Tomás Downey no escribe cuentos, escribe pinturas. En el lienzo de sus dos libros puede verse a un hombre que no tiene gravedad y que flota en el techo de su departamento mientras mira a su esposa, allá abajo, y no la puede abrazar. Un nene le corta una vena a una compañerita en el baño del colegio: se arrodilla a su lado, la abraza, le besa la herida, la empieza a beber. Un caballo nace de una maceta en un cuento y, en otro, una persiana baja lenta mientras en el balcón, del otro lado, un bebé llora sentado sin poderse mover.
«Entonces escuchamos un ruido y vemos que las ramas están llenas de pájaros. Oscuros, negros, pero también parece que brillan. Aunque me den miedo, no puedo dejar de mirarlos. Hay muchísimos más de los que puedo contar. No se ve la luna, ni las estrellas. Es como un techo negro que se mueve». La que escucha un ruido, la que cuenta que ven las ramas llenas de pájaros es una nena de 9 años que se ha escondido de noche en el bosque con su hermana de 6, mientras llevan —no se sabe adónde, ni para qué— a su hermanita recién nacida, una beba que no tiene ni dos meses. La escena sucede en el cuento que da nombre al segundo libro del argentino, El lugar donde mueren los pájaros, y lo que siente la nena es justo lo que se siente con la obra. Es un techo negro que se mueve. Da miedo, pero no se lo puede dejar de mirar.
Tomás Downey tiene una barba roja y ampulosa, es un granjero norteamericano en una mala película de terror. Después de haber ido al fondo de su mente y escribir todo eso ahora está acá, leyendo un libro de cuentos del noruego Kjell Askildsen a la mesa de un bar de Buenos Aires, tomando una cerveza en una noche que recién empezó. Los grandes problemas de Tomás Downey son que le sobra una tilde, le falta una H y nació miles de kilómetros al sur de donde, con los dos libros que ha escrito, millones de personas dirían «oh, Thomas Downey, el nuevo King», o alguna palanca publicitaria así. Los argentinos queremos más éxito aun en el éxito, pero es solo para entregar una referencia: somos demasiado chicos y no lo queremos aceptar. En 2013, Downey publicó Acá el tiempo es otra cosa, un libro de 18 cuentos que ganó el primer premio del Fondo Nacional de las Artes (con la argentina Mariana Enríquez, una de las autoras de No entren al 1408, el libro tributo a Stephen King, en el jurado) y por el que fue también uno de los cinco finalistas del Premio Hispanoamericano Gabriel García Márquez 2016 (con la argentina Samanta Schweblin, otra bestia del terror, entre las últimas elegidas); ahora, cuatro años después, este pibe de 32 años que estudió para ser guionista y que trabaja en un juzgado nos entrega el segundo, El lugar donde mueren los pájaros, un libro que tiene diez historias y que debería venir con alguna contraindicación en la contratapa, un punteo de los efectos colaterales o —en el mejor de los casos— algún descuento en una obra social. El argentino te ahoga, te quita el aire, te tira en el medio de la habitación oscura de tu propia mente, donde todo puede pasar.
«Son cuentos que tienen algo así como una epifanía negativa, ¿no? —dice ahora, con sus ojos freakies, en un bar que parece empequeñecerse, reducirse a esta mesa en la que estamos solo nosotros dos—. En mi caso, yo los siento como si me asomara al vacío. ¿Y qué hay en el vacío? Quizá nada, pero ¿qué más tentador que asomarse ahí? ¿Y qué nos sucede cuando lo hacemos? ¿Viste cuando te viene una imagen, un flash? De cualquier cosa, no importa. Nadie sabe por qué pasa eso, qué quieren decir esas imágenes, cómo fue que de repente estás caminando por la calle y se te aparecen los ojos de un nene que tiene un problema motriz y está mirando, inerte, a sus papás. ¿Y hasta dónde llegás si te metés en esos ojos? ¿Qué hay detrás? Bueno, yo voy y trato de averiguarlo, lo escribo —así le salió el cuento ‘Los ojos de Miguel’—, y aunque a veces no sé qué es lo que estoy haciendo, no importa: yo confío en el lenguaje. En su incapacidad».
En la mayoría de los cuentos en Acá el tiempo es otra cosa tienen algo fantástico o aterrador que domina todo. ¿Por qué?
