Pixies o el fracaso del videoclip

Se desintegraron en 1993, se volvieron a agrupar en 2014 y su productor Gil Norton, para que pudieran entrar en sintonía grupal, grabar sus nuevas canciones y arrancar un segundo capítulo de esa carrera interrumpida, les dijo que hicieran como si todo ese tiempo hubieran estado de gira por el espacio exterior. Mediante esa clave humorística de sci-fi roquera, Norton estaba jugando a cumplir el sueño de todo seguidor de Pixies y a imaginar un universo paralelo en el cual nunca se hubiera dado una separación. ¿Cómo habría sonado en ese imposible escenario esta banda cuyo estilo ha sido copiado una y otra vez, pero que siempre se mantuvo mutando?

Nuevos temas, nuevos discos, nuevos conciertos en lugares donde nunca antes habían tocado… Recrear, años después, lo que nunca tuvo lugar. Esta es la imposibilidad que quizá los propios Pixies han tratado de responder con su retorno en el siglo XXI. A este segundo tiempo de la banda estadounidense, por supuesto, se añaden las condiciones de un presente post-CD y, con él, por supuesto, nuevos videoclips, el formato promocional que quizá resultaba más conflictivo para esta agrupación que se mostraba descreída de la imagen manufacturada convencional de la banda de rock, hecho que igualmente podría entenderse como una manera alternativa de vender la imagen de una banda (alternativa).

Indie Cindy, álbum de 2014, marcó el regreso de Pixies a más de 20 años de haber lanzado su «último» disco (Trompe le Monde, 1991) y de su consiguiente desintegración como banda. Indie Cindy y su más reciente producción, Head Carrier (2016), juegan efectivamente con la idea de recuperar el sonido del grupo que removió el rock alternativo. Más allá de las contenciones que le impone cierta atmósfera nostálgica a Indie Cindy, en Head Carrier, tras la integración definitiva de la bajista argentina Paz Lenchantin en remplazo de Kim Deal, se puede escuchar un trabajo más prometedor respecto a lo que podría venir de una banda cuyo gran legado es, a la vez, un arma muy potente y su mayor obstáculo.

Justamente el sentido de importancia con el que carga una de las bandas que desarmó varias convenciones del rock, la parálisis que podría implicar ser demasiado fieles a su propio mito se nota, más que en su música, en sus nuevos videoclips, por ejemplo, en cómo estos trabajos audiovisuales se alejan, con sus altos valores de producción y su rareza prefabricada, a la sensación de una creatividad amateur y atropellada —pero siempre muy potente y rica— que caracterizan a sus videoclips de los años ochenta y noventa. No solo son estas características, sino además su cantidad (basta digitar «Pixies new» en YouTube para que una hilera de más de 10 videos aparezca), las que hacen que ahora se perciba a Pixies como una banda ansiosa de ser nuevamente importante. De hecho, y sin contar los registros de shows en vivo, son más los videoclips actuales de esta banda que los que produjeron en su época ochentera. Algo que se explica por el moderado éxito comercial (quizá por sus particularidades sonoras, quizá por su extrañeza como banda) que tuvieron en ese entonces. La ironía es que sus nuevos videoclips, exitosos y pulcros, bien producidos, filmados y actuados, son por eso mismo un «fracaso» pues buena parte de lo que hacía tan Pixies a los Pixies era su actitud aparentemente desinteresada, tangencial y, a la vez, muy creativa hacia este tipo de formas de promoción. No, no es cuestión de pensar en que «todo tiempo pasado fue mejor» o de caer en la superstición de la originalidad y de lo fundante como de un incuestionable mayor valor que sus derivaciones. De hecho, los nuevos videos de Pixies son mucho mejores que sus primeros videoclips y, valga la paradoja, eso es lo que hace que no sean tan potentes.

Los «fracasados» videoclips de los inicios

A la hora de traducir a la dimensión audiovisual un trabajo que pertenece originalmente al orden de lo sonoro, el videoclip hace patente su respuesta a un régimen de visualidad centrado en lo espectacular. Frente a la devoción a la imagen que genera la cultura del espectáculo y en el contexto del clima político represivo de los años ochenta en EE.UU., el trabajo de la banda de rock estadounidense Pixies planteó una serie de tensiones en torno a la música, su comercialización y su representación audiovisual. En efecto, algunos de los videoclips de la agrupación son una muestra del «fracaso» —y se trata de un fracaso entrecomillado, pues dispara una recepción y una expresión más creativa— que supone ilustrar como secuencia audiovisual una estética musical desapegada de las contenciones discursivas del rock de la época.

La banda ochentera de Boston se caracteriza por una estrategia sonora que podría llamarse minimalista. Son ruidosos y, a la vez, melódicos, sus canciones alternan los ritmos rápidos con los lentos, sus composiciones son crípticas y humorísticas, sus temáticas abordan lo brutal y lo extraño (sadomasoquismo, fetichismo, ufología, violencia bíblica, el amor metaforizado como cataclismo geológico o abducción alienígena…) pero lo hacen desde una posición caprichosa y absurdista que al no tomar el canon roquero desde una seriedad estéril, les permitió deconstruir el rock, violar sus convenciones. Además, la influencia del conjunto permitió que Nirvana, Smashing Pumpkins y Radiohead —entre otras bandas de los años noventa que alcanzaron mucho más éxito que ellos— adoptaran un sonido que más tarde sería denominado grunge. Este subgénero del rock, sin embargo, en su encarnación previa dentro de los cuatro discos que publicó Pixies en su primera época, aún no contaba con una etiqueta, con una domesticación comercial y audiovisual —en definitiva, con una visibilidad— que la potencie como producto masivo. De hecho, los miembros de la banda se mostraban desaliñados, espontáneos, aparentemente sin ninguna máscara impuesta por la mercadotecnia y sin volcarse a la pretensión de espectacularizar su imagen (basta recordar que una de sus bandas contemporáneas era la sobreproducida, kitsch, maquillada e histriónica Poison).

