Pablo Palacio o la obra maestra de la lírica joven

I

Sólo los locos experimentan hasta las glándulas de lo absurdo y están en el plano más alto de las categorías intelectuales.

Pablo Palacio, ‘Luz Lateral’

Una noche cualquiera en uno de los pocos bares de rock extremo en Guayaquil, un vocalista punk presenta una de sus canciones como «un poema de Pablo Palacio, escritor decadente de los años cuarenta». Aunque lo ha confundido todo, sabe que Palacio existió, y eso lo mueve. De alguna manera lo ha leído, pues lo poco que se puede oír de la letra, detrás de unas guitarras saturadas y una batería estridente, resulta ser un fragmento de ‘As de corazones yo y mis recuerdos’, uno de los pocos poemas escritos por Palacio.

La primera vez que leí a Palacio fue obligado en el colegio, primero el cuento Un hombre muerto a puntapiés y después no hubo marcha atrás; leí toda o casi toda su obra1. Así pasa con ciertos escritores. Con los años su nombre se repetía en clases, en conversaciones y en lecturas, su voz se deslizaba también en canciones como ‘Oración matinal’, de la banda Mama Vudú, o en algunas de las letras que escribía Peky Andino para Sal y Mileto.

Un día en YouTube, encontré un corto titulado Vida del ahorcado, dirigido por Iván Mora Manzano; otro día me enteré de que el grupo Malayerba lanzaba una obra titulada De un suave color blanco, dirigida por Arístides Vargas; después, en algún blog leí que un día hubo una adaptación de Vida del ahorcado y de Luz lateral, a cargo del Frente de Danza Independiente. Un día vi un cómic de Un hombre muerto a puntapiés. He escuchado que hay editoriales a las que les gustaría hacer otros trabajos en esa línea, también ha continuado apareciendo un enjambre de cortos, la mayoría de muy mala calidad. En todo caso hay un hecho indiscutible: Pablo Palacio es la figura más notable de la literatura ecuatoriana, y a diferencia de otros autores reconocidos —me parece que ahí también está parte de su potencialidad—, su influencia trasciende brechas generacionales, preferencias estéticas e incluso va más allá de los círculos literarios o artísticos y se adentra, como he ido señalando, también en la cultura popular. Ahora bien, el hecho de que Palacio sea un escritor reconocido, no significa nada per se, pero dice algo.

II

Los historiadores, los literatos, los futbolistas, ¡psh!, todos son maniáticos y el maniático es hombre muerto. Van por una línea, haciendo equilibrios como el que va sobre la cuerda, y se aprisionan al aire con el quitasol de la razón.

Las mujeres miran a las estrellas

Como bien señaló el recientemente fallecido Ricardo Piglia en una de sus conferencias sobre Borges, no todos los escritores que son notables son necesariamente buenos escritores. Aunque esta cuestión ha sido ampliamente discutida, Piglia resalta que muchas veces se pierde de vista una pregunta fundamental: ¿Qué hace a un escritor un buen escritor? Esta pregunta puede aplicarse al caso de Palacio.

Hay varias maneras de responder a la cuestión; para Piglia, por ejemplo, el modelo de un buen escritor está en la originalidad o novedad de la obra creada. Él pone el ejemplo de Borges y la literatura fantástica. Por otro lado, un buen escritor sería, también, aquel capaz de crear un mecanismo o artificio con el que se pueden componer otras obras. En esta concepción se puede leer la influencia de Kant y su concepto del genio, pues dos de las características señaladas por Kant son la originalidad y su valor como modelo. Uno de los clichés más difundidos sobre Palacio es su genialidad.

Todos los críticos de Palacio, Benjamín y Alejandro Carrión, Gonzalo Zaldumbide, Gonzalo Escudero, Abdón Ubidia, Raúl Pérez Torres, Jorge Enrique Adoum, María del Carmen Fernández, Wilfrido H. Corral, Agustín Cueva, Humberto Robles, Vladimir Rivas Iturralde y muchos otros, coinciden en el carácter novedoso de Palacio. Algunos incluso lo sitúan como precursor, junto con figuras como Macedonio Fernández.

Por otro lado, su influencia en los escritores ecuatorianos, desde el momento de su publicación es evidente. Si bien por la primacía del denominado realismo social, eran expresiones más bien restringidas, las manifestaciones vanguardistas en Ecuador no se dejaron de hacer. En este sentido, la influencia de Palacio, en los escritores inmediatamente posteriores a la denominada generación del treinta, no ha sido lo suficientemente investigada, pues suele repetirse que fue un autor desconocido hasta que en los años sesenta, un grupo de escritores y críticos lo reivindicaron y lo sacaron a la luz.

