Un oasis de páginas amarillas: La Feria del Libro del Jirón Amazonas

Los callejones son como los de cualquier feria popular. Solo que en lugar de ropa o electrodomésticos, lo que hay son libros y algunos perros que rondan los pasillos llenos de páginas amarillas. Esta escena es de la Feria del Libro del Jirón Amazonas en Lima, donde desde 1997 se venden libros usados de segunda, tercera y hasta cuarta mano. Se comercian y regresan para ser revendidos a quien más lo necesite. Los textos rotan de mano en mano.

«El paraíso de los libros» —como se autodenomina la feria— es producto de una mutación de más de treinta años. Todo comenzó entre 1982 y 1983 con un acuerdo municipal. O al menos eso es lo que recoge la investigadora Aida Villanueva en una publicación de 2004. A inicios de la década de los ochenta, la disposición fue que los libreros dispersos en la ciudad se concentren en la avenida Grau —en el centro de Lima—. Pronto ocuparían cinco cuadras, y en un lapso de quince años volverían a mudarse.

Corría 1997 y el último acuerdo municipal tocó la puerta de los vendedores. Esta vez todos se unieron y crearon la Cámara Popular de Libreros (CPL) y ya con la resolución firmada se trasladaron a la cuadra ocho del Jirón Amazonas, a lado del río Rímac (también conocido como el río hablador, que es su significado en quechua). Al dar este paso, la feria se convertiría en una vertiente de libros usados con 201 puestos, pero solo sesenta de ellos se considerarán «libreros de viejo». La situación finalmente se estabilizaba.

A lo largo del Jirón Amazonas, el olor a orina y basura penetra las fosas nasales. Una vez dentro, la humedad de las páginas amarillas se encarga de disfrazar el hedor. Sergio Montañez, librero de hace 35 años y editor de la revista Pluma de Gallinazo —creada por la misma Cámara—, estima que existen alrededor de dos millones de libros en toda el área, lo que explicaría la potencia de la fragancia a viejo y guardado. Muy parecido a los cajones donde se preserva la ropa con naftalina.

Una de las distribuidoras de libro viejo en la feria es la señora Daisy Morris —quien suma 25 años como librera—, del local E29. Ella, una mujer robusta y habladora (como el Rímac), se sienta en un banquito frente a un puesto caótico y arrebatado de libros amarillentos y roídos, que están colocados en desorden para que el comprador escarbe y consuma. Mientras los clientes hurgan, ella lee algún libro de suspenso —resalta a V. C. Andrews o a Agatha Christie como sus autoras favoritas en este género— o comienza a charlar con alguno de los usuarios cotidianos.

Las persona que se acercan hasta done Morris y a la feria en general, varían. No solo son los estudiantes universitarios con escueto presupuesto, su espectro es más amplio. «Yo vendo cómodo, o sea, de remate, hasta a otras personas llevan para revender en otras provincias», recalca Daisy Morris, quien busca el suelto de un billete de veinte soles —alrededor de $ 3— que ha ganado por la venta de dos libros usados. También menciona que sus compañeros son sus clientes asiduos, ellos revenden y el negocio crece. «Este es el puesto que más barato vende», exclama con el pecho inflado. Las monedas en su local no hacen pausa.

«Ese es su negocio (el de Daisy Morris). Ella vende de remate y hay otros que prefieren comprar y vender libros antiguos», detalla Juan Díaz, del local B2. Un puesto, en apariencia, ordenado. Los libros permanecen en estantes, rectos y con la portada mirando hacia la entrada, sirviendo de guiño a los que van por el corredor; luego, los menos viejos son los más cuidados: envueltos entre plástico para aislarlos del polvo y la humedad. Para él todo comenzó como necesidad de trabajo, pero poco a poco, a sus 60 años, y con 38 ejerciendo este oficio, ser librero se ha convertido en su vida.

«Era 1978 y buscaba trabajo en otros lugares que no eran de mi agrado, como en empresas de la rama que yo había estudiado (mecánica)», cuenta Juan Díaz. Una carreta que vende papas a la huancaína se cruza por su pasillo y lo interrumpe. Una señora chifla, le señala las papas como preguntándole si quiere unita para comer y él mueve la mano derecha, donde un tatuaje deletrea su nombre, diciendo que no. Prosigue. «Pero era más que todo una necesidad, debía mantener una familia y yo había leído… bueno, no tanto, pero me dediqué a vender», concluye el librero antes de que un nuevo cliente se acerque.

