Para entrar al texto de Andrea Crespo, nuestro cuerpo debe ser una llave. La llave a un agujero que abre espacio en la pulpa y perfora la masa; pero como es un libro musculado y hermético, mi cuerpo debe probar diferentes posiciones antes de calzar. Tal vez yo pueda destrabar sus aldabas y finalmente descorrer sus sellos. Al otro lado del tejido sangrante, los tentáculos se agitan en un latido cuya vitalidad simula un corazón o a un parto. ¿Tiene alma aquello que está hecho de palabras y de códigos? Puede que no esté almado, pero sí que tiene impulso, por lo tanto, se nos meterá por los ojos y habrá contagio. Entonces, seremos legión los habitados.
Primera llave (que estoy segura ya probó algún otro antes que yo)
Este poemario, que se desgonza, hace alusión a la teoría del cuerpo sin órganos de Gilles Deleuze (basado en las teorías de Antonin Artaud) y se alimenta del concepto del vitalismo: el cuerpo es una capacidad de acción en sí mismo y este puede ser combinado con otras potencias y otros discursos para tener una identidad inédita. La potencia de la programación, del código binario, de la lógica matemática o de la teoría de las cuerdas…
La palabra-organismo habla desde un sistema en el que todo funciona según una estructura establecida y lógica: la voz del organizador, la voz del padre, la voz del hombre ha dictado el discurso de cómo comprender el mundo por milenios: las mujeres paren y los hombres las fecundan. Entonces, lo que hace Andrea Crespo es proponer desorganizarse, quitarse de encima los órganos que someten al texto (al discurso) a una compresión tradicional, romper el sistema, deshabitarlo por medio del «vómito de un lenguaje».
Para esto emplea una nueva mitología en la que el ser sagrado es la hembra y todo se construye teniendo como base su sexualidad, que en un inicio obedece al llamado de la reproducción (que ha sido tradicionalmente el sentido de su existencia). Ella es preñada sin que tenga contacto con lo masculino: «He quemado las sienes de profetas, he quemado los recordatorios». De esta manera, las mujeres que van en busca de ser fecundadas en este neomito de la creación, hallan el falo, representado por la «culebra goteante», pero también eligen otras formas de fecundación.
Los hombres ya no pueden someterlas en este universo diferente, y tampoco necesitan ser protegidas por los hombres en sus viajes por el mundo. Hablamos de una nueva mitología de mujeres aventureras donde el mal es la elección. Todo ese mundo primitivo está lleno de bestias, no hay más opción que la de volverse vil. Tener hijos con piedras y serpientes.
Desde el poder del rito, Andrea plantea un nuevo discurso que no pierde la intensidad de la antigua representación de la vida: una mujer pare, pero su fruto no es algo práctico ni algo que alimente el orgullo de los hombres. La mujer pare perros o niñas infértiles que paren otras niñas nauseadas y aborrecibles. La mujer que pierde su oficio, así libre del mandato ancestral es una mujer libre cuyo producto ha sido concebido con amor, pero sin romance.
Segunda llave: la teratología y la imaginación maternal
La teratología es el tratado de los monstruos, una ciencia que estudia el origen de las aberraciones y los nacimientos anormales, la que ha buscado explicaciones entre lo fantástico y lo biológico para el origen de estos productos. A lo largo de la historia de las culturas occidentales, es cierto que alumbrar monstruos ha estado asociado a las cópulas con seres angélicos o satánicos, pero más allá del miedo a lo raro, existe en la mirada que se coloca sobre el monstruo la intuición de lo portentoso. El nacimiento de un monstruo estaba asociado a lo extraordinario, dándosele a la criatura un significado profético. Algo extraordinario estaría por venir.