No sé si aplica para todos los cuentos, pero siempre me interesó pensar la realidad enrarecida. Ni siquiera es un pensamiento muy profundo, es algo que directamente me pasa, en la vida, a mí. Soy medio inadaptado y la realidad me parece algo extraño, a veces amenazante y, bueno, como la ficción es un vehículo de emociones y sensaciones, lo que intento es destilar o condensar todo eso ahí. En los cuentos quizá replico, recreo lo que no entiendo; ni siquiera lo explico, no puedo ni quiero: lo transmito, nada más. Y lo hago con el mismo desconcierto o la misma incertidumbre con las que lo vivo. Ojo, tampoco creo que haya una diferencia muy clara entre la realidad y la ficción.
¿A qué te referís?
La realidad es el medio en el que vivimos y la ficción existe dentro de la realidad, no es que está afuera. Mi imaginación existe dentro de la realidad. Los cuentos… a ver… (baja la mirada, la levanta, la deja detenida en la pared). Me interesan mucho los cuentos porque son un mundo en sí mismo, tienen una lógica propia. Hay un hilo al que le buscás la punta y lo vas desenrollando, construís a través del lenguaje, que es lo más sorprendente y divertido que hay. En el fantástico, la lógica de la realidad se ve rota por algo, tenés que readaptar cosas y eso, ese movimiento, esa incertidumbre, ese desafío, es algo que yo veo que pasa todo el tiempo en la realidad. ¿O no?
¿Por? ¿Qué ves en la realidad?
(Piensa) Ensayo una respuesta, no lo tengo muy claro.
Dale.
De alguna manera, cuando estás en el mundo, yendo al colegio, por ejemplo, uno tiene que ser uno. ¿O no? ¿Sí o no?
Sí.
Y no es fácil ser uno. Hay que elegir una personalidad, que por un lado es inconsciente pero por otro no, y eso implica una presión con la que a veces no se sabe cómo lidiar. La ficción, entre otras cosas, es como una especie de laboratorio, un lugar donde podés pensar cosas, ensayarlas, básicamente, sin el vivo.
¿Un escape?
Es una manera de escaparse de sí mismo, sí, pero para entenderse, para entender. El fantástico también me permitió separarme de mí, estudiar complejidades diferentes a las mías; narrar desde mujeres, desde niños, mirar otra realidad: personajes que no piensen lo que yo pienso, que hagan algo que yo no haría. Todo esto es un mecanismo que en algún momento sirve, ¿no? La ficción es una armadura con la que se puede decir y hacer cualquier cosa. Me divierte mucho jugar a no ser yo.
Me gustó lo del vivo.
Bueno, todos los que escribimos y leemos tenemos algunas dificultades en lo social, ¿no?
Pero en el fondo, en la intimidad, todos nos debemos parecer. De cerca, bien mirado, nadie es muy normal.
Totalmente, sí. En la sociedad vas, trabajás, conformás el personaje y después llegás a tu casa y andá a saber la bizarreada que te mandás. O tenés un jefe que actúa de determinada manera y vos te preguntás: ¿cómo será este tipo, qué hará cuando nadie lo ve? Debe tener la cabeza llena de mierda, seguro. Todos tenemos la cabeza llena de mierda. Y la literatura sirve un poco para destilar eso. Es la actividad principal en mi vida.
Transformar la mierda en belleza.
Algo así.
¿Siempre quisiste ser escritor?
De chico quería ser ingeniero robótico.
¿Qué cosa?
Ingeniero robótico, que no sé si existe, pero así lo llamaba yo. Quería hacer robots.
Inventos; nada muy distinto a lo que hacés hoy.
Me acuerdo que tenía un maletín viejo que me había regalado mi papá, que es médico, y todo lo que se rompía en casa, o cosas que yo abría y rompía a martillazos, todos los pedazos del mundo los guardaba en ese maletín. «Algún día —pensaba— los voy a hacer robots».
¿Lo lograste?
Nunca, pero por lo visto era muy fuerte mi relación con la ficción.
¿De qué edad estamos hablando?
(Piensa) 8, 9 años.
¿Ya leías?
Leía. Me acuerdo de una novela, El tulipán negro, de Alejandro Dumas, me reacuerdo de ese libro, me impresionó un montón. No sé de dónde salí, porque en mi familia no leía nadie. Me acuerdo de Julio Verne, Mark Twain. También veía mucha tele. Pedía que me cortaran el pelo como MacGyver, a ese nivel. He-Man, Thundercats, los Halcones Galácticos. Cuando era chico, vivía arriba de un video club; mis viejos me dejaban bajar solo y me la pasaba caminando, buscando, mirando películas. Mi relación con la realidad siempre tuvo una mediación.
¿Te aburre la realidad?