En realidad, como subraya María del Carmen Fernández2, en su libro El realismo abierto de Pablo Palacio en la encrucijada de los 30 (1991), desde el momento mismo de su publicación las obras de Palacio fueron recibidas en buenos y en no tan buenos términos. En todo caso, se lo leía y es indudable que después de su muerte se lo siguió leyendo hasta nuestros días. Las múltiples producciones culturales producidas en torno a su figura lo demuestran.

Hasta aquí parecería que Palacio cumple con el perfil de un buen escritor, pero las cosas se pueden forzar aún más. Como es sabido, después de publicar Vida del ahorcado, Pablo Palacio dejó la literatura. Max Lux en Perfil de Palacio3 cuenta cómo el autor de Débora pasaba varias horas en la biblioteca, consultando obras de autores presocráticos. Fue en una de esas visitas —cuenta Max Lux— que Palacio le confesó que no volvería a escribir novelas, mientras acariciaba un libro de Plotino. Es justamente en esa otra pasión de Palacio, la filosofía, que hay otra respuesta posible en torno a la pregunta planteada, pues la otra característica del genio, para Kant, era su incomunicabilidad. El genio, como cualidad innata, no se podría aprender o enseñar. En este punto, la noción es esclarecedora, pues si bien Palacio ha influenciado, quizá más que cualquier otro escritor, en la literatura nacional, es un autor sin escuela, es un autor imposible de imitar sin que el resultado implique un plagio descarado. Retengamos también la noción de incomunicabilidad.

Para ubicarnos en un punto medio, podríamos aventurar que un buen escritor es aquel que ha logrado una poética particular, sea cual fuese, y sea capaz de llevarla hasta las últimas consecuencias. Listo. ¡Palacio lo hizo! Son varios los críticos que se han referido a una estética o poética palaciana, empero, aunque muchos de ellos mencionan características de dicha poética, —el humor, el descrédito de la realidad, la angustia—. Casi siempre esa poética es brumosa, inaprensible, pero está ahí en los textos, se escurre a sus producciones no ficcionales, sus dos ensayos filosóficos, sus entrevistas y cartas.

 

La poética en cuestión no es una poética cualquiera. Lo poético en Palacio no son aquellos vuelos líricos de La ciudad ha perdido una novela, de Humberto Salvador, vuelos con un tufo modernista, casi romántico. En Palacio de lo que se trata es de una poética extrema, una poética de la locura.

 

La poética como tal trasciende el concepto de poema, incluso de literatura y abarca eso incomunicable, aquello sublime que atraviesa toda existencia. Es indudable que Palacio encontró una poética y esta marcó toda su obra e incluso su destino. A veces, aunque la crítica se empeñe en mantener las distancias, es imposible salvar esa frontera inexistente entre el autor y la obra, entre el poeta y el poema. Aunque resulte una perogrullada, hay que insistir en que lo poético no se ciñe a la lírica y más bien es el centro mismo de toda forma literaria, incluso de toda forma de creación. Esto nos aclara cómo en el centro de la estética de ciertos autores de narrativa, hay una preocupación especial por la poesía, a veces pasa de ser un mero interés a ser un aspecto estructural de la obra, a veces va más allá. Roberto Bolaño, hoy ampliamente reconocido como narrador, siempre se refería a sí mismo como poeta y declaraba continuamente su admiración por «las vidas desmesuradas de los poetas». Sospecho que en Palacio había algo de esto. No se sabe con exactitud cuáles fueron las lecturas de Palacio, pero es indudable que estuvo al tanto de todos los ismos europeos, así como de la poesía simbolista francesa. La crítica Adriana Castillo, en Pablo Palacio y las formas breves: poemas y cuentos, postula que en los pocos poemas que Pablo Palacio escribió están ya, en «estado embrionario», las directrices de toda su obra literaria. Esto en apariencia es borroso, pues en el contenido de los textos, aunque a veces francamente aparecen poemas y pictogramas, en general no tratan de manera explícita sobre poesía o sobre poetas.

