Un hombre abre la puerta principal. De inmediato, hombres y mujeres la atraviesan. Al lado, por una puerta más pequeña, la fábrica de los hermanos Lumiére también expulsa obreros. La pequeña multitud abandona su lugar de trabajo con paso alegre. Las mujeres llevan sombreros y faldas largas. Van de a dos o de a tres. Algunos hombres salen en sus bicicletas; un perro juguetea detrás de las ruedas de uno de ellos. La pantalla se funde a negro después de que salen las últimas personas, cuando la puerta principal se cierra desde el interior. Salida de los obreros de la fábrica fue parte de los diez filmes de corta duración que los hermanos Louis y Auguste Lumiére presentaron en el Grand Café de París, en 1895, para dar a conocer al público su invento, el cinematógrafo.
Se suele decir que la cinta no tiene una intención narrativa y autoral fuerte, que es solo el registro de una acción cotidiana de la época y que su único objetivo era demostrar de lo que era capaz su invención. Lo que se pasa por alto es que los Lumiére filmaron varias versiones antes de lograr capturar lo que querían, que dirigieron a los obreros para que ninguno de ellos mirara al lente, que eligieron marcar el inicio del filme con la apertura de la puerta principal y el final, con su cierre. Había un registro de la realidad, sí. Pero ya desde una visión personal y a través de una estructura narrativa. «Existe la idea extendida de que Lumière hacía documentales y Méliès hizo las primeras películas. No es así —dijo a El Mundo Thierry Frémaux, director del Instituto Lumière de Lyon y del Festival de Cannes—. Lumière era el Rosellini de su época, y Méliès, el Fellini».
En sí, el documental se consolida como manifestación cinematográfica a partir de la década de los veinte, a inicios del siglo pasado, con realizadores como Robert Flaherty —el creador de Nanook of the North y Moana es considerado el padre del cine documental, pero al mismo tiempo es criticado por ficcionalizar la vida de quienes grababa—. Autores como James Monaco, en su libro How to Read a Film, han definido el cine documental en función de las aspiraciones de sus realizadores. De acuerdo con Monaco, para estos cineastas es tan importante la realidad, que la película, y las formas con las que se la cuenta, siempre estarán relegadas a un segundo plano. En cambio, Luke Dormehl, en su libro A journey through documentary film plantea que este tipo de cine está íntimamente afectado, sobre todo, por la sensibilidad y estética de su autor.
El cine documental en Ecuador se puede rastrear hasta los inicios del siglo XX y ha producido obras atravesadas tanto por intentos de representar la vida real de la manera más objetiva posible, como por intentos mucho más personales, que se rinden ante lo inevitable de la subjetividad. Se sabe que, en 1906, el italiano Carlo Valenti hizo cortos documentales sobre manifestaciones religiosas, como procesiones. En la década de los veinte, el cine documental servía para informar sobre desastres y hechos importantes del país. En esa década aparecieron los primeros filmes sobre la Amazonía ecuatoriana, de la mano del salesiano Carlos Crespi, quien se anticipó casi diez años al trabajo de Rolf Blomberg. Pasó el tiempo y el cine documental mantuvo un carácter noticioso. Esto le permitió sobrevivir, de la mano de varias compañías. En los años ochenta, el documental ecuatoriano adquirió otras dimensiones con Los hieleros del Chimborazo, de Gustavo e Igor Guayasamín. «[Es] El filme manifiesto del cine ecuatoriano de los ochenta, una época en la que el debate sobre el tipo de cine que Ecuador podía hacer, y el que necesitaba, estaba marcado por una rígida militancia de izquierda», dice Jorge Luis Serrano en su libro El nacimiento de una noción. Apuntes sobre el cine ecuatoriano.
Esta militancia, o esta idea de militancia, es una de las perspectivas más claras detrás del documental que se realiza en Ecuador. Este tipo de cine apareció, con fuerza, en un momento en el que no había distancias entre el hecho artístico y el hecho político. No solo se trataba de un ejercicio de honestidad del cineasta consigo mismo —como lo plantea Dormehl— sino de utilizar al cine como el vehículo de sus ideas y formas de mirar el mundo.
La mirada política o ideológica estuvo profundamente marcada en el ADN del cine documental ecuatoriano ya desde hace casi cuarenta años, cuando el cine era instrumento de denuncia, como explica Serrano en El nacimiento de una noción. La memoria —la preocupación por recuperarla y preservarla— se adhirió a su estructura genética en un segundo momento y, desde entonces, se vuelve un punto decisivo al hablar del cine documental del país. Sobre todo, porque mucho del material que se ha registrado en Ecuador ha desaparecido. No se lo almacenó con los recaudos del caso o fue borrado (por ejemplo, ante la necesidad de espacio, muchos canales de TV botaron a la basura lo que habían grabado en los ochenta y los noventa). En el resto de la región, la situación es parecida. Alquimia Peña, directora de la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano ha dicho que para 2011 se había perdido el 50% de la producción fílmica latinoamericana, incluidas casi todas las filmaciones sin sonido.
