Perfilar el futuro: Arthur C. Clarke

Arthur Charles Clarke, nacido en 1917 en Minehead, Gran Bretaña, fue un prolífico escritor y científico británico. Sus más de cuarenta obras, entre novelas, divulgación y cuentos, a cien años de su nacimiento, en lo que concierne a todos los adelantos que procuró y todos los futuros que imaginó, nos llegan al amparo de su formidable cultura y la solidez de sus conocimientos científicos.

En 1973, Arthur C. Clarke publica Perfiles del futuro (BUC editora, 1977). En las páginas finales encontramos una tabla «del futuro» en la que expone, desde el siglo XIX hasta fines del siglo XXI la trayectoria del transporte, de la comunicación y la informática, de los materiales a usarse y su aplicación, y de los adelantos esperados en biología, química y física.

Según la tabla, para fines de los setenta debieron detectarse las ondas gravitatorias (y nada); en los ochenta debimos aterrizar en los planetas (y nada), debimos conversar con delfines, yubartas y belugas (tal vez en Salango), las baterías eléctricas serían imperecederas; para los noventa previó máquinas traductoras (casi), energía por fusión atómica (solo experimental) y el desarrollo de la exobiología. Para comienzos del siglo XXI estaríamos colonizando los planetas vecinos, lidiando con la inteligencia artificial y habríamos desarrollado mecanismos biológicos. Antes de acabar la primera década del siglo XXI debimos contar con una biblioteca mundial (Internet, ¿no?), se explotarían mineros del mar, debimos contar con percepción sensorial aumentada y toda la estructura subatómica habría sido revelada.

Pero es en el campo literario donde prefiero recordarlo. Mi primer contacto con Arthur C. Clarke fue un cuento que apareció incrustado en el famoso Retorno de los brujos (Pawels y Bergiere, 1971). El relato trata de los «Nueve Mil Millones de Nombres de Dios». Unos lamas tibetanos «con regla de cálculo a la mano y catálogos de computadoras en el bolsillo de sus túnicas color azafrán» han alquilado una supercomputadora para ahorrarse quince mil años de su trabajo: compilar los nueve mil millones de nombres atribuidos a Dios en una combinación de solo nueve caracteres y condicionada a nunca repetir una letra más de tres veces. En cierto modo, este es un cuento de terror —divino—. Terminada la faena de llamar a Dios por su nombre, ya no hay más que hacer en la Tierra. Los técnicos están algo asustados, hasta hablan de sabotear el trabajo de los lamas. Y los abandonan con la supercomputadora, confiando en que es preferible estar en cualquier otra parte, antes que con ellos.

Los finales clarkeanos son de antología:

¿Crees que habrán terminado el cálculo?

Chuck no respondió y Georges levantó la cabeza. Vio que el rostro de Chuck estaba muy pálido, vuelto hacia el cielo…

Por última vez, encima de ellos, en la paz de las alturas, las estrellas se apagaban una a una…

¡Qué alivio!, ¿no? Un fin del mundo en regla y sin los efectos especiales propios de la ira de Jehová según Hollywood.

Ese tipo de relato impregnado de escepticismo en contrapunto con la modestia de la fe, se repite en ‘La Estrella’. Aquí, Clarke plantea una serie de consideraciones teológicas y de relevancia religiosa para creyentes o no. De existir Dios, por ejemplo, qué designios tan extraños son los suyos y cómo se sostiene la idea generalizada de su benevolencia y misericordia, en circunstancias extremas para una civilización.

El protagonista, un sacerdote jesuita y primer astrofísico de la nave terrestre en tarea de exploración entre los restos de una supernova, se enfrenta con el rescoldo de su fe en retirada. Vanamente invoca al fundador de su orden, busca sus reglas y recomendaciones, pero nada hay que le pueda decir San Ignacio sobre qué hacer si en el mundo exterior de la estrella hay indicios de que hubo una civilización sofisticada y audaz, que visitaba y colonizaba sus mundos cercanos, pero que al no desarrollar el viaje interestelar, no pudo salvarse.

