi se multiplica por el diámetro de un círculo para calcular —como nos decía el profesor de matemáticas para sonar intelectual—, el perímetro de una circunferencia. El perímetro de una circunferencia es, en buen cristiano, lo que dura una vuelta de rueda, la distancia que recorre una llanta al completar un giro.
Entonces, Pi no es más que la proporción que existe entre dos de las medidas de un círculo: su diámetro, y su perímetro. Es decir que este último es un poco más de tres diámetros, algo que —jaque mate, ateos— se menciona en un versículo de la Biblia (Reyes 7:23): «… el Mar de metal fundido que tenía diez codos de borde a borde; era enteramente redondo; […] un cordón de treinta codos medía su contorno».
Arquímedes calculó Pi en 3+1/7. Cerca: ese séptimo equivale a 0,14, aunque los números que le siguen a esas catorce centésimas ya no coinciden (hasta ahora nadie ha llegado al fin de esa cadena decimal). Pero era apenas el siglo III a. C. y las matemáticas estaban por entrar en una época oscura.
Recién en 1665, sir Isaac Newton registró catorce dígitos de Pi, que aún no tenía nombre. No fue hasta 1706, dos milenios después de Arquímedes, que el matemático inglés William Jones nombró la cifra con la letra griega (por su descubridor) que equivale a p, pues su fin es obtener el perímetro. Unas décadas después, el suizo Leonhard Euler, otro matemático, popularizó el uso del símbolo. Al parecer, era más talentoso que Jones para escribir libros de estudio.
Ese ha sido hasta hoy el recorrido de este número enigmático e irracional. La vida de Pi, una vuelta que aún no se termina de dar.