Ambos componentes —mirada política e ideológica y memoria— se ensamblan en el cine documental ecuatoriano de los últimos años, pero más como trasfondo que como discurso. Sin embargo, su repercusión social y política ha sido contundente. Por ejemplo, La muerte de Jaime Roldós, de Manolo Sarmiento y Lisandra Rivera, generó discusiones en la esfera pública y los medios de comunicación, discusiones que consiguieron que se reabrieran las investigaciones judiciales relacionadas con el caso que aborda la película.
El rasgo dominante del primer momento del cine documental contemporáneo del país, la mirada ideológica y la memoria como punta de lanza de las obras, se expresa con claridad en la obra de César Álvarez Wandemberg, mejor conocido como Pocho Álvarez (Riobamba, 1953), quien estudió cine en la ex Unión Soviética. Después de cuatro décadas, su trabajo aún se enuncia desde una postura de izquierda, la cual no ha tenido reparo en evidenciar las paradojas y falsedades en las que ha incurrido esa misma tendencia política. En esa línea, Álvarez ha sido muy crítico al tratar los años del correísmo en el país.
«El documental es tomar una postura —dice Álvarez—. Me conmueve la ausencia de justicia, de equidad y eso me lleva a caminar con una cámara». Esa premisa ha hecho que el cineasta produzca una filmografía extensa, en la que los movimientos populares y la defensa de territorios indígenas, así como de los recursos naturales, afloran como preocupaciones recurrentes. Su primer trabajo fue De qué se ríe (1977), filme del que actualmente ni él mismo tiene una copia. Luego vinieron obras como Nosotros, una historia (1984), la cual explora la masacre de obreros guayaquileños —por parte de la Fuerza Pública— durante una protesta, el 15 de noviembre de 1922. Con Luar Trocas (1987), Álvarez revisó el desembarco del Granma —episodio insignia de la Revolución cubana— y la historia de los hermanos Castro a través de un diálogo entre Oswaldo Guayasamín y Raúl Castro. En Tóxico Texaco Tóxico (2007), Álvarez denuncia la destrucción de la Amazonía debido a la explotación petrolera concedida por el Estado a empresas multinacionales. En Ale y Dumas, uno es dos y dos son uno (2008), el cineasta se lanza al rescate de las coplas y décimas a través de la historia de un par de cantantes. La destrucción de la naturaleza y el atentado a comunidades indígenas por causa de la actividad extractiva (la minería, específicamente) vuelve a ser el centro del relato en A cielo abierto, derechos minados (2009). Álvarez también se ha preocupado por explorar figuras relevantes de la cultura nacional, como Oswaldo Guayasamín, en El legado de una ilusión (2009); Jorge Enrique Adoum, en Jorgenrique (2010); y Fernando Velasco Abad, en Conejo Velasco (2014).
El cine de Pocho Álvarez se centra en la palabra hablada. «Filmar —dice— es una forma de ver o tocar». A veces pareciera que no hay mucha acción grabada. Por ejemplo, un Raúl Castro de hace treinta años, en Luar Trocas, es suficiente para mantener la atención en los casi cuarenta minutos que dura la cinta. Él, posando para Guayasamín, fumando, tomando algo que parece agua, contando cómo fue su travesía en Cuba para conseguir el poder.
La dinámica se complejiza en trabajos en los que hay más personajes. En la ya mencionada A cielo abierto, Álvarez deja en claro su conciencia del ritmo. Lo hace mediante el uso de transiciones, de música, de tomas de archivo contrapuestas a la quietud de la naturaleza ecuatoriana; de discretos movimientos de una cámara que puede agitarse para mostrar la violencia con que la fuerza pública confronta a la gente que pelea por que sus tierras y hogares no sean contaminados. El cine de Pocho Álvarez es un cine que, en fondo y forma, surge de la paradoja. «Hay que filmar las circunstancias —dice—, hay que hacer que el mensaje llegue con belleza, porque la belleza es útil para preservar la vida».
Manolo Sarmiento (Portoviejo, 1967) y Lisandra Rivera (San Juan, 1966) estaban en España cuando decidieron grabar a los ecuatorianos que empezaron a llegar a ese país empujados por la crisis económica que golpeó a Ecuador a fines del siglo XX. Problemas personales (2002), su primer trabajo documental, es un ejercicio de memoria y humanidad. Un recuerdo del costo personal que pagaron los miles de ecuatorianos que mantuvieron a flote al país gracias a sus remesas.
