¿Vida entre los muertos?

Lo funerario como cohesionador del tejido social

Hubo un tiempo en el que en Sangolquí…

A don Daniel Gualotuña, exhuasipunguero de la hacienda Fajardo en el Valle de Los Chillos, lo conocí una mañana soleada de junio de 2017. Se trata de un hombre alto, enjuto, de pocas carnes; pero aún a sus 84 años se intuye que fue un hombre fuerte. Sin embargo, marca más su mirada profunda y reflexiva, es la de un sabio. De chico, recuerda, escapó de la hacienda para ir a estudiar a Sangolquí. Sabía que nunca más podría regresar porque el patrón les había dicho: «El que se va, no vuelve». Muy joven recuerda haber visto en funcionamiento al antiguo cementerio del naciente cantón1, un camposanto que funcionó, hasta mediados del siglo XX, en los terrenos del actual Colegio La Inmaculada.

Mientras hablamos de cementerios y entierros, don Daniel me contó la historia del Aya Padre2, un personaje ligado a las relaciones de reciprocidad que recuerda existían entre los huasipungueros de las haciendas del Valle de Los Chillos. Era un individuo designado por la población para cumplir las funciones de emisario en caso de fallecimiento de algún miembro de la comunidad. Don Daniel recuerda al Aya Padre entre el miedo y la fascinación: «Ese señor sabía estar cobijado por una sábana y le tapaban la cabeza. […] Andaba con agua bendita. Él andaba por la mitad de la calle gritando. Yo no sé qué ponían en la boca, pero hablaba muy feo (imita un sonido gutural), nosotros teníamos que meternos ahí donde duermen los cuyes, a escondernos».

En su recorrido por el poblado, el Aya Padre se acompañaba de cuatro o cinco secretarios. Estos personajes tenían la función de acaparar víveres para el consumo en el velatorio. Se trataba de una suerte de colaboración forzada en un momento delicado. Era además, un tributo diferenciado, puesto que a cada familia se le pedía lo que podía dar y no más. Mientras el Aya Padre avisaba: «Ha muerto tal persona y el traslado es [a] tal hora, acompañen», los secretarios, que debían ser muy hábiles: «Se llevaban cebolla, se llevaban las gallinas que estaban abrazadas con todo huevo; eso se llevaban a la casa del difunto. Llevaban inmediatamente a cocinar. No era un robo, llevaban lo que podían, si alguno tenía un centavo llevaban o si tenían huevitos; alguna familia obligadamente daba un pollo. Andaba el Aya Padre con sus secretarios, porque cuando conseguía un pollo, o unos huevos, les daba a los secretarios y les decía: “Lleve”. Porque él tenía que recorrer casa por casa».

Además, el Aya Padre y otros miembros de la comunidad debían mantener entretenida a la concurrencia que se daba cita al velatorio con los más diversos relatos en torno a la memoria social de la comunidad, los muertos y los aparecidos.

Este personaje, según relata don Daniel, desapareció entre el proceso de parcelación y urbanización de las antiguas haciendas. La incorporación de nuevos vecinos, la creación de los barrios donde otrora funcionaron haciendas y el crecimiento de Quito transformaron las dinámicas sociales del entorno y la figura colaborativa del «Aya Padre» desapareció.

Personajes y dinámicas sociales similares son comunes en muchos otros cementerios del país. La muerte siempre, desde esta perspectiva, fue y es un elemento que convoca a formas de solidaridad entre los miembros de una comunidad.

Cerca, don Federico Chungandro contó…

Hace algunos años, cuando apenas iniciaban mis estudios sobre la muerte, visité la parroquia La Merced, poblado cercano a Sangolquí, pero perteneciente al Distrito Metropolitano de Quito. En este poblado tuve la oportunidad de conversar con dos de los artífices del proceso de parroquialización, allá por 1973: don Neptalí Mejía y don Federico Chungandro. Con ellos tuve la oportunidad de conocer en detalle la historia de su pueblo. En el relato, el papel del cementerio era fundamental. Resulta que al producirse la separación del anejo de La Merced, de la antigua parroquia de Alangasí, los habitantes del antiguo centro parroquial les advirtieron: «Si quieren ser parroquia, bueno; pero acá no se entierran más».

El proceso de separación política se vio complementado con la obligación de contar con sus propios equipamientos y servicios. La necesidad de poner en funcionamiento un camposanto propio, como llaman a su cementerio, se volvió parte de un intenso proceso de lucha interna —por la necesidad de encontrar un espacio adecuado para el fin— y de exigencia a las autoridades municipales de la época para que reconozcan las necesidades de la naciente parroquia.

La responsabilidad de administrar a los muertos de la parroquia obligó a los moradores a repensar los procesos mínimos de gestión comunitaria. Ya no se enterrarían más en un cementerio eclesiástico como lo habían hecho, durante décadas, al ser un anejo de Alangasí. Fue necesario conformar un comité civil de gestión para la edificación de un cementerio que debería instalarse a las afueras del poblado. La comunidad decidió apropiarse de una franja improductiva de la exhacienda La Merced para consolidar su propósito y esto enfrentó a los comuneros con exhacendados y con inversionistas que buscaban parcelar los terrenos para la edificación de urbanizaciones.

La toma simbólica del terreno se realizó mediante la inhumación de un parroquiano; así relató don Federico: «Esperábamos que alguien de la parroquia muera para venir a enterrarle».

El doctor Cristóbal González Hidalgo, médico del pueblo, había dicho: «Si es que no tienen y se están apropiando aunque sea compren un muerto y entierren, una vez enterrado entonces ya han de seguir muriendo y enterrándose». «El primero que se murió —recuerda don Federico— fue un mayorcito llamado Prudencio Tipán».