La misma María del Carmen Fernández, en una entrevista4 llega a afirmar que los poemas de Palacio no tienen mayor valor poético. Esta declaración me resulta aventurada, pues me parece que en la obra de Palacio hay poesía, vigorosa y auténtica. Fernández descuida que la mejor poesía de Palacio está escondida en sus cuentos, y que quizá esa novela subjetiva Vida del ahorcado, por su disposición espacial, por su ritmo, por sus profundos monólogos, podría ser leído como uno de los mejores, y el más experimental, de los poemas de largo aliento. Ahora veo cada vez de manera más clara que la poesía —como estética narrativa— en Palacio está entre líneas, hay que saborearla lentamente, como el antropófago, la carne y la sangre; el acto de leer-masticar debe ser un acto sonoro, como toda lectura de poesía. Ahora bien, la poética en cuestión no es una poética cualquiera. Lo poético en Palacio no son, por ejemplo, aquellos vuelos líricos que aparecen En la ciudad he perdido una novela, de Humberto Salvador, vuelos que destilan un tufo modernista, casi romántico. En Palacio yo presumo que de lo que se trata es de una poética extrema, una poética de la locura.

III

Yo tuve una vez un perro de aguas… En esta oscuridad no se puede ver la hora que es… Ayer de mañana un hombre se ha hecho loco… ¡Si yo me hiciera loco!

Débora

La locura es otro lugar común en torno a la obra de Palacio. Sus últimos días, según varios testigos cercanos, pasó sumido en una locura siniestra. Este dato contribuyó en gran medida a esa noción de escritor loco. Sin embargo, como bien señalan Benjamín Carrión o Abdón Ubidia, ya en sus textos hay pequeños destellos que muestran el acecho de ese demonio. Los críticos han abordado esta relación con la locura en dos direcciones: la vía interpretativa, casi psicoanalítica, y el camino de la crítica textual, que intenta desvincular la obra de las peripecias particulares del autor. En la primera vía se ubican algunos críticos que han leído en ciertos fragmentos pequeños indicios de la presencia del treponema pálido5, empero, como es sabido, los signos neurológicos de la sífilis se presentan en la etapa terminal de la enfermedad, y por otro lado, en un documento valiosísimo escrito por Pablo Palacio Palacios, hijo del escritor, se detalla que nunca se comprobó tal enfermedad, a pesar de todas las pruebas realizadas.

Pese a todo, me parece que en las dos posiciones se encuentra oculto un prejuicio fundamental: la locura es vista como un signo negativo. Así leídas, las obras, producto de una mente enferma, serían solo eso: desechos patológicos de un mal funcionamiento cerebral. Pero la locura no es eso. La locura, como se ha visto a lo largo de la historia, ocupa un lugar importante en todas las culturas. La locura puede ser leída como una potencialidad, o como otra forma de ser humano. Así, discursos como el psicoanálisis o la misma literatura, desde mucho antes, han destacado el papel del loco como aquel que desde una posición externa y particular puede acceder a otro tipo de conocimiento. El loco de alguna manera siempre será el vidente, el que puede ver aquello que está oculto a los demás. Algo de eso hay en Palacio, una suerte de exterioridad del narrador, como si todo se contara desde afuera, desde la particularidad. Resulta interesante revisar una a una las características de la estética atribuida a Palacio: el humor, el descrédito de la realidad, la fragmentación del discurso, los monólogos, la presencia de la angustia, etc. Estos signos pueden ser releídos casi como una descripción de algunos de los síntomas clásicos de la locura: la risa inmotivada, el poco apego por el mundo real, los trastornos del lenguaje, el soliloquio, la angustia psicótica, etc. Todo esto es, por lo menos, pintoresco, y la biografía de Palacio resulta un verdadero deleite para posibles psicoanalistas, quienes fácilmente encontrarían o harían calzar sus conceptos con datos de su vida: la ausencia de la madre, el rechazo del padre, la cuestión de hacerse un nombre. Hay que protegerse con el Quitasol6 de la razón. Estas lecturas, además de forzadas, resultan un tanto estériles, pues poco aclaran sobre la obra palaciana. Todos los que emprenden la vía de la razón, siguiendo a Palacio, son «maniáticos» y «el maniático es hombre muerto». Quizá una vida tan literaria merezca ser tratada de una manera literaria. Pensar en una novela sobre Palacio, aunque arriesgado, resulta más atractivo que cualquier intento por psicoanalizar su biografía.

De todos modos, la locura parece estar ahí omnipresente en toda su obra, «llenándolo todo, como aquel parásito», pues, aunque aceptemos la hipótesis de la sífilis, podemos asegurar que no todos los sifilíticos terminan locos, y peor aún no todos los sifilíticos producen obras artísticas. Así también, desde otros discursos como la filosofía, la literatura, la historia, la antropología, entre otras ramas, sabemos que la locura va más allá de lo puramente patológico y da cuenta de una cuestión universal, inherente a lo humano, es decir que hay algo de locura en cada hombre. Sin embargo, no hay que perder de vista una frase que adornaba la sala del hospital psiquiátrico —la había escrito él mismo— en la que trabajaba el psicoanalista francés Jaques Lacan: «No se vuelve loco el que quiere».

