El premio Joaquín Gallegos Lara conferido hace poco a Juan Pablo Castro Rodas, por su novela La curiosa muerte de María del Río (Alfaguara, 2016), confirma la calidad y la destreza de un narrador ecuatoriano al adentrarse en los terrenos del género policial.
En efecto, La curiosa muerte de María del Río se encasilla en la novela policial, de la que hay ciertos cultores en el país, comenzando, quizá, con Pablo Palacio y su cuento Un hombre muerto a puntapiés, autor con el que Castro Rodas inicia las primeras páginas de su libro a modo de epígrafe.
Probablemente la cita a Palacio no sea fortuita porque la novela discurre en lo que se puede llamar un juego de máscaras en el que tanto el detective como el lector están obligados a enfrentarse para develar no necesariamente el crimen sino lo que este esconde. En este sentido, vale la pena partir de esa especie de caracterización que hiciera Gilbert K. Chesterton en Sobre novelas policiales, un ensayo relativo a este género:
La principal dificultad estriba en que la novela policial es, después de todo, un drama de caretas y no de caras. Cuenta más bien con los seudodistintivos del personaje que con los reales. Hasta llegar al último capítulo el autor no puede contar ninguna de las cosas más interesantes de los personajes principales. Es un baile de máscaras, en donde todos se disfrazan de otra persona diferente a sí mismos, y no existe el verdadero interés personal hasta que el reloj da las doce.
El drama es lo que define, en primer lugar, a la novela policial. ¿No son acaso el asesinato y la muerte los que determinan que una serie de vidas queden en suspenso? En la novela de Castro Rodas tenemos, al menos, dos dramas: el del profesor de literatura y el del detective, Veintemilla.
El primer drama implica —desde la caracterización que ha hecho Chesterton— un asesinato que nos interroga sobre sus causas, y que, a la vista de alguna noticia de crónica roja (tal como inicia la novela de Castro Rodas) pareciera ser uno más del teatro humano en el que cada día se representan todo tipo de cuestiones.
Sin embargo, dentro de la trama de la novela, el escritor nos obliga a preguntarnos quién es este profesor de literatura del cual las voces de la ciudad parecieran tener un consenso. Según esas voces, no solo se trataba de un maestro, un estudioso de las fábulas y un dominador de las palabras, sino de una persona que tenía otra identidad. El hecho curioso —en el juego de máscaras dentro del drama representado— es la cara de este profesor, ahora sobrepuesta por la máscara de la muerte, tras la publicación de su foto en un periódico local. Esta misma máscara, a su vez, esconde otra: la de su vida, la que la novela trata de develar.
La segunda característica que Castro Rodas cumple a cabalidad se puede definir con esta pregunta: ¿Qué es lo que se muestra en la novela? Es la máscara, que en su dimensión etimológica remite al prósopon del teatro griego, es decir, a la careta —que es la palabra con la que se traduce a Chesterton— de los actores y, sobre todo, en su connotación, a la «persona» o al «personaje»; es decir, al modo en el que cualquier individuo se presenta en una cierta realidad social.
Un acierto de la novela es que el escritor va jugando con las máscaras que envuelven al personaje del profesor. Veintemilla está predispuesto a pensar que se trata de una persona educada, pero esta impresión se ve afectada por un hecho en particular. Una noche en la que es llamado para solucionar un griterío en el vecindario, el detective ve al profesor con una bata que parece de «actor de cine porno de los años ochenta». Tal figuración presenta una imagen grotesca del profesor. La cara de quien es visto como un conocedor de la poesía cambia a la de quien esconde en su cuerpo a otra persona. Así, el autor va develando una doble identidad: una requerida y aceptada por la sociedad y otra con la que el profesor se mueve entre bares y lugares escondidos. El profesor de literatura, cuya imagen implica el dominio de la palabra y, como tal, las metamorfosis de los significados, supedita su rostro al de esa identidad escondida, trasvistiéndose en lo que para la sociedad es un cuerpo monstruoso.
Y acá se infiere un tema que también estaba sugerido en la obra de Palacio: el del monstruo, del doble, sobre todo del travesti, aceptado en el mundo de lo oscuro por su capacidad de ser otro, de transgredir la noche apareciendo como una figura lasciva en medio de los alcoholes de los comensales de algún lugar de la ciudad. Si el profesor no tiene un nombre —o si lo tiene es irrelevante— es precisamente porque lleva una careta. La otra, la que lo identifica en el submundo, es la de María del Río. Al perfilar el personaje, son importantes las referencias que el autor hace a Beau Brummell, un curioso dandi y modisto del siglo XIX, de quien Jean Cocteau en La dificultad del ser, dijo: «Brummell es […] el varón perfecto para la actriz trágica sin teatro. Interpretará su papel en el vacío». Castro Rodas presenta a un profesor que desdibuja a propósito su imagen para irse a explorar aquello que él mismo parece crear: poesía, lo que a los ojos de otros es incomprensible y está fuera del canon.
