¡Que viva la música! Una novela que no tiene edad

Andrés Caicedo fue uno de los fundadores del Grupo de Cali junto con Luis Ospina y Carlos Mayolo, entre otros.

Escrita por Caicedo a los 23 años, la novela es un golpe suave y delirante, que nos arrastra al torbellino de la oralidad juvenil junto a una escritura vital, dura, enternecedora que la hace un fresco literario de una generación etérea y sin tiempo, como un Long Play que suena desde hace cuarenta años.

Cada época tiene su propia sonoridad. En los años cuarenta, en el mundo fue el estruendo de la guerra y el hambre; en los cincuenta, en mi país, fue el machete y la degollina en los campos y veredas rurales; en los sesenta y setenta, la música se llenó con el rock y la salsa, que se filtró por los resquicios de una sociedad conservadora y abrió las puertas a una juventud estupefacta y ensimismada, que vivía en una ciudad intermedia, marcada por el trópico entre la sierra de los Andes y la costa del mar Pacífico, llena de mujeres hermosas impregnadas con el frenesí y el ritmo desbordante de sus cuerpos, heredados de los negros que poblaron las antiguas haciendas azucareras del valle del Cauca, que entonan con sus labios carnosos: «¡Azuquita, nama!», y otras líneas de la salsa.

La música parecía buscar su ubicación: por un lado, la que traían algunas familias del norte aburguesado en discos de Norteamérica y que muchos seguían sin entender palabra. Y por otro, la sonoridad marginal, magnificada por enormes amplificadores que comenzaban a aparecer en los barrios del sur de la ciudad, con un lenguaje que todos hablaban, glorioso, negro y pegajoso. Primero estuvo el rock y luego se quedó la salsa:

La salsa que puede ser silbada por cualquiera, coros de 10 muchachos reunidos una tarde de domingo ante un stereo recién arreglado, silbando con sentimiento extra la forma tristísima, quejosa, desgarrada, de una alta melodía que habla, además, de que han inventado una nueva palabra en el África lejana, del hombre que no es muy fuerte, que se cae y no se para… mientras afuera se extiende, implacable, la desolación del domingo…

¡Que viva la música!, la novela de Andrés Caicedo, escrita a los 23 años, es un golpe suave y delirante que tiene la fuerza magistral de arrastrarnos por el torbellino insaciable de la oralidad juvenil y cerrada en un código que no envejece, junto a una escritura vital, dura, enternecedora, que hace de la novela un fresco literario de una generación marcada por la desazón y el descubrimiento, etérea y sin tiempo, como un Long Play que no cesa de sonar desde hace cuarenta años.

Andrés Caicedo se ha convertido en una leyenda y ¡Que viva la música! en una novela de culto, que desde su primera edición, en 1977, ha ido emergiendo como una cometa multicolor que se despliega con lentitud en el aire, en el secreto encuentro con lectores y traductores en América Latina y el mundo.

Estuve con Andrés Caicedo y lo escuché hablar con palabras cortas y directas, posiblemente por la tartamudez que supe que sufría, y un acento entre lánguido y alegre. El cabello ralo le caía hasta los hombros y unos lentes grandes le ensanchaban el rostro y escondían sus ojos vivaces y sonrientes. Un joven esmirriado que vestía siempre de bluyines o pantalones apretados de pana, zapatos de goma que le daban el aspecto de un intelectual despreocupado abierto a la calle y al mundo.

En ¡Que viva la música!, un mundo íntimo y visceral brilla y se desprende de la cabeza y el cuerpo de una mujer, María del Carmen Huerta, en un tránsito imparable por el atardecer que abre las puertas de la rumba con su boca desafiante e inesperada. Un viaje vital y desolado de lo que uno es por dentro, en una marcha secuenciada con la música, el baile y la droga. La desazón de moverse hacia un horizonte plano y luminoso, que palpita como un corazón apresado en el barrio y la ciudad, con una sonoridad lejana que trepida en la memoria inmediata de una generación que oscila entre la perturbación y el desarraigo de sí misma y de su entorno familiar, como si vivieran entre los muros de un impersonal orfanato.

El relato se despliega y avanza en un trote trepidante por calles, casas, apartamentos, cuartos, avenidas, personas seducidas en un mundo autista y derrotado que las rodea, con igual resistencia a la de un cordel tenso —que parece resbalar de sus manos— para atravesar el tránsito de ese infierno tan querido en que se ha convertido su vida.

Una fragmentación que doblemente se fragmenta en astillas de música, que se une y ata en las pulsiones de la búsqueda incierta de cada día. María del Carmen Huerta es una mujer intoxicada en su propio yo, como la caricatura de su propia conciencia.

No hay deserción cuando para reconocernos, se disecciona con obsesión el pasado que pende sobre nosotros como una nube irreal que nos persigue y la convertimos en algo real que nos salva aunque sea inútil, igual a la letra de un bolero falaz que busca otra ribera, otra montaña espléndida bajo el volcán. Y el único trofeo que se avizora sin nombre es la muerte o esa crueldad que es llegar al extremo, a lo innombrable.

Que nadie exista si yo no doy el pase, el consentimiento, que se pulvericen apenitas el lector voltee la página. El personaje no existe si yo no le rindo mis favores. Si se los retengo, no tiene razón de ser, nanay cucas. ¿Qué es lo que tiene mi son? Saber que los otros se pierden mientras yo corría, libre como ninguna, por ese Parque de las Piedras, y mi pelo robándole mis mejores colores a los anturios y crisantemos de la mañana. Y Bárbaro detrás, refrescándose en la estela dejada por mi cuerpo, y los niños participando de ese aire limpio, pensando que ellos no han tenido infancia (antes de los 10 les vino la música y la droga y la confusión y la dejazón y la desconfianza y la falta de amor) pero que nuestra juventud iba a ser eterna.

Andrés Caicedo se suicidó en Cali el mismo día que recibió el primer ejemplar de su novela impresa, el 4 de marzo de 1977. Tenía 25 años, pero dejó una obra narrativa que posteriormente se recopiló en volúmenes como El atravesado, Destinitos fatales, Calibanismo, Cali calabozo, Angelitos empantanados y los artículos de esa revista espléndida que fundó y se llamó Ojo al Cine.