«El relato es lo que me interesa —dice Lisandra Rivera—. Una cosa es registrar los hechos y otra es generar el relato. Ese es el desafío». En un primer nivel de lectura, Problemas personales se centra en la memoria, en capturar un momento para la posteridad o en traer el pasado de vuelta. Siempre en función de una idea de presente. Pero lo que parece ser solo la exposición de las dificultades del migrante —distancia de familia, lucha por encajar en otro espacio, por conseguir trabajo— rápidamente se convierte en una reflexión sobre la naturaleza de las decisiones y la determinación necesaria para cumplirlas o no.
El componente de la memoria se mantiene en La muerte de Jaime Roldós, que se enmarca en un trabajo de investigación sobre el fallecimiento del expresidente Jaime Roldós y que construye su narrativa con material de archivo, entrevistas y cámara al hombro. Rivera y Sarmiento trabajaron siete años en este proyecto, por el cual ganaron en 2014 el premio Gabriel García Márquez de la FNPI, en la categoría Imagen. En el filme hay historia, pero desde un punto de vista muy actual, desde la contemporaneidad. Es un tipo de memoria que busca las pistas que no se siguieron o que se mantuvieron ocultas en el caso de Roldós, quien murió en 1981, junto a su esposa y su comitiva, en lo que se catalogó como un accidente de aviación. No se trata de refrescar una imagen, ni de pedirle al país que recuerde, sino de demostrar que sin memoria —sin curiosidad, sin preguntas y sin certezas— no es posible llevar a cabo ningún proyecto regional o nacional.
Javier Izquierdo —como cineasta que expone el cine documental de los últimos años desde una intención lúdica, y donde el formato es en sí parte de la narración— amalgama los componentes de ideología y memoria. A un primer vistazo, su cine parece perseguir la recuperación de la memoria. Pero él se apresura a negarlo; no como un acto de rebeldía o porque asuma que la memoria sea un lastre para el documental, sino por razones más sencillas. Desde la adolescencia, a Izquierdo le interesaban las vidas de todos quienes tuvieran una mente creativa.
Augusto San Miguel ha muerto ayer (2003) —su primera obra— se enfoca en el cineasta que dirigió la primera película nacional estrenada en el país. Su segundo trabajo, Un secreto en la caja (2016) es, según varias lecturas, un falso documental y le valió a Izquierdo el premio a Mejor Director en la pasada edición del BAFICI, en Argentina. La cinta se nutre de la ficción para recuperar la figura del escritor Marcelo Chiriboga —que nunca existió, hay que subrayarlo— y su importancia en la creación de la imagen de país. Izquierdo no solo le confecciona una trayectoria personal y profesional, sino también una nutrida bibliografía. «Mis personajes —dice Izquierdo— son una excusa para hablar de otra cosa».
Aquella «otra cosa» de la que habla también tiene elementos políticos y de crítica. Hablar de un cineasta cuya obra se ha perdido, así como del escritor ecuatoriano —ficticio—, parte del boom latinoamericano de literatura, es revisar la dinámica de olvido y de quemeimportismo que el país tiene con respecto a los creadores locales. Hay un reclamo, desde luego, pero no es ideológico. No es denuncia. Es hablar de la memoria, pero no para que recordemos algo en particular, como espectadores, sino para que comprendamos que somos una sociedad que ignora sus manifestaciones artísticas y que eso tiene un costo. Aquello particular en la obra documental de Izquierdo —quien también hace trabajos de ficción y actualmente se encuentra en la posproducción de su filme Panamá—, se convierte en un llamado de atención.
En Un secreto en la caja, la historia de ese Ecuador en el que existe Marcelo Chiriboga es la misma que la del Ecuador real: incluye conflicto limítrofe con Perú. En el falso documental de Izquierdo, ese conflicto se resuelve de una manera paródica: Ecuador desaparece. «Solo intenté cuestionar esa verdad única e incuestionable que nos llegaba desde el poder», dice. Y esa supuesta verdad, de ser víctimas del Perú, es parte del tejido fundamental del patriotismo inculcado en escuelas hasta hace poquísimas generaciones.
El proyecto para su próximo filme, Barajas, ganó hace poco una de las diez becas de producción artística que entrega el Premio Nacional de Artes Mariano Aguilera. La cinta será narrada solo a través de imágenes de archivo. No se empleará material filmado.
Sin duda, Izquierdo está a la búsqueda de otras maneras de contar historias en formato documental. Si logra cristalizar esos intentos, como ofrece de manera prometedora en Un secreto en la caja, consolidará definitivamente un tercer momento en el cine documental ecuatoriano. Un momento que cuestione y replantee las maneras tradicionales de la narración documental. Un momento en el que la forma adquiera una carga narrativa tan fuerte como el fondo, y que se abra a una exploración quizás aún más audaz que aquella hecha por el cine de ficción local.