Soy ansioso, soy inquieto, un poco sí. En mi casa tengo cincuenta películas bajadas para ver, no concibo la vida de otra manera. O leo, leo mucho. Consumo ficción, posibilidades.
¿Leíste a Samanta Schweblin y Mariana Enríquez?
Dos genias. Me gustan mucho. Sí.
Te lo pregunto porque siento que hay una tensión, una aparente oscuridad, que une a las obras de los tres.
Yo me identifico un montón, las leí apenas empezaba a escribir y seguro tengo algo de ellas. Son dos genias, muy generosas, además. Mariana me escribió la contratapa de mi primer libro, a Samanta la conocí en Colombia, charlé un montón. Las dos beben mucho de la tradición norteamericana, la anglosajona.
¿Y vos? ¿Quién más te fascinó?
Raymond Carver, Lydia Davis y Kelly Link. Me divierte mucho leer. Eso muchas veces se soslaya, y para mí es lo principal, que es el entretenimiento. Leo porque me divierte, y también soy reclásico para escribir. Estudié guion, me gusta que lo que escribo se vea, que sea entretenido; intento que el lector pase por momentos incómodos, experimente sensaciones, ataque prejuicios, dentro de una narración en la que haya tensión, en la que nos importe qué les pasa a los personajes, y que se entretenga. Después, lo que pasa a veces es que se abusa de esto último, y es todo lo que hay. Porque si en el fondo no hay nada, no tiene mucho sentido, la verdad.
Y ahora es cuando empieza la evangelización de la literatura.
Nah, pero pasó medio de moda eso ya… Todo lo de la alta literatura… (piensa) Bueno, no sé, porque después hay cosas como Cincuenta sombras de Grey que… pero tampoco lo leí, así que no sé… no… En el supermercado lo vi una vez, fue la única vez que lo agarré; me quedé parado leyéndolo ahí y está muy mal escrito, es torpe, hay como un regodeo, un subrayado constante de todo, no sé. Me pareció que era malo por eso: no hay confianza en el lector. Recién estaba leyendo este (toca el libro de Kjell Askildsen) y hay una escena en la que un tipo ve a su mujer tomando sol; ella está sola, tiene la remera medio ajustada, que le marca un poco las tetas, y el tipo ve eso, hay algo que lo perturba, se va al balcón a fumar un cigarrillo. Quizá este no sea el mejor ejemplo, lo digo solo porque lo leí recién, pero eso me remite a una sensación mucho más erótica o poderosa que leer cinco páginas de cómo un tipo le pasa a una mina una pluma por las tetas.
Que el lector complete con su experiencia, ¿no?
Siempre será más erotizante o atemorizante algo que el lector va a imaginar. No me tenés que explicar tres veces las cosas, no me tenés que decir qué tengo que pensar.
¿Y te interesa pensar cómo operan en la realidad ese tipo de ficciones masivas?
No, pero pará, tampoco quiero hablar mucho de eso; no tengo ni idea de cómo es Cincuenta sombras de Gray, no lo leí. Es muy peligroso juzgar los gustos, quizá a la autora (N. del R.: la británica Erika Leonard Mitchell), que laburó muchísimo, le gustó eso, y está muy bien.
Pero más allá del gusto de la escritora, lo que quizás estaría bueno pensar es si hay alguna consecuencia de la repetición, la ramificación de estos productos.
El problema con ese tipo de narraciones es que son mentirosas. Las grandes historias de amor de Hollywood son mentiras. Todos sabemos que nos están mintiendo. Es un entretenimiento, está bien, a veces disfrutamos que nos mientan, pero el problema es que a la larga nos las creemos, o mucha gente se las cree, y ahí está lo dañino.
La primera vez entendés que es una ficción, la segunda un poco menos, la tercera ya no tanto… ¿Algo así?
No digo nada nuevo: la idea del amor que tenemos en Occidente la inventó Hollywood; la idea del amor romántico es una ficción. En la realidad, después, algo no cuaja, no sucede, y el problema, lo dañino, es esa frustración. La típica historia yanqui de superación que nos inocularon es una fantasía, y como fantasía está bien, pero hay que saber que en el medio algo se suele romper. El problema, otra vez, es la frustración. Prefiero algo más sincero, más simple y a la vez más caótico. No sé, quizá sea así que la ficción de estos tanques opera en la realidad.
Una conquista netamente filmográfica.
La penetración cultural de Estados Unidos es literal. Las cosas que tenemos como referencias en nuestros países nunca existieron en la realidad. Todos aspiramos a algo que solo existe en la ficción.