Desde 1978 hasta hoy, los años han volado. El mercado cambia. Vender libros de viejo para Juan Gervacio, librero del local D11, es un negocio sin gama de compradores; mientras que para Juan Díaz, la compra y venta de textos antiguos está intacta, pero se ha desviado a las redes sociales. Ese detalle a Legüis Calderón, quien trabaja como librero hace diecinueve años, no le importa mucho. La tecnología no le significa tanta competencia.

En el local de Legüis, el D32, todavía hay algunos ejemplares antiguos. Sus dedos morenos y largos se deslizan entre las portadas de los libros para encontrar el más viejo, como si al tocarlos supiera cuál es el título. De pronto, agarra uno maltratado, tanto que pareciera que el tiempo se hubiese sentado en él: la tercera edición del segundo tomo del Tratado Elemental de Matemáticas publicado por la Imprenta Garrasayaza en 1844, para la educación de la nobleza española. Llega un comprador y el proceso se renueva.

Buenas tardes, maestro —se acerca diciendo un hombre de tez blanca en terno azul y un reloj brillante de color platino—. ¿Tiene algún libro sobre alguna guerra?

Claro —responde Legüis dejando el tratado en su pequeño escritorio—. ¿De cuál conflicto: la Segunda Guerra Mundial o la de Irak, o…?

La Segunda Guerra, por favor —responde el cliente mientras se abotona una manga de la camisa.

Legüis Calderón, sin dudarlo, le saca tres tomos viejos en pasta dura de las Memorias de Guerra, escrito por el general francés Charles de Gaulle. Los libreros de viejo navegan entre polvo y humedad para encontrar cualquier obra. Los hallazgos suelen ser bien apreciados.

Entre compradores que van y vienen, Legüis me comenta de una anécdota popular en la feria, que se entremezcla entre lo real y el rumor. Se cuenta que Mario Vargas Llosa —con menos canas y sin Nobel de literatura— se acercó a la Avenida Grau, antes de que existiese la Cámara Popular de Libreros, y preguntó por la primera edición de su tercera novela, Conversación en la Catedral. La historia concluye en que consiguieron el libro y que el escritor peruano salió sonriendo. La visita de este personaje incluso fue recogida en la primera edición de la revista Pluma de Gallinazo (diciembre del 2011), lo que hace pensar en que hay algo de cierto, porque al menos los libreros se han encargado de mantenerla viva por los callejones.

La historia podrá ser rumor o realidad. Uldarrico Balbín Guerra —con 70 años encima y 35 en el oficio— no recuerda bien a Vargas Llosa en la Av. Grau, pero en dicha calle sí revive al embajador de España en Perú, Nador García. Balbín, del local E18, lo mantiene vivo en su memoria: siendo cliente fijo, fue invitado al aniversario de su cuadra y «bailó su huaylasrh (danza tradicional peruana) y no es que bailaba mal». Así como este diplomático, diferentes personajes han pasado desde la Av. Grau y los pasillos del Jirón Amazonas.

No siempre los actores políticos se han nutrido de las ásperas páginas amarillas de este oasis. En algún momento, los libreros debían internarse en la selva política: a la Cámara, en 2004, le tocó hacerse notar y hacer presión en el Congreso. La ocasión especial era la ratificación de la Ley del Libro. Varios libreros, entre ellos Juan Díaz del local B2, cabildearon para incluir el término «libro de viejo» dentro del artículo quinto de la ley y que un representante de la Cámara Popular de Libreros sea uno de los miembros del Consejo Nacional de Democratización del Libro y de Fomento de Lectura. El documento se firmó y todos volvieron a sus locales.

El involucramiento de la Cámara Popular de Libreros, dentro de la Ley del Libro, obtuvo beneficios para la feria como un promotor clave de la lectura y la cultura. Además, desde 2016, el Congreso extendió dichas consideraciones hasta el 2018. El oasis de páginas amarillas se visualizó frente al Estado peruano. A la final, sin o con ley, los libros viejos circulan y desde la Feria, como corazón, bombean hacia varias direcciones.