Qué verdes eran sus valles

Eran tiempos gloriosos para algunos que escribían recorriendo el mundo. Eran los más ricos y los más guapos. Ernest Hemingway y John Dos Passos formaban parte de una generación de gente de pluma, un dúo de escritores al que editoriales y periódicos de Estados Unidos abrían sus puertas de par en par —con la generosidad de los que todo lo tienen—, para que pudiesen escribir y patear el universo con muchos dólares en los bolsillos, cuando las cosas, para el resto de los aspirantes a escritores del mundo eran todo menos color rosa.

Tales facilidades para crear, y a la par aprender recorriendo los cinco o los doce continentes de la imaginación —a caballo de mecenas editoriales que les pagaban por un cuento o un artículo lo suficiente para atravesar veinte veces el Atlántico desde Europa a Estados Unidos en lujosos paquebotes—, aunque Dos Passos confesó una vez, sin falso rubor, que cuando más viajó fue cuando lo hacía en tercera clase.

Los dos —primero amigos y más tarde enemigos irreconciliables—, siendo aún todavía mozalbetes, se plantaron en la Place de la Concorde de París porque había una guerra en Europa, la Primera Guerra Mundial (1914-1918), la de las escabechinas sin piedad, y ellos «querían verla».

Suprema frivolidad que les llevó a alistarse como conductores de ambulancias en el frente italiano, sin tener la menor idea de ambulancias ni de guerra, jugándose la vida aunque solo fuese un poquito, de la forma más endeble mentalmente.

A Hemingway y Dos Pasos las editoriales y periódicos norteamericanos les abrieron las puertas de par en par. Gracias a esos mecenas pudieron recorrer el mundo, acumular experiencias, reportar las guerras, y vivir como «señores del Renacimiento».

Se la pasaban muy bien, entre fanfarronadas y borracheras, denominador común de todas esas aventuras de niños consentidos. Calzados con sus botas de buen calzador disfrutaban lo que cualquier otro joven sólo podía soñar en su cuarto sin ventana a la calle. Los dos rentabilizaban estupendos reportajes o divertidos cuentos, ganaban dinero, lo tiraban por la borda de las juergas y vivían como señores del Renacimiento.

En su libro Años inolvidables, Dos Passos se sincera con sus aventuras en Italia entre bombazo y bombazo y, con un delicioso cinismo, reconoce lo que le contaba otro amigo yanqui que también estaba allí en busca de sensaciones fuertes: «El gobierno italiano considera la Cruz roja Americana como algo decorativo, pero sin utilidad, de manera que aquí languidecemos, amablemente tratados, bien alimentados, con las colinas Eugenianas como espectáculo sentimental y la posibilidad de caminar hasta el borde de la laguna para ver Venecia…»

Poco después insiste en esta bella inutilidad, de la que Hemingway y él eran floridos representantes, al recibir en el cuartel la visita de dos comandantes de la Cruz Roja: «Consiguieron irritarme al declarar, en un ataque de sinceridad producido por el vino, que estábamos en el frente italiano para animar a los italianos a seguir peleando».

El libro es un catálogo de correrías por el mundo. Pese a que en aquella época —los años veinte— los transporte no ayudaban a los aventureros, quienes demoraban más de veinte días en ir desde las costas inglesas hacia Nueva York en barco —contra unas siete horas en los aviones de hoy—, ambos recorrían el mundo con una facilidad vergonzosamente enajenante.

Mientras Hemingway estaba en Armenia, desde donde explicaba a sus lectores norteamericanos, a través de la agencia de prensa NANA, cómo los turcos masacraban a los armenios, en esos mismos años veinte, Dos Passos se plantaba en Bagdad, pasando por San Sebastián (España) y mil lugares más que en aquellos tiempos merecían verse y a los cuales no llegaba cualquiera.

A los dos los empujaba el motor del dólar, más fuerte que nunca en aquellos tiempos —con los que se abrían todas las puertas— y nos dejaban a los lectores de muchos años después maravillosos relatos en que para nada serviría saber —ni importaba— si correspondían a una verdad demasiado estricta. Era la aventura que, de las orillas del Bósforo, llevaba a Hemingway al frente de la Guerra Civil española.