Luego de juicios, movilizaciones y disputas, la parroquia de La Merced edificó su camposanto. Algunos incluso trajeron los restos de sus parientes que permanecían enterrados en Alangasí. El cementerio, que empezó a ser administrado por un comité de líderes comunales, pronto acogió a antiguas prácticas rituales que reflejaban mecanismos de solidaridad entre los miembros de la comunidad.

Don Neptalí Mejía contó sobre «el juego del borrego». Se trata de un mecanismo que permite aliviar las penas materiales de las personas que pierden a un ser querido, al tiempo que convoca a la participación de la comunidad. Afirmó: «Se trata de esconder un borrego en algún lugar de la parroquia. Los familiares del difunto deben salir a buscar el borrego. Cuando lo encuentran se lleva a la casa de los deudos y se prepara para que todos puedan comer».

Este tipo de relaciones y prácticas en torno a la muerte no son extrañas en los poblados del Ecuador. En las ciudades, si bien muchas se han perdido, otras continúan llevándose a cabo en zonas de migración lejanas a las centralidades urbanas e incluso conviven con los ritos más estandarizados propuestos por los agentes funerarios.

Las prácticas y disputas citadas en ambos casos convocan mucho más que los procesos comunitarios para gestionar a la muerte; detrás de esas disputas en torno a los lugares y a las prácticas rituales se pueden establecer lecturas que dan cuenta de la gran diversidad de temáticas que engloba la administración del deceso. Y es que más allá de lo anecdótico, dentro de la categoría de lo que se ha llamado «patrimonio funerario» subyacen demandas políticas, sociales, estéticas y simbólicas profundas.

Los espacios de muerte, más allá de lo heterotópico: espacios para la vida

El 14 de marzo de 1967, Michel Foucault dictó, en el Cercle des Études Architecturals, su famosa conferencia titulada ‘Los espacios otros’. En ella desarrolló el concepto de heterotopías como variación a la idea de lo utópico. Las utopías aparecen como «lugares sin espacio real» y es, justamente, esta condición la que permite asociar lo utópico a lo irreal, a lo inexistente, pero también a lo ideal. Lo heterotópico, por su parte, convoca a espacios reales, con existencia física y social que «pueden hallarse en el seno de una cultura y están a un tiempo representados, impugnados o invertidos, una suerte de espacios que están fuera de todos los espacios». A estos espacios en cuyo seno el orden social aparece invertido, como si fuesen una suerte de espejos en los que se ejecuta un acto carnavalesco que reta e imita a la vida, Foucault los denominó heterotopías. Estos «espacios otros» responden a las necesidades y funciones que les asigna una sociedad en un tiempo particular; es decir, que así como surgen, desaparecen o se transforman.

El cementerio es, bajo esta óptica, un espacio heterotópico por excelencia. Se trata de espacios que interpelan a los sitios comunes, pero que se encuentran en una relación íntima con las comunidades puesto que en su interior yacen generaciones de ascendientes. El surgimiento de los cementerios extra muros, a inicios del siglo XIX, será para Foucault fundamental, puesto que los espacios de la muerte aparecen segregados por el miedo al contagio y a la enfermedad, pero a la vez son parte de una nueva interpretación de la muerte que convoca a la visita individualizada y al reconocimiento comunitario.

En los casos presentados parece que el mismo orden social se quiebra y se reagrupa cuando acontece la muerte; en estas circunstancias, las prácticas y sentidos que las comunidades analizadas dan al hecho se corresponde con las particularidades presentes en los espacios de muerte. La lucha por un cementerio o las ritualidades que generan solidaridades están inscritas, por tanto, dentro de complejos mecanismos de afirmación dentro de las comunidades.

Más allá del carácter heterotópico de los cementerios analizados, existe en ellos y en las prácticas que los rodean un poderoso elemento cohesionador. Antoni Marí, en sus reflexiones sobre la tumba y el monumento funerario, afirma que el cementerio acoge al paseante, lava el duelo y procesa el olvido; sin embargo, quizá lo más importante es que establece lazos y reconocimientos intergeneracionales. El caminante es interpelado por los nombres y los símbolos inscritos en las sepulturas; la mera contemplación de aquellos nombres y su evocación se constituye en una plegaria para los que ahí yacen.

El cementerio es un espacio con una fisicidad deliberada. En el monumento o en la lápida se plasman mensajes que dan cuenta de hechos inscritos en la memoria de las poblaciones. El monumento y la tumba, siguiendo a Hugo Achúgar, aparecen como memoria objetivada, independientemente de las características estéticas, físicas o constructivas que tenga.

El cementerio también, y otra vez a la luz de Foucault, se convierte en un espacio donde se ejecutan prácticas cotidianas y ritos profundos. En el caso de Sangolquí o La Merced, encontramos a grupos humanos que, en la muerte y gracias a la ejecución de elementos dramáticos o lúdicos, logran interpelar a la rutina social. El velatorio, el traslado, el entierro y las visitas a los muertos contribuyen significativamente para establecer las potencialidades y debilidades de los grupos.

Todo indica entonces que las dimensiones que abarca la categoría «patrimonio funerario» pueden ser mucho más profundas que el mero reconocimiento de estilos constructivos en catafalcos y mausoleos o la descripción sistemática de prácticas rituales. Lo funerario, en tanto articulador del pensamiento comunitario en torno a un hecho inasible como la muerte, se constituye en espacio y materia de vida y reflexión simbólica. Cada colectividad ha desarrollado un particular abanico de creencias y actitudes para explicar la muerte individual y social, en esas prácticas se encuentran estrategias políticas, culturales, económicas y sociales mediante las cuales los distintos pueblos han buscado dar sentido a sus vidas.