Muchas veces, en nuestros campos del conocimiento, hemos oído hablar acerca de las autoridades, esas ‘vacas sagradas’ a las que cualquiera que se precie de experto o persiga el camino de la experticia debe seguir. Las autoridades nos marcan la ruta por la que debe conducirse nuestra ciencia o nuestra rama del conocimiento, determinan lo que es correcto y lo que no. En el caso del español, la autoridad por antonomasia ha sido siempre la Real Academia Española (RAE), pues durante más de 300 años sus miembros se han encargado de establecer las normas que rigen a nuestra lengua. Es común escuchar frases como ‘lo dice la RAE’, ‘es que en la RAE no consta’, ‘la RAE condena tal o cual uso’. Por más de tres siglos hemos dado a la RAE el estatus de autoridad casi sin cuestionar sus decisiones. Aunque nos cueste aceptarlo, la RAE se ubica como la máxima autoridad de nuestra lengua, pero esto no quiere decir que nunca podamos refutarla ni estar en desacuerdo con sus normas.
Dentro de la autoridad que tiene la RAE, está la que esta inscribe en sus publicaciones. El texto más importante del español ha sido siempre el Diccionario. Es a este al que recurrimos, con toda la candidez del mundo, a ‘descubrir’ si una palabra existe o no, o a darnos cuenta de cuáles son los usos que tiene esa palabra. También están la Ortografía y la Gramática, en las cuales las autoridades de la lengua han plasmado los usos o las normas del español panhispánico. Si bien estos son libros fundamentales, tampoco son la panacea. Aunque recurramos a ellos para guiarnos, es importante contrastar su información con otras fuentes que tengamos a la mano, como otros diccionarios, gramáticas u ortografías, ya sea nacionales o generales, o con los usos cotidianos que los usuarios damos a la lengua.
Aparte de la RAE existen otras autoridades de la lengua, por ejemplo quienes las estudian cotidianamente y han publicado textos ‘apócrifos’ igual de útiles que los de la RAE, quienes incluso la critican y proponen nuevas maneras de tratar la lengua, quizá menos acartonadas o globales, pero igual de útiles y dignas de tomar en consideración. Esto quiere decir que no existe una sola voz que nos diga cómo deben hacerse las cosas en nuestra lengua, sino que existen múltiples voces que nos pueden dar pautas para entendernos mejor.
A veces, como usuarios de nuestra lengua, somo muy cómodos y delegamos toda la responsabilidad en las autoridades. Preferimos que otros decidan por nosotros, tomamos la acepción del diccionario al pie de la letra sin pensar que puede haber otros usos distintos que aún no han sido registrados, dejamos que nos digan cómo hablar o cómo escribir aunque no nos guste la norma o ni siquiera la entendamos. No nos apropiamos de nuestra lengua y de todos los rasgos culturales que ella implica porque es más sencillo convencerse de que las cosas son solo como están establecidas. No nos damos cuenta de que las autoridades somos los usuarios, de que nosotros, al llevar nuestra lengua a la calle, tenemos el derecho de moldearla y la obligación de protegerla. Nosotros tenemos la última palabra, pero eso no quiere decir que hagamos lo que nos dé la gana, sino que contrastemos la información, busquemos la mejor manera de guiar la lengua, de integrarla, de sentirla nuestra.