Antes del auge de la genética, el parto de los monstruos tenía un origen mucho más fascinante: la relación entre imaginación y monstruosidad cubre la historia entera de la reflexión teratológica, ya sea en el sentido de que la imaginación sea considerada como agente responsable de la producción de monstruos reales o como explicación de la existencia de los imaginarios. Es bien sabido que la doctrina de la imaginación maternal, o la creencia según la cual la imaginación de la madre era capaz de modificar el feto, no fue una doctrina exclusivamente moderna y que tanto Aristóteles como Hipócrates habían hecho uso de ella para explicar las marcas de nacimiento —los antojos no satisfechos— así como las generaciones monstruosas. Fue también en esa vena de explicación patológica que la teoría se mantuvo y perduró durante toda la Edad Media.
Como antes de ese tiempo se pensaba que lo que la madre soñaba o imaginaba durante la gestación se imprimiría en el cuerpo del embrión, se creía que un hijo no era más que la metáfora de la imaginación. Por ejemplo, es famoso el caso de Mary Toft, en el siglo XVIII, una mujer que dio a luz conejos luego de soñar con conejos (Julio Cortázar se basa en ella para escribir su cuento ‘Carta a una señorita en París’).
Andrea ha imaginado, y entonces ha parido un lenguaje mestizo, con los miembros cortados, los que se vuelven antenas hambrientas de todas las experiencias posibles. Ha sido una madre aplicada en la conducción de discípulas, a quienes ella en el texto llama muchachas, las muchachas no son tan resistentes y se deshacen si un hombre las presiona entre el paladar y la lengua, aunque tienen el valor de ir a llamar a Dios y esperan la respuesta con la falda remangada y mirando anhelantes para arriba. Durante esas eras de espera, logra gestarse la que será la deshabitada, la que dará a luz a los exitosos productos malformados de la cultura y será por algunos llamada por varios nombres nefandos.
Tercera llave: la escatología
Registro de la habitada es un nuevo rito; una nueva biblia para fracturar la historia pero no solo se va a apoyar en la desorganización y en la imaginación, sino también en la escatología. Escatología es un término que tiene dos acepciones. La primera consiste en el lenguaje del cuerpo y de sus excreciones: heces, sangre, saliva… Pero hay otra acepción más, que es la más conocida porque se refiere al lenguaje tremendista e hiperbólico del juicio final bíblico: un lenguaje apocalíptico lleno de señales y de símbolos crípticos y codificados que lo que buscan es una limpieza y una renovación.
A medida de que el lenguaje del poemario va adentrándose en la presentación de la habitada, aparecen otras formas de intertextualidad, como sumas y órdenes en el lenguaje de programación PHP, que se desentiende de lo binario. Lo binario es el lenguaje lógico de los computadores, y binaria es también la comprensión del mundo en la realidad, tal como la conocemos: hombre y mujer. Andrea Crespo propone que la habitada del lenguaje se desentienda de lo binario y sea en el mundo de una manera diferente.
En esta misma línea escatológica, la parte B del poemario es básicamente la progresión del lenguaje enrarecido de la habitada, que se desborda a sí misma hasta volverse ilógica. Si los evangelios fueron un registro del hombre, este nuevo evangelio es también el registro —o el simulacro del registro— de los sucesos de la habitada.
La habitada que es todo a la vez: madre, dios, profeta, cordero y herramienta de ejecución de la doxa, que para su presencia ha elegido decirse de más de una manera: «Desnuda, la habitada es una muchacha simple encubierta en la mofa de la poliforme programación». Y al destruir el lenguaje por medio de esta pretensión escatológica, lo que Andrea Crespo pretende es, en el universo vivo de su texto, una refundación. Este cosmos es la representación de todos los cosmos, y la creadora puede destruirlo si lo cree necesario.
Registro de la habitada es una bitácora en la que el mundo femenino vive la epopeya de su género con un discurso poderoso y ritual lleno de cánticos y misterios hacia la carne, a veces pletórica y dolorosa, es un texto brazo, pie, óvulo y colmillo que, como no puede encarnarse, se lee y nos embaraza un poco, nos desdibuja el límite y nos recuerda que la muerte no es otra cosa que algo pequeño si lo comparamos con los múltiples estados en el universo, nada más que la muerte, otra edad del cuerpo.