Sci-Fi: Donde el universo es la estrella

El día en el que Hugo Chávez le regaló a Barack Obama un ejemplar de Las venas abiertas de América Latina, esta obra, la más conocida del escritor uruguayo Eduardo Galeano, se volvió a poner de moda. Algo similar ocurrió hace poco, cuando Donald Trump ganó la presidencia de Estados Unidos. Entonces se dispararon las ventas de 1984, la novela en la que el escritor británico George Orwell, un socialista preocupado, le echaba una de las críticas más duras —y tal vez la más honesta— a sus camaradas del bloque soviético, cuando le daba forma al Gran Hermano, la cara de un Estado que es capaz de ver y controlar la información que reciben sus ciudadanos. Si gestos como el regalo de Chávez o la continua negación de las noticias por parte de Trump mueven los escaparates de las librerías, tenemos razones para sospechar que pronto habrá un repunte de las literaturas de ciencia-ficción.

El descubrimiento de siete exoplanetas (tres de ellos en zona habitable) en un sistema solar cercano —gracias por la relatividad—, a tan solo cuarenta años luz, tendría que movernos un poco el cuello.

Hace más de cien años que la ciencia-ficción ha venido trazando algunas líneas en torno a la posibilidad de que fuera de nuestro planeta haya condiciones para el desarrollo de la vida. Y tal vez este es un buen momento para volver a estas obras, en especial a las que están escritas con apego a la física y la astronomía, y a las que han sobrevivido el paso del tiempo.

En este subgénero hay todo tipo de motivos, preguntas, suposiciones y —es inevitable que alguien acierte— algunas predicciones que se van a cumplir. Si bien la ciencia-ficción suele tener una presencia importante de temas espaciales, hay mucha que se desarrolla también —por decirlo de alguna manera— puertas adentro, como el caso de las producciones contemporáneas del tipo de Black Mirror o West World.

Aquí, hablamos de algunas obras que le dieron forma a esas imágenes que nos vuelan por la cabeza cada vez que intentamos pensar en aquello que hay en el espacio exterior. El universo es la estrella.

La mancha ilustrada

Poco después de que la NASA realizara la rueda de prensa en la que anunciaba el descubrimiento de estos planetas ubicados en el sistema Trappist-1 (el nombre de la estrella que funciona como sol), los medios de comunicación publicaron sus noticias con varias imágenes que mostraban cuevas y lagos con los tonos necesarios para ser la portada de cualquier libro de ciencia ficción que se respete. Pero estas imágenes son, en sí mismas, hipótesis. Lo que se ha avistado es lo que ha podido captar la sonda espacial Voyager 1, puesta en órbita hace 40 años, de modo que el único registro real que existe está en blanco y negro.

Eso sí, no se trata de imágenes tomadas aleatoriamente. Un científico de Caltech, Robert Hurt, trabajó de cerca con Tim Pyle —un ilustrador que colaboró en proyectos de Nickelodeon como Jimmy Neutron o Invasor Zim— para construir, a través de los datos que se tiene, la imagen de estos exoplanetas en los que podría haber las condiciones para que haya agua líquida.

Ciencia ficción dura

Esta rama del género, basado en una aplicación rigurosa de las ciencias, suena a la representación de otros planetas, atmósferas exóticas y todas esas cosas extrañas —pero reales— que se encuentran desperdigadas por en el universo; planetas se estrellan unos contra otros, estrellas que explotan y agujeros negros que absorben todo aquello que se encuentran a su paso.

Cuando la ciencia se vuelve una cosa normalizada y aparece en la forma de un dato o serie de datos cotidianos y específicos que pueden cambiar la trama, se empieza a revelar lo fantástico que puede llegar a ser el universo, y a ofrecer una perspectiva sobre las maravillas que puede encerrar. Y son los escritores quienes se han encargado de comunicarlo.

Varias novelas de la ciencia ficción dura (en especial las de la llamada edad de oro) han resistido el paso del tiempo, gracias a que son capaces de esbozar las asombrosas posibilidades que orbitan en el espacio, y a que lo hacen dentro de los límites de nuestra realidad. Están llenas de datos de física y astronomía, y son una buena opción para quienes empiezan a explorar el género.

También hay en estas historias algunas que —por decirlo de alguna manera— han sido víctimas de los avances científicos, y con cada nuevo descubrimiento (o debido a los fans que se divierten buscando inconsistencias) se han ido desactualizando. Pero siempre hay conceptos centrales que tratan al universo y la ciencia de forma realista.

Propulsores

Aunque la etiqueta de ‘padres de la ciencia-ficción’ no aplica para escritores como Isaac Asimov, Arthur C. Clarke o Ray Bradbury, estos le dieron más fuerza al género. De hecho —para ponernos científicos— varios historiadores de la NASA han listado a estos tres escritores como «visionarios sin quienes el programa espacial no habría sido posible».

