El actor y maestro de teatro Pedro Saad Vargas recuerda que en décadas pasadas Quito era una ciudad en que el público para el teatro y cine nacionales se movilizaba de forma impetuosa. Las primeras producciones no sufrían de ausencias, dice en una de las partes más pacíficas del barrio La Mariscal, donde imparte el taller Dramatis Persona. “En la actualidad son menos las personas que van a los escenarios nacionales, con excepción de Guayaquil, adonde se trasladó el epicentro del teatro ecuatoriano. Es la plaza más interesante para actuar”.
El artista quiteño acaba de dirigir Ají de Labios, la cuarta temporada El Instante, tres textos de Fabián Patinho, que son historias breves que unió en un montaje. Esta conversación inicia sobre este género breve.
En Guayaquil se ve mucho microteatro, ¿fue determinante este formato para que suba la demanda de estas obras?
El microteatro resurge al no haber una dramaturgia nacional sólida, que pueda narrar una historia larga. El género es muy bueno y ojalá nos ayude a generar público para otro tipo de escenarios. Es mi esperanza que el microteatro, que es muy antiguo, vuelva a generar un interés masivo del público en el fenómeno escénico, aunque no he podido montar una obra de quince munitos. Tengo tres y las uno (ríe). Pero es una experiencia válida, y hay que recordar que quienes realizan estas obras tampoco tienen los réditos que merecen. El esfuerzo, el riempo de ensayo y desgaste es el mismo que el que se requiere para montar obras grandes, toma su tiempo y el público paga más por menos tiempo, y se divierte. En Guayaquil pagan más que en Quito y quizá el género solo sea un factor para que vayan a verlo; debe haber otras razones, quizá demográficas.
¿Por qué la gente ha dejado de ir al teatro en la capital?
El público necesita identificarse emocionalmente con algo, tener una buena experiencia para regresar a tratar de revivirla. Si no tengo ese reflejo emocional interno, puedo ir una segunda vez, pero tampoco lo vuelvo a tener durante dos o tres veces; es muy difícil que insista. No quiero decir que las producciones sean malas; al contrario, hay buenos textos, técnicamente la escena ecuatoriana está cada vez mejor, hay más talento, pero otro factor en contra es el de la temática. No estamos llegando a la gente.
Hay autores que se conforman con un nicho de espectadores…
No es cierto aquello de que si hay una persona a la que conmueves ya está justificada la obra. Tienes que generar una sensación colectiva, nuestro arte es colectivo y el público también lo es.
¿Hay un factor en las obras, en los dramaturgos en sí para que haya ausencias en las salas?
Muchas veces hacemos cosas que son más para nosotros, para la escena, que para el público común y corriente. Estamos tan entregados a nuestra investigación escénica, tan agradados y felices de lo que estamos experimentando que nuestros montajes llegan a ser tan abstractos y surrealistas que hacen sentir poco inteligente al espectador. Este siente que no entiende esos espectáculos complejos, que deben existir, claro, pero junto con otros que sí le hablen a las mayorías, a la gente.
En el teatro ecuatoriano también hubo un desarrollo acelerado a inicios del siglo XX…
Pero muchos grupos que han generado dramaturgia propia no han sido generosos con la historia del teatro nacional y tienden a pensar que el inicio está en ellos. Pero en la tradición se puede nombrar en las obras que escribió Jorge Icaza (1906-1978), las estampas quiteñas y los aportes de Evaristo (Ernesto Albán, 1912-1984) que han sido poco estudiados e incorporados. Hay obras históricas que se desconocen pese a ser invaluables. Obras como una en cinco actos sobre el Diez de Agosto, escrita en 1897. Por alguna razón, el desarrollo de este teatro se vio frenado, truncado por la generación de los sesenta, que trajo a la palestra escénica local al teatro político.
Esa fue una ruptura deliberada…
Una ruptura con lo anterior que era un teatro más costumbrista, de corte picaresco, aunque las estampas siempre tuvieron esa vinculación política. Se ha mantenido esa tradición de alguna manera, con grandes exponentes como Carlos Michelena, que sigue haciendo teatro en la calle.
La nueva etapa, muy interesante, duró entre quince o veinte años, y no solo hablo de lo que ocurrió con la llegada de Fabio Pacchioni (1927-2005) al país, sino todo el desarrollo de Teatro Ensayo, el regreso de Ilonka Vargas luego de estudiar fuera y quien trajo la influencia del teatro ruso. Tengo que mencionar a mi padre (Pedro Saad Herrería, 1940-1914) que escribió obras que tuvieron un impacto social muy concreto, coyuntural. Pero, por alguna razón, ese nuevo movimiento se detuvo a mediados de los años ochenta y empiezan a surgir otras corrientes, nacionales o extranjeras, incluso importadas, diversas.
¿Se ampliaron los géneros pero la escena nacional se fragmentó?
De pronto empezó a haber teatro realista, psicológico, el clown… se abrió un abanico, el espectro de la oferta actoral y teatral pero también la de formación. Se hizo partiendo de uno mismo y creo que mi comunidad, la escénica, no ha hecho el esfuerzo necesario de recuperar la historia y encontrar un teatro nacional, por llamarlo de alguna manera.
¿Hay una expresión local que te haya influido, en las tablas y talleres?
La hay de distintas escuelas, no nacional. El refugiarse en el teatro más antropológico podría ser una solución, en las festividades populares, en los personajes y sus máscaras nacionales. También en las estampas quiteñas, el teatro callejero, ahí hay una veta que explorar que no ha sido indagada de forma suficiente por quienes hacemos un teatro más experimental.
¿La puesta en escena en el exterior debe ser representativa del país?
Los dramaturgos ecuatorianos están muy alejados de la práctica escénica, están muy vinculados a la literatura, solamente. Hace falta una mayor vivencia en ese sentido para que las palabras del autor se engarcen verdaderamente en un actor contemporáneo, orgánico.
Hay grupos que han optado por investigar una dramaturgia propia, pero eso pasa muchas veces por lo que en América Latina se llama Creación Colectiva. Esta surgió como un grito del alma en la escena calombiana porque allá no había una dramaturgia nacional. Ellos crearon su teatro nacional de esa manera, que siempre termina en que alguien le da una forma escénica. La ventaja es la de semillero, su incentivo; la desventaja es que no hay una visión de autor, que puede basarse en el talento de los jóvenes ecuatorianos, que es mucho y está latente.