 

IV

… y voy a estar por toda una eternidad tendido
/En el andamiaje de mi esperanza, tendido como un muerto
‘As de corazones yo y mis recuerdos’

Hay una anécdota, narrada por Alejandro Carrión7, que, por trivial, nos ofrece una clave, pues como nos recuerda Palacio en Débora, son las realidades pequeñas, por intrascendentes, las que en conjunto configuran una realidad. Carrión cuenta que un día, cuando ya mostraba los primeros signos de enfermedad, Palacio apareció por su casa, —que rentaba con Alfonso Cuesta y Cuesta y Jorge Mora, y en la que deambulaban varios personajes del ambiente cultural de la época—, y anunció que había compuesto la obra maestra de la lírica joven y recitaba:

Con una cara y una col
Se puede hacer un caracol

¿Qué se desprende de esta anécdota? Podríamos entenderla como una ironía más de Palacio. Ese día en esa casa había figuras representativas de esa joven lírica, ¿era una afrenta, una provocación? Quizá todo eso, y quizá más. Tal vez Palacio hablaba en serio, solo que no le entendieron el chiste. Tampoco es necesario entenderlo y ahí está una de las claves para leer a Palacio: sus lugares oscuros, sus espacios incomprensibles y sus tinieblas. Tal vez es el momento de renunciar a ese quitasol del entendimiento, pues como bien señala uno de los personajes de la novela Edén y Eva de Huilo Ruales: «Tanto elogio al PPP (Papá Pablito Palacio) ya se vuelve sospechoso, algo me dice que no lo entienden».

Para algunos críticos, la vida de Palacio es la historia de una búsqueda existencial que pasó por la literatura, la militancia política, el estudio filosófico8, y desembocó en la amargura existencial, cuyo punto más alto es Vida del ahorcado. En todo caso, la mayoría de autores subraya el fracaso de esa búsqueda y hay otros que llegan más lejos y ven en el destino de Palacio una suerte de condena, o marca de malditismo.

Estoy convencido de que su búsqueda no fue un fracaso. Al contrario, la locura, la demencia y la muerte fueron solo pasos más en ese camino; eran pasos definitivos, y constituían la cumbre de su poética. Bien sabido es que no todos los poetas escriben poemas, a veces la poesía toma cuerpo en la carne de los poetas y los trasforma en poesía; en belleza, en terror y, sobre todo, en silencio. Palacio, en ese último acto literario, que escapó a su voluntad, pero no por ello a su poética, entregó al hombre en sacrificio para que de las tinieblas surja transmutado el otro Pablo Palacio, ese Palacio mítico que es a la vez poema.

 

Notas

1. Conocido es que hay una novela perdida: Ojeras de Virgen. Por otro lado, Wilfrido H. Corral, destaca que no se ha podido trabajar con la totalidad de los textos de Palacio, por varios motivos, sobre todo la imposibilidad de acceder a un archivo. Por ejemplo, resalta Corral, sería interesantísimo acceder a los posibles manuscritos de Palacio.

2. María del Carmen Fernández, crítica española, escribió uno de los trabajos críticos más exhaustivos sobre Palacio: El realismo abierto de Pablo palacio en la encrucijada de los 30. (1991)

3. Max lux. (1947). Perfil de Pablo Palacio. El Comercio.

4. Entrevista publicada en el Dossier de recepción, en Obras Completas de Pablo Palacio. Fondo de Cultura económica. (2000)

5. Aparentemente hay un consenso entre los críticos en señalar que Palacio sufrió de sífilis, testimonios como los de Max Lux, de nuevo son valiosos, pues cuenta que Palacio ingería «enromes cantidades de venenos», en su afán de destruir los parásitos.

6. Tanto en Las mujeres miran a las estrellas como en Débora, hay esta noción de quitasol de la razón, al cual hace referencia a toda la maquina conceptual o lógica que el hombre echa a andar para protegerse de lo que le sobre pasa, de lo inesperado e ilógico.

7. Carrión, Alejandro. (1963). Pablo Palacio, en Obras Completas. Casa de la Cultura Ecuatoriana

8. A esta serie yo incluiría el paso exitoso de Palacio, por la vida pública: su carrera de abogado, docente, político, y hombre familia.