De ellos, Asimov es tal vez el más prolífico. Durante décadas le fue dando forma a un universo en lo que se conoce como Saga de la Fundación, un conjunto de al menos dieciséis obras divididas a su vez en tres partes: Serie de los Robots, Trilogía del Imperio Galáctico y Ciclo de la Fundación. Son historias contadas a lo largo de varios siglos, en las que narra, en un primer momento, el desarrollo de la inteligencia artificial (en esta etapa, Asimov creó las leyes de la robótica); para luego pasar a la colonización interplanetaria y finalmente a la fundación de la Confederación de Trántor, que llegó a controlar más de la mitad de los planetas de la galaxia.

Las historias que componían la Saga de la Fundación solían guardar consistencia con las otras, pero había ocasiones en que no lo hacían. Lo cierto es que Asimov contó «una especie de historia del futuro», como la llamó, con episodios que ocurrían con milenios de separación. En la última parte de esta saga, Asimov le da forma a la psicohistoria, una ciencia que analiza los hechos históricos desde las matemáticas, para poder prever la caída del Imperio, lo que implicaría la desaparición de la raza humana.

Un factor que caracteriza a la literatura de Asimov es que el clímax en sus obras no ocurre en medio de escenas de acción intensa, sino por medio de discusiones profundas, o como escribió en diciembre de 2015 —en estas páginas— el escritor quiteño Fernando Escobar Páez, «en momentos de sesudo debate». Ese ensayo, titulado ‘Issac Asimov: breve cartografía de la ciencia ficción’, sostenía que:

Sus narraciones son menos tremendistas que las de sus contemporáneos, pero la aparente confianza de Asimov hacia las posibilidades del progreso científico en realidad esconden un discurso profundamente humanista que reflexiona sobre el futuro de la humanidad. Los peligros del poder omnímodo, de la tecnocracia y de la sobrepoblación —a la que Asimov consideraba la mayor amenaza para nuestra especie— son temas recurrentes en su narrativa, construida con un lenguaje carente de aspavientos poéticos.

Bradbury, por su parte, es algo más pesimista que Asimov. En 1950 apareció el libro de cuentos Crónicas marcianas, que Bradbury ambienta en un Marte al que han llegado los seres humanos. Sin embargo, la gente empieza a enfermarse y a enloquecer. Estos colonizadores, enviados para buscar un lugar en el cual vivir debido a la guerra nuclear y la política en la Tierra, parecen estar condenados a arruinar ese nuevo planeta, como habían hecho con el anterior.

«Los terrícolas tenemos talento para arruinar cosas hermosas», dice un explorador en el cuento ‘Aunque siga brillando la luna’. «La única razón por que no hemos puesto carretillas de hot-dogs en medio de las pirámides de Egipto es porque se encontraba muy lejos de los caminos y no tenía sentido comercial», porque el hombre puede abandonar su propio planeta, pero jamás podrá escapar de sí mismo.

A pesar de que sus cuentos tenían ese tono pesimista sobre la naturaleza humana, Bradbury era conocido como un defensor e impulsor de la exploración del espacio.

En 1980, Bradbury dijo: «Si están debidamente construidas, las máquinas pueden transportar nuestros sueños más frágiles a lo largo de un millón de años luz sin dañarse». Vislumbraba un futuro en el que la exploración del espacio jugaría un papel central. Y cuando alguien le preguntó por las tendencias destructivas de la humanidad, replicó: «Más razones para cultivar nuestros jardines en el espacio, invitarnos a volver a través de las puertas del tiempo y del espacio, y establecernos no sólo más allá de la luna, sino de Marte, y de Plutón y, finalmente, más allá de la muerte».

La discrepancia entre el etéreo profeta del futuro y autor que describió la calamidad se puede explicar por dos razones: en primer lugar, era tanto un escritor de terror como de ciencia ficción; y en segundo: como dijo alguna vez: «La ciencia ficción tecnológica, puesta en marcha por seres humanos, puede atascarnos en la mayor dictadura totalitaria de todos los tiempos, o llevarnos a la mayor libertad de la historia. Quiero trabajar por esta última en mis obras de ciencia ficción».

Otros autores que ‘exploraron’ el espacio

Las subcategorías de la ciencia ficción son muchas, pero dentro de lo que tiene que ver con viajes interplanetarios (una rama conocida como space opera), hay muchos exponentes que trataron los temas relativos a la astronomía y la física en su obra.

Philip K. Dick, otro de los renombrados escritores de la edad de oro de la ciencia-ficción, es el autor de la novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, en la que la Tierra, merced a las ha sido abandonada por las élite. La atmósfera del planeta se encuentra envenenada y devastada por una guerra nuclear.

Solo quedan en el planeta las personas que no tienen forma de irse a otro mundo y los androides, conocidos también con el nombre de replicantes. Estos seres tienen una fecha de muerte; sin embargo, empiezan a aparecer entre ellos los que no quieren morir.

En esta obra se intensifica el tono que domina toda la obra de Dick: las preguntas sobre qué es real. ¿Son los androides, que parecen humanos y actúan como humanos, humanos verdaderos? ¿Los deberíamos tratar como a máquinas o como a personas?

