Parece que el chop suey es una variación gastronómica del norte americano de lo que aquí llamamos chaulafán; es decir, un plato realizado con las sobras o los restos de lo que alguna vez estuvo fresco y completo. Un guiño, asimismo, a la pulsión ancestral de parar la olla con lo que hay a la mano, porque la consigna es alimentarse y punto. Lo que hay a mano se mezcla de manera sabrosa, más a través del instinto que de ciertas fórmulas, y se consigue el endulzamiento de tu lugar en el mundo, pues, como se sabe, la barriga justamente satisfecha complace al corazón.
Parece entonces que el título de esta novela, en al menos uno de sus niveles, implica una invitación, una apertura, una exhortación a entrar y recuperar energía con algo sencillo y bien preparado para poder salir fortalecido al reencuentro con los elementos.
Bien, se dice de esta novela que es un policial. Y lo es, sin duda, pero lo es, me parece, en la poderosa tradición fundada en nuestra literatura por Pablo Palacio. Es decir, en esa tradición que aconseja apoderase de la forma convencional del policial y la novela negra para convertirla, con ironía picante y un sentido agudo del combate político, en una bola radioactiva de lodo suburbano; una bola de lodo suburbano explosiva y renovadora, tanto a nivel ético como estético, concebida para reventar dentro de la cabeza del lector con la remota esperanza desinteresada de conducirlo a la acción, a la transformación de la vida.
Esta condición, que podríamos llamar de policial atípico, implica un cuestionamiento de las normas que regulan el género y la clasificación. Al acudir a las fronteras (por cierto, la narración misma se desencadena con un conflicto bélico en la frontera norte de un país no identificado, lo cual contribuye al enrarecimiento de la narración) la novela fuerza las estructuras, las asedia y desborda, alterando las convenciones de la linealidad, la causa y el efecto; el protagonista y el antagonista; lo trascendente y lo intrascendente, lo grande y lo pequeño; el planteamiento, el desarrollo y el desenlace, etcétera. En suma, digamos que problematiza y arroja destellos sobre la percepción de lo real y su representación. Es así que proliferan las imágenes, casi espontáneamente, y las miradas se multiplican; destrozando la jerarquía, detonando la fetichizada noción de valor.
Por eso, según estoy persuadido, la estructura de esta novela, dispersa, descentrada, muchas veces desconcertante e inexplicable, da cuenta de un afán de libertad, de una búsqueda de emancipación empecinada. Evoca la sentencia daviliana acerca del errante corazón mostrenco que no se aplica a la flor de la muralla; que no pacta y siempre está por partir.
Es por esto que la propuesta formal de esta novela parecería estar instintivamente sometida al método de tipo rizoma concebido por Gilles Deleuze y Félix Guattari. Método que, por ejemplo, según el filósofo del arte Georges Didi-Huberman, es el desplegado por el bailaor de flamenco Israel Galván al construir su arte. Dice Didi-Huberman en El bailaor de soledades:
Ahora bien, el rizoma es precisamente el espacio que permite estar a la vez en la profundidad y en la superficie, solo y múltiple al mismo tiempo, solo en la multiplicidad y múltiple sin formar masa, organigrama o cuerpo de ballet.
Galván somete su propia maestría de bailaor a un método tipo rizoma. En primer lugar, instaura una equivalencia paradójica entre rupturas y conexiones:
Un rizoma puede ser roto, interrumpido en cualquier parte, pero siempre recomienza según esta o aquella de sus líneas y según otras. De ahí que cuando Galván baile, dé la sensación de estar tan fragmentado, aun cuando la ley rítmica del compás flamenco no se dispersa nunca, pues conecta virtualmente cada fracción con todas las demás, aún más allá de un puente de silencio.