El 11 de abril de 1937, telegrafiaba a la agencia de prensa norteamericana NANA la descripción de un bombardeo sobre Madrid: «… desde la ladera opuesta de la colina llegó el estruendo, cual un pesado y bronco gruñir, de la artillería de las fuerzas nacionales…».

En 1934, Hemingway escribía desde Tanganica una crónica en la que también se hablaba de la muerte: «Hay dos procedimientos para dar muerte a un león: dispararle un tiro desde un camión o desde un tablado, o tollo, deslumbrándolo con una luz de magnesio cuando acude de noche a la carnada puesta por el cazador o su guía». Muerte de nuevo, sin remilgos, y hasta con una cruel frivolidad.

El 22 de diciembre de 1923, desde Alemania, describe lo que titula ‘Un día de Navidad en la cumbre del mundo’: «Aún no habría amanecido, cuando Ida, la sirvienta alemana, se acercó y encendió la voluminosa estufa holandesa…».

Así, entre reportaje y reportaje, el autor de obras como El viejo y el mar y Adiós a las armas recorre el mundo hasta que llega su época de total gloria cuando le entrega al semanario Collier’s (prestigio y buenos dólares) un artículo en el que cuenta a sus compatriotas norteamericanos cómo él, el escritor, el vagabundo gozoso, «liberó París». Es agosto de 1944 y —por fin— las tropas invasoras alemanas han podido ser desalojadas de una capital que ocuparon y gozaron ante el estupor del mundo entero, con un Adolf Hitler paseándose por la Torre Eiffel y ufanándose de su triunfo frente a Francia, el enemigo tradicionalmente odiado de Alemania.

Los aliados se habían detenido a las puertas de París para que un batallón francés, al mando del mariscal Philippe Leclerc de Hautec, pudiese liberar París de la forma más teatralmente posible. Fama de pose tenía el general Leclerc que, para más, llevaba en su división de tanques, (la 2ª Blindada) a una serie de valientes elementos españoles que habían rozado la heroicidad en la lucha contra los alemanes después de haber perdido en España la guerra civil contra Franco.

La crónica de Hemingway sobre su hazaña está fechada el 7 de octubre de 1944 y es una versión más para el semanario Collier’s que tenía fama de muy buen pagador, sobre todo tratándose de un personaje como él.

Otros corresponsales contaron cómo Hemingway y unos cuantos anarquistas a los que llamaban guerrilleros hicieron caso omiso a que el Mariscal Leclerc fuese el primero en poner los pies en París y, sin más, se agenciaron un jeep en el que se plantaron en el Hotel Ritz de la capital, parisiense, donde los alemanes fugitivos habían dejado suficientes botellas de champaña para la tropa hemingwayana. Diferentes fuentes —ninguna de ellas el protagonista— cuentan que fue una borrachera apoteósica y costosa para los dueños del hotel.

Siguen contando que cuando Leclerc se enteró de la «hazaña» montó en una de sus más eximias cóleras y convocó al corresponsal de guerra Ernest Hemingway al frente de sus tropas en la place de l’Etoile, lugar de todas las grandes celebraciones desde Napoleón.

Insisten en que el mariscal olvidó por un rato la exquisita educación que tanto gustaba en los salones de París y puso de vuelta y media al Hemingway que se le había adelantado para «liberar París». Unos dicen que lo hizo en su francés más literario y otros que se limitó a insultarlo en un inglés barriobajero. Naturalmente, a Hemingway no lo fusilaron, pero tampoco lo condecoraron por haber liberado —sobre todo— las bodegas del Ritz.

Para entonces, un callado escritor irlandés llamado James Joyce ya había publicado la que todavía sigue siendo considerada por la mayoría como la gran novela del siglo XX, Ulises, un texto difícil, pero de una riqueza lingüística, y aún hoy, muy discutida. Es también el autor de Dublineses, una colección de espléndidos relatos, y pasó casi toda su vida en Irlanda, donde su gran aspiración, mientras escribía, era conseguir un puesto de profesor.

Joyce fue uno de esos escritores, cientos, miles, que nunca disfrutaron del dólar como Hemingway y Dos Passos y que, por tanto, se tuvieron que limitar a escribir y callar en espera de una oportunidad. Ninguno pisó nunca los verdes y felices valles por los cuales discurrrió la vida de los dos grandes «monstruos» de la literatura norteamericana.

Era el destino. El destino del dólar rey.