Conscientes de lo que iba a sucederles cuando su estrella se volviera supernova, aquellas criaturas almacenaron en ese mundo las pruebas de sus destrezas, colocaron un radio faro… ¡y perecieron! El jesuita, atormentado por esa prueba de indiferencia tan divina, hasta pudo precisar con exactitud cuándo llegó a la Tierra la luz de la estrella, y se lo planteó así a su Dios-creador:

Señor, había tantas estrellas que pudiste haber usado… ¿Qué necesidad había de llevar a aquellas gentes a la destrucción y que el signo de su aniquilación brillara sobre Belén?

Clarke ganó más fama gracias al filme de Stanley Kubrick 2001: Una odisea del espacio, en el que aportó argumentos y asesoría científica. Luego escribiría 2010, 2061 y, para finalizar, 3001. En toda la saga aparecen, como protagonistas destacados, el Monolito extraterrestre (con su famosa proporción 1—4—9), monitor de la inteligencia por tres millones de años; el supercomputador HAL (acrónimo de Heuristically programmed Algorithmic computer); más los astronautas David Bowman, Frank Poole, y el doctor Heywood Floyd. De los filmes, he visto 2001 tantas veces como a El Padrino o Tres Patines. La espectacular versión de 2010 de Peter Hyams ofrece imágenes de los mundos jovianos, (gracias al Voyager que fotografió volcanes en Io y ‘autopistas’ en Europa), y constituyó un alegato pacifista en toda regla en plena guerra fría. En 2061 hay una fascinante visita al cometa Halley, y en 3001 asistimos a la resurrección de Frank Poole, tras permanecer a la deriva en el espacio joviano… ¡por mil años!

Pero hay dos novelas que debo mencionar y que releo periódicamente: Cita con Rama (Emecé, 1974), e Imperial Earth (Regreso a Titán, Emecé, 1977). Gracias a ellas he logrado autonomía astronáutica y me desenvuelvo con soltura por las lunas jovianas, por las de Saturno, y hasta me he atrevido a circular (y a contrabandear) entre Titán y los asteroides Troyanos.

Es en este par de novelas en las que mejor se expresa el estilo de Clarke: sobrio, pausado, con incrustaciones de humor y sarcasmo a discreción, de rigurosas descripciones, poco dado a encandilar, con porciones dosificadas de inquietudes que nos inducen a plantar la pregunta exacta que va a ser respondida por Clarke en la siguiente frase. En Cita con Rama, todo comienza con dos episodios históricos: el caso de Tungusca (1908) y el caso Vladivostok (1947); e incorpora luego un hecho verosímil ‘acaecido’ en 2077, cuando «desplazándose a 50 km/seg, un millón de toneladas de roca y metal cayó sobre las llanuras del norte de Italia y destruyó con una llamarada de segundos la labor de siglos». De semejante episodio nace el «Proyecto de Vigilancia Espacial» que, 53 años después, localiza un intruso dentro del Sistema Solar, catalogado como 31/439.

31/439 mide 40 km de diámetro, carece de curva de luz, y se dirige al Sol y sus predios cercanos. Una vez observado se planteó la posibilidad de su órbita, realmente excéntrica. Mas, despejado el misterio, la respuesta fue remplazada por un misterio mayor. Clarke, nos damos cuenta, utiliza los mismos principios del método científico para trasladar al lector la emoción de conjeturar sobre lo observado. El lector puede suspender unos minutos la lectura y plantear su hipótesis, y luego sucumbir a la fascinación de teorizar sobre ellas. Pero Clarke siempre se reserva un microclímax que echa a perder toda nuestra ilusión de astrofísicos de biblioteca. Primero, nos recuerda que estamos en el siglo XXII y que, para entonces, la nomenclatura basada en los panteones occidentales está agotada, y que tendremos que echar mano de otras mitologías que permitan que 31/439 pase a llamarse Rama; nos recuerda que el carecer de curva de luz tal vez tenga que ver con «el día» de Rama, que no dura varias horas, como cualquier asteroide, ¡sino cuatro minutos! ¡Rama rota a más de mil kilómetros por hora! Meses después, las fotos de una sonda lanzada desde Fobos mostraron que Rama no era un objeto natural, y por los datos de su masa se deduce que es hueco.