En segundo lugar, practica una descentración sistemática, afín a lo que Deleuze y Guattari llamaron ‘principio de heterogeneidad’. Una vez más se trata de quebrar la simetría de figuras y movimientos. La impresión de sinsentido que aflora (impresión mucho más intensa en los aficionados al baile flamenco tradicional) debe atribuirse al tercer principio esencial en el método del rizoma, denominado por Deleuze-Guattari ‘principio de ruptura significante’, acusando a los fragmentos, renunciando a los relatos e incluso ignorando las deducciones ‘lógicas’ de un gesto a otro. Por encima de todo sorprende en este bailaor que no cese de multiplicarse él mismo, de multiplicar su soledad, aunque lo hace actuando (eso es lo extraño) por sustracciones:
Lo múltiple hay que hacerlo, pero no añadiendo constantemente una dimensión superior, sino al contrario, de la forma más simple, a fuerza de sobriedad, al nivel de las dimensiones de que se dispone, siempre n-1 (solo así, sustrayéndolo, lo Uno forma parte de lo múltiple). Sustraer lo único de la multiplicidad que se constituye; escribir —y añadiría yo aquí: bailar, dice Didi-Huberman (añadiría yo nuevamente: escribir)— a n-1. Este tipo de sistema podría llamarse rizoma.
Vale. Hasta aquí con la estructura.
Ahora me gustaría señalar otro de los muchos niveles en los que trabajar esta novela: el nivel del homenaje y reconocimiento a la obra del maestro adorado. Estoy hablando del tributo que se rinde en el texto al escritor uruguayo Juan Carlos Onetti. Como parte principal de los constantes guiños y alusiones que se hacen a la obra de Onetti, dos de los personajes principales comparten el nombre con dos personajes onettianos legendarios. Me refiero a Osorio y a Medina, los colegas periodistas de Johnny Peguche y del Gordo.
Todos estos personajes —me disculpan la redundancia pero no encuentro una manera de ponerlo mejor— viven la poesía como una forma de vida. Todos son una especie de exiliado romántico, resignado, al mismo tiempo dentro y fuera del mundo, pero sobre todo afuera, como los artistas de la conspiración y el anarquismo rusos retratados por el historiador inglés E. H. Carr, autor que presumiblemente inspiró la creación del insobornable Carr, el último personaje del último Onetti, el de Cuando ya no importe. Parecidos todos, en última instancia, a esos sapos de los que hablaba René Char, aquellos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su gritito de amor toda la fatalidad del universo.
Bien, en este punto cabría decir, entonces, que si hay algo en el centro de esta novela, ese algo es el amor a Juan Carlos Onetti. Y estaría bien dicho. Pero sería insuficiente. Porque hay al menos dos historias de amor más que, en esta narración, como en muchas más, vertebran lo ininvertebrable. Hablo, sí, del evanescente Johnny Peguche y su salvaje enamoramiento; pero hablo también de la historia de amor de un disimulado, casi ladino, personaje secundario o casi terciario, pero que de todos modos concluye la narración, da las últimas palabras y nos despide planteando una suerte de desafío; pues es él quien, de alguna manera oblicua, lateral, disminuida y discreta, parece poseer el secreto que sostiene la narración entera, su posibilidad misma de existencia, propulsión e impacto.
En suma, se trata de un texto gordo y jugoso que resistirá los años y las lecturas conservando un aura de peligro y originalidad, nutriendo a legiones de legiones de juventudes hambrientas. No me cabe duda. Pero aquí no se trata solamente de esta novela. No. Estamos aquí reunidos celebrando un acontecimiento mayor. Me explico: según Michel Foucault, simplificando, un autor es aquel que mediante su imaginación es capaz de entorpecer la circulación de los discursos dominantes que determinan la vida humana. Para que esa imaginación pueda impactar subjetivamente debe ser articulada a través de una voz; una voz que con sus particulares giros, tics y manías sea capaz de seducirnos en un ensueño de placer y dolor hasta depositarnos al otro lado, siempre al otro lado; aunque ese otro lado esté siempre aquí, siendo rozado por nuestros dedos e inalcanzable.
Querida comunidad, albricias: tal es el caso.
Adenda: al ser consultada sobre la diferencia entre el chop suey y el chaulafán, una querida amiga dijo: «Sin ser experta, te diría que el chop suey tiene más trozos de carne; el chaulafán, en cambio, tiene más arroz».