Podría decirse que el escritor se encarga de dibujar la imagen de tal transgresor como si fuera un observador omnisciente que ve a los personajes hacerse cargo de sus propios destinos, imponiéndose cada uno la máscara que necesita para dominar sus temores. El juego narrativo dirige, si bien a una forma identitaria, sobre todo a la propia literatura como juego de trasvestismos, de enmascaramientos o de dobles y desdobles, en el marco de la ficción o del texto poético. En este caso, el profesor es la imaginación de un fabulador que pareciera estar haciendo poema de su propia vida.
Y esto vendría a ser un tercer aspecto de la novela policial: la historia interesante oculta tras el perfil de un personaje. Porque si hay una representación del doble como mecanismo para develar los secretos que engordan la trama detectivesca, el hecho de poner en medio a la literatura como manifestación del doble es un tema tentador y rico para discutir. En este sentido, la imagen del doble se afina en su conexión con la poesía, lo que se confirma cuando un librero le dice a Veintemilla:
La poesía es un juego de dobles, de sombras que proyectan otros cuerpos. Un informe personal sobre el alba. Si una persona común y corriente, como usted o como yo, ve un pájaro, el poeta mira en la pared no la sombra de ese pájaro sino el perfil de la tarde, recortado como las alas del ave. Para el poeta el infierno no es rojo fuego, es azul, como la fuga.
El poema como doble y como juego de dobles remite, acaso, a las posibilidades del escritor para esconder también su identidad en otras. En la ficción esto parece obvio cuando, en el juego de desdoblamientos, estos funcionan como metatextos, referencias y reminiscencias de experiencias (que sin duda atraviesan la novela de Castro Rodas). Sin embargo, en la poesía, como motivo de creación del mundo, el doble es un constante remitir a las luces y las sombras que no son vistas por cualquier mundano, como se infiere el diálogo entre el librero y el detective.
Es en este punto donde entra en juego también la imaginación del detective, quien va infiriendo, a partir de los encuentros con los testigos o los que conocieron al profesor, la posible vida y los probables vericuetos que llevaron a su asesinato. La imagen del monstruo, en su caso, remite justamente a los prejuicios, a las cosas no dichas pero sobrentendidas, a los rasgos de una sociedad que hace lo imposible, aún, de no mirar de frente a esos supuestos «otros». Desde ya, la investigación detectivesca en la novela de Castro Rodas no lleva a la resolución del caso en el sentido clásico, pero sí a poner de manifiesto las sombras y los matices de los que está hecha la vida cotidiana. Ese es otro rasgo interesante en La curiosa muerte de María del Río.
En este marco, otro drama es el del detective, un teniente de policía. A diferencia de los detectives de las novelas policiales, este está ligado a una institucionalidad y un mundo que trata de restablecer la comunicación entre lo oscuro y lo visible —pienso en los estudios de Michel Foucault, sobre todo los concernientes al disciplinamiento y al rol de la policía—. En el baile de máscaras chestertoniano, el detective también se visibiliza con otra máscara: el de la autoridad, mas tiene, como el profesor (y esto lo leemos en la novela), un cuerpo que también le problematiza. Por un lado, es el peso de la muerte de su exnovia que le hace un ser que se trasviste en la figura de alguien quien quisiera ajustar cuentas con la sociedad. Por el otro, encubre el deseo (societal) de eliminar al monstruo (como vemos en una pesadilla en la que Veintemilla mata al profesor). Y aquí hay una paradoja interesante, pues tanto la figura del profesor como la del detective son como máscaras espejo: no son las mismas, pero el peso de su capacidad de ver, de ir más allá de lo cotidiano, de querer ser transgresores del orden establecido, lleva a ambos a recluirse en corporalidades otras. ¿Castro Rodas nos sugiere, en definitiva, que el cuerpo es una construcción social? La curiosa muerte de María del Río nos hace pensar que, en efecto, esto es así: pensemos para el caso, en el supuesto libro del profesor, Tribulaciones del encierro, en Severo Sarduy, Verlaine… Y, más que estos, quizá también en la idea de que el cuerpo se construye por diseños culturales, tal como se puede pensar con la cita a Brummell.
La curiosa muerte de María del Río es una novela que no se agota en su textualidad; acá he tratado de dar unas pinceladas a los entresijos que encierra, en el baile de género al que invita. El premio a Castro Rodas reconoce, de este modo, a la obra de un autor que no se queda en la pura narrativa, sino que nos obliga a preguntarnos, en cada página, sobre temáticas distintas. Las abordadas hasta acá son apenas, si se quiere, motivos de una discusión mayor.