Aparece ahora Clarke en todo su oficio literario: se apoya en cuanto recurso didáctico encuentra para explicar una teoría abstrusa o para retratar personajes (un coloquialismo científico); inventa una toponimia ingeniosa y, sobre todo, visible para nombrar lo desconocido; dicta sentencias fatales e irreversibles que crean, además, un suspense total: «Las leyes inexorables de la mecánica celeste habían decretado que el Endeavour sería el primero y el último de los vehículos del hombre que tomara contacto con Rama».

Con todos estos ingredientes, se lanza a la construcción de un artefacto hecho por una civilización con un pasado biológico no solo distinto al nuestro, sino completamente exótico. Ahora bien, ¿cómo se construyen lugares comunes plausibles y verosímiles? ¿Cómo pudo alguien poner en el espacio un artefacto millones de veces más pesado que cualquier objeto que el hombre haya fabricado para fines análogos? Y ¿por cuánto tiempo ha estado viajando Rama por el espacio? Unos hablan de por lo menos doscientos mil años. Esto quiere decir que cuando los primeros Sapiens se aventuraron a corretear por la sabana africana, Rama comenzaba su viaje. Lo que llamamos vejez, los años que nos divierten o nos agotan y que gobiernan los antojos humanos, se estrellan contra las imperturbables eras estelares medidas en millones de millones de años. ¿Qué puede haber dentro de Rama? ¡Me sorprendió que encontraran escaleras y pasamanos! Pero el grueso de los hallazgos espera prudentemente y lleno de sorpresas por su lectura.

La otra novela

Ignoro por qué los editores escogieron Regreso a Titán como título en español para Imperial Earth. Tierra Imperial habría sonado solemne; además de que me habría hecho recordar a Kalpa Imperial, la novela de Angélica Gorodischer. Este imperio solar se asemeja a la realidad colonialista de la Tierra del siglo XVII, cuando ciertas naciones conquistaban continentes enteros, sustentadas en la temeridad de navíos cuyas tripulaciones tal vez nunca volverían.

Estamos en el Sistema Solar Exterior, en Titán, la luna roja de Saturno, de atmósfera de metano y lagos de amoníaco, donde gobiernan los Mackenzie, comerciantes de hidrógeno, el combustible de las naves que surcan el espacio donde brilla el sol, donde la unidad monetaria, el solar, no tiene su respaldo en el oro, sino en el kilovatio/hora. El primer Mackenzie (Malcolm), quedó estéril por accidente, así que ordenó en la Tierra un clon (Colin) que pasaba por hijo suyo. Este, a la misma edad de su «padre», ordenó otro clon que terminó pasando por nieto del primer Mackenzie. El nieto protagonista, Duncan, muy apegado a Ellen, esposa del primer Mackenzie, es iniciado por ella en el campo de la exploración matemática mediante el juego de pentóminos, cuenta con un amigo genio y presumido (Karl, de la familia Helmer), y ambos están enamorados de Calindy.

Regreso a Titán está resuelto en cuatro secciones y en un total de 38 capítulos más bien cortos. Duncan dejó atrás la adolescencia y, ya maduro, es enviado a la Tierra —a la ciudad de Washington DC, para ser precisos— como embajador plenipotenciario de Titán, a propósito de la celebración del V centenario de la Declaración de Independencia de una antigua nación terrestre. Además de buscar un nuevo tratado de comercio para su hidrógeno, ahora que la navegación espacial se ha abreviado por el llamado Impulso Asintótico, debe buscar a qué se podría dedicar la economía de Titán. Por lo demás, es hora de que Duncan deba procurar su propio clon…

De manera imprevisible, Duncan se involucra en un thriller policíaco-político (a la vera de un contrabando de titanita, la piedra preciosa más cara y exótica del sistema solar) donde está en juego la lucha por el poder de las demás familias de Titán contra el clan Makenzie. Pero Karl es asesinado en el complejo de radiotelescopios del antiguo desierto de Arabia, recuperado para la agricultura y la humedad, dejando en sus apuntes el germen de la nueva matriz productiva de Titán para los siglos venideros. Por cierto, el clon que Duncan se procura, proviene de las células de su amigo Karl Helmer.

Clarke tiene la envidiable habilidad de volvernos amigos de sus personajes.