Antes de referirme a la novela de Luis Alberto Bravo, El jardinero de los Rolling Stones, quiero puntualizar que cuando mencioné en esta columna, hace algunas semanas, que hay novelas que pretenden justificarse bajo «su argumento estético», aquello no significa que una novela deba descuidar su forma. No estoy liberando a la forma (entiéndase aquí la estructura como acto creativo) por el fondo. Aunque si debo elegir: sí, prefiero las novelas mal escritas de historia trepidante, que modifiquen algo dentro de mí, a esas maquetas literarias —el término se lo tomo prestado a un colega— que como cualquier maqueta sirve solo para asomarse a mirar, pero no para habitar.
Por eso, recomiendo al lector tomar esa maqueta literaria y tirarla al tacho de basura, porque un buen libro debe habitarse, o al menos generar una tensión interna en el lector, devolverlo al mundo con dudas. Cuando un escritor menciona que la trama no importa, uno sospecha que algo anda mal. O que este escritor nunca ha elaborado una novela por necesidad sino por el deseo de ser escritor (y sobre esto —sobre las dos clases de escritores que existen en el mundo: los que pretenden una carrera y los que conviven con una adicción— ya nos dejó un hermoso pensamiento Juan Goytisolo en su discurso de aceptación del Premio Cervantes).
Muchas formas actuales de narrar se alejan de una trama tradicional, ofreciendo en su proceso de lectura su sentido —pensemos, por ejemplo, en Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño; en Mantra, de Rodrigo Fresán, y en El vano ayer, de Isaac Rosa—, lo que tampoco significa que no haya una trama, o que la trama ceda su espacio por algún «Libro de Artista». Porque la trama bien puede estar organizada por las interrogantes para construir dicha trama (Museo de la Novela de la Eterna, de Macedonio Fernández); o ser un cúmulo de tramas que se enredan como pequeñas fábulas incompletas (Fantasmas, de Chuck Palahniuk); o articularse como la imposibilidad de escribir, de avanzar en una novela (La novela luminosa, de Mario Levrero). La trama puede ser una tomadura de pelo y una total mentira, lo que nada tiene que ver con su inexistencia ni con el silencio.
Un ejemplo de lo que digo es precisamente el libro de Luis Alberto Bravo, El jardinero de los Rolling Stones, una novela que está narrada desde una perspectiva —o varias perspectivas— que incorpora fragmentos, ideas, listas o diálogos inconclusos pero que aquello no significa que carezca de trama o que se trate de un libro sobre nada. Incluso Seinfeld, la más célebre serie de televisión de la década de los noventa, que en apariencia era un show sobre nada —a show about nothing— no era realmente sobre nada. Era sobre el día a día de cuatro amigos que tenían vivencias peculiares que terminaban enlazándose o que compartían en conversaciones banales.
En 1979, Scott Cantrell, un chico de 17 años que era el jardinero de Frog Hollow, la casa del mitológico guitarrista de Los Rolling Stones, Keith Richards, se pegó un tiro en la cabeza en su propia cama. Lo hizo con la pistola del rockero y frente a quien era entonces su esposa, Anita Pallenberg. Richards no estaba en casa cuando esto ocurrió. Pero sí su pequeño hijo, Marlon, quien será y no será un testigo