Si la estética no es solo una apuesta por el lenguaje sino por cierto uso de dicho lenguaje (que incluye, además un uso ético), en Pixies hallamos una articulación musical que sin siquiera considerarse a sí misma como «artística» (pues dentro del rock también existe una discriminación entre lo alto y lo bajo) interpela, desde una voluntad conceptual, las nociones de un arte volcado hacia la complacencia espectacular. En efecto, se trata de una banda alejada del dominio técnico como condición para alcanzar una expresividad artística lograda, otros «valores» entran en juego al apreciar la banda o, más bien, otras características que encuentran una nueva valoración. En las canciones de Pixies, la preponderancia roquera de las guitarras eléctricas no está pensada como un vehículo para el virtuosismo del estereotipado guitar hero sino como posibilidad de trabajar con la textura sonora (a veces sustentadas en una sola nota o acorde).

La voz principal, entre estridente, melódica y hasta susurrante, no canta: explora sus posibilidades de sonar y, en esa búsqueda, a veces, incluso recurre a un atropellado castellano justamente como búsqueda de sonoridades adicionales; es un español que no dice pero que suena (se trataba, además, de una banda del underground estadounidense sin una proyección voluntaria, en un principio, hacia un público hispanohablante). Así, la afectividad no está suscrita al tema lírico de la canción —el tema es un pretexto— para el despliegue sonoro, la voz no es el conducto de la palabra tanto como una sustancia sonora que se articula a la textura completada con batería, bajo y una voz femenina. Lo dice también Thom Yorke (vocalista de Radiohead) en el documental Gouge dedicado a Pixies: «La música resulta más abrumadora que lo que canta».

Esta audacia estilística, este planteamiento conceptual del rock, alabado por David Bowie en el mencionado documental, revela de nuevo la problemática de la representación a la hora de hacer videoclips con las canciones de Pixies. Es secundario que la banda haya contado con un moderado éxito comercial durante su primera temporada de actividad (entre 1986 y 1993) y que haya producido solamente seis videoclips en su carrera, pues la actitud hacia lo que se podría llamar la ilustración audiovisual de su música —el videoclip es una forma promocional estetizada que posiciona a la banda tanto como a la canción— siempre se sirvió de la imposibilidad de narrar o, mejor, de una narratividad dislocada o detenida por sí misma para expresarse, en palabras de Nelly Richard, como «fuerza de desclasificación».

Por ejemplo, en el video de ‘Monkey Gone to Heaven’ (metraje en blanco y negro que proyecta a la banda tocando en reversa y cámara lenta), la imagen expresa la reticencia a plasmar el texto de la letra o a hacer del sonido el fondo de una historia más o menos relacionada con lo que dice la canción: una suerte de Apocalipsis a causa de las altas temperaturas en el planeta, una fatalidad tecnológica. También opera un extrañamiento en el espectador que se acentúa en el clip de ‘Here Comes Your Man’. La banda toca en un escenario con flores regadas por el plató (¿ironía enfocada en lo romántico y/o cursi?), cuando suenan las voces, el vocalista y la corista solo abren la boca, burlándose de la sincronía de labios (lip sync) tan ubicua en la simulación que exige la premura de la canción televisada. La caricaturización se completa con las cabezas de los músicos deformadas, como si se transformaran en cabezas de cono, bajo un efecto óptico.

Sin embargo, es el video de ‘Velouria’ —una canción particularmente ambigua— aquel que, al subrayar el minimalismo del grupo, a la vez muestra la aparente inadecuación de Pixies al espectáculo comercial musical y a su manifestación como videoclip. Se trata de una filmación en extrema cámara lenta, sin movimientos de cámara, del grupo saltando sobre un terreno irregular con piedras. Ya ni siquiera vemos los instrumentos, y los músicos ya no aparecen como músicos. La lentitud resulta hipnótica debido al ritmo de la canción y hacia el final vemos los rostros de uno u otro miembro del conjunto caer frente al primer plano de la cámara a un fuera de campo y, por lo tanto, a lo inaprensible.

Este videoclip puede clasificarse dentro del arte crítico, por su asociación a la estética musical de la banda y debido también al estudio de lo visual que no otorga sentido a la diferencia entre no arte y arte. Siguiendo a Nelly Richard, cuando cita a Carol Armstrong, el trabajo de Pixies (condensado en el videoclip de ‘Velouria’) crea un lugar de resistencia donde la dimensión material del objeto es irreductible, subversivamente extraña y placentera. No se trata, en efecto, de lo que comúnmente se entiende como un arte activista en lo social, pero sí de música que activa una mutación estética y, por lo tanto, otras formas de pensar lo musical y su instalación en lo social mediatizado.