En conversación con Julián Martínez, Michelle Zamudio, Benjamín Cortés y Michelle Prendes
Al inicio, un telón imaginario está abierto, demarcado por las figuras de Gabriela y Octavio que, desde una diagonal, esperan el ingreso del público. Cuando la obra empieza, sus miradas se sostienen fijamente y el telón imaginario se cierra para construir esa cuarta pared que también nos tapa y que durante poco menos de una hora nos hará sentir como si la hubiéramos pasado en una cucha, o la casa del perro.
He elaborado la anterior acotación escénica para iniciar esta opinión crítica de la obra La casa del perro, de autoría y dirección de Julián Martínez, con las actuaciones de Michelle Zamudio (Gabriela) y Benjamín Cortés (Octavio) que se presentó en La Fábrica en mayo, y que se volverá a montar desde el 21 al 30 de julio en La Bota. La imagen que busco sintetizar en el párrafo anterior nos invita a fisgonear la vida de una pareja. Los dos se saben amantes, amigos, compañeros, militantes, y —a pesar de tener tanta información el uno sobre el otro— aún se buscan, provocando encuentros y desencuentros, lo cual no reformula el agua tibia, no por falta de intención sino más bien por elecciones. Ambos se declaran su misión: «Quisiera contarte todo lo que no sé respecto a mí».
¿Género de la obra? Comedia discutible… Hmm… Comedia filosófica… Hmm… Comedia «con adjetivo». En y entre sus líneas concurren armónicamente texto, acción, imágenes y pensamiento, lo cual probablemente se deba a lo cerca que está la dramaturgia de la filosofía (los dominios del autor), y al acierto de los actores al empoderarse de esos dominios a través de personajes construidos con cotidianeidad, una que vuelve normal hasta los pasajes que se llenan de poesía, un recurso que corre el riesgo de volverse extraño al oído.
Desde el punto de vista argumental, La casa del perro nos pasea por la relación (o las relaciones) de Gabriela y Octavio —estrictamente en ese orden—. Ese es el sentido propuesto por el juego y conflicto escénico: se aman y se arman; se desarman y se desaman. En ese discurrir contradictorio se atraviesan «banalidades trascendentales», como el oficio de artista plástico de Octavio, o la militancia a una célula política partidista, o la paranoia que ambos posibilitan desde sus realidades irreales. Y en esa simpleza discurre la obra. Tan básico como vivir en la casa del perro.
En la conversación posterior a la función —el alma de la dinámica de esta columna—, todos los participantes consensuamos que la exposición aristotélica que rige la unidad espacio-tiempo no riñe con una fragmentación posmoderna únicamente posible por la intención filosófica que el autor les propone a los personajes, los cuales están impecablemente construidos por sus intérpretes en un tono de comedia naturalista en el que conviven todos los momentos protagonizados por el juego corporal (y todo el simbolismo que permite) con un cuidadoso trabajo vocal en el que las dicciones, las impostaciones, la oralidad, el fraseo y el empoderamiento logran traducir la tesis dramatúrgica: ¿cómo volver el amor hacia el otro en un sendero a mi favor?».
Por lo demás, el texto está cundido de preguntas, elementales unas y complejas otras, lo que construye la sensación de que también posee todas las respuestas y que para encontrarlas solo hay que escudriñar en aquello que tiene de mágico vivir y sobrevivir. Es probable que esa dualidad sea el único puente vulnerable por el que atraviesa la obra en sus momentos finales, es decir que si uno no ha convenido con los personajes ciertas licencias, se puede perjudicar por una pretenciosa profundidad o identidad intelectual que no necesita, pues es el componente que cada espectador agrega para cerrar el hecho teatral.
Acerca de otros elementos de la puesta en escena, se podría decir que son —parecen— ausentes.Aunque más bien lo que cabe aquí es hablar de invisibilidad. En la escenografía, por ejemplo, dos sillas son todo el mobiliario, y en ellas una serie de movimientos prolijos con juegos acrobáticos, desplazamientos y mutaciones que convierten el lugar en una sala de hogar, en un banco de parque, en un atelier de pintor, o en una recámara matrimonial; todos los espacios haciendo gala de su ambigüedad entre lugar de placer y lugar de tortura.
La música —o más bien la musicalidad— refleja similares características. No hay una banda sonora, sin embargo, el rigor con el que el ritmo domina la pieza recrea lo más parecido al efecto que da un silencio signado en una partitura musical. La iluminación desarrolla un diálogo con la puesta, lo que ayuda a recrear atmósferas y lugares, convirtiéndose de ese modo en el lenguaje elegido para connotar la ubicuidad. Finalmente, el vestuario aparenta todo un desenfado escénico, pero no lo es, cada personaje luce responsablemente la indumentaria básica que le corresponde.
La charla posterior a la función se ha extendido; cada uno de los temas tratados se explaya tanto en temas colaterales como en nuevos temas, cada uno acompañado del debido anecdotario que lo testimonia. Nos atrevemos a rehacer escenarios, a aceptar y rechazar preguntas y a domar respuestas, con la comodidad que se logra al comentar una obra de teatro movilizadora del pensamiento. Váyasela a ver, de preferencia, acompañado para charlar luego y, quizá, disponerse a contar todo lo que usted no sabe respecto a usted. Ah, pero por favor no olvide mirar fijamente a su interlocutor para asegurarse de que estuvieron en el teatro y no en la casa del perro.