Este es uno de esos rarísimos casos en los que tanto la obra literaria como la película (Blade Runner) inspirada en el libro han merecido la aclamación de los críticos.

Hal Clement escribió muchos libros en los que exploraba al límite los posibles mundos alienígenas. Y en esa línea, su libro Mission of Gravity (Misión de Gravedad), es tal vez el más célebre. El planeta Mesklin, de rápida rotación, tiene una gravedad elevada que se va reduciendo en el ecuador por causa de la fuerza centrífuga. Los protagonistas, un grupo de seres humanos, buscan la ayuda de extraterrestres con la forma de ciempiés para realizar una expedición al polo. Mientras van descubriendo la forma en que se comporta la física en ese planeta, también se produce una exploración cultural.

En Las fuentes del Paraíso, Arthur C. Clarke, el inventor del satélite geosincronizado, describió la idea de un ascensor espacial, conocido también con el nombre de ‘Beanstalk’, como la planta de ‘Juan y los frijoles mágicos’. Los cohetes son ineficientes, ruidosos y caros. ¿Por qué no escalar de una forma más relajada por el espacio? Hay varios obstáculos para esta idea, que van desde lo técnico hasta lo político, y el mismo concepto merece una exploración que solo la ficción puede darnos.

Larry Niven pensó afuera de la caja en El mundo del anillo, novela en la que los personajes, en lugar de vivir en planetas con órbitas alrededor de una estrella, se imaginó la posibilidad de vivir dentro de un anillo que gira alrededor de un planeta, lo que implica tener más espacio vital, y algunos otros beneficios. Cuando algunos lectores empezaron a señalaron que el anillo no era estable, Niven escribió una secuela.

Robert Forward era, además de escritor, físico, y no dudaba en demostrarlo en sus libros. En su libro Dragon’s Egg (Huevo de dragón), un clásico de la ciencia ficción dura, Forward lleva un poco más allá algunas de las leyes de la magnitud que había explorado Clement en Mission of Gravity: aquí se plantea cómo podría ser la vida en la superficie de una estrella de neutrones.

Otro físico, Gregory Benford, en su novela Timescape (Cronopaisaje), deja la lección de que si se quiere usar taquiones para comunicarse con alguien del pasado, hay que entender que todo está en constante movimiento y que hay que dirigirse hacia el lugar del espacio en el que se encontraba esa persona a la que se busca contactar.

The Black Cloud (La nube negra), de Fred Hoyle, es un clásico. La novela de este astrónomo está llena de los descubrimientos científicos de la época y trata de una nube molecular que ha llegado desde de otro sistema y que envuelve al sol.

Tau Zero, de Poul Anderson, es un trabajo visionario que explora los límites de la velocidad, el espacio y el tiempo. La relatividad suele ser un poco descuidada en la ciencia-ficción dura, para poder trabajar con viajes que superan la velocidad de la luz. Sin embargo, la teoría de la relatividad sí aparece, pues permite viajar a cualquier parte del universo gracias a la dilatación del tiempo.

The Moon is a Harsh Mistress (La luna es una cruel amante) de Robert A. Heinlein, grafica la importancia de no estar en la parte de abajo del pozo gravitacional durante una guerra interplanetaria: las duras —pero no explosivas— piedras, lanzadas desde arriba, se convierten fácilmente en armas de destrucción masiva.

Carl Sagan, astrónomo y estrella televisiva en su programa Cosmos, escribió Contact (llevada al cine en 1997). La protagonista, Eleanor Arroway, intenta captar rastros de vida alienígena a través de ondas de radio; un día, uno de sus radiotelescopios lo consigue, con una particularidad: es un mensaje compuesto por números primos —por lo que se da por hecho de que se trata de vida inteligente—. Además, el mensaje llega con instrucciones para construir una especie de nave con la que cinco personas consiguen viajar por lo que ellos creen que son agujeros negros (en realidad, se trata de agujeros de gusano). Luego de encontrarse con estos seres y estar un día entero con ellos los tripulantes regresan a la Tierra, donde nadie cree su historia porque allí han pasado tan solo veinte minutos.

The Forever War (La guerra interminable), de Joe Haldeman, retoma algunos aspectos de la relatividad que había abordado Poul Anderson en Tau Zero y los fusiona con la experiencia de la guerra de Vietnam. Con mucha ciencia, acción, extraterrestres y profundos comentarios sociales, este libro fue publicado en 1974, apenas un año después de finalizado el conflicto. En un momento en el que quizá la mejor forma de ahondar en los horrores de una herida tan fresca era a través de la ciencia-ficción.

Son muchas las obras de este género que describen viajes interplanetarios, que sueñan con la llegada del hombre a nuevos mundos y que explican algunas cosas cruciales para que esto sea posible. Aunque no existen esperanzas de lograrlo en un futuro próximo, la conversación ha durado décadas, porque tenemos puesta la mirada en los cielos, como estos autores que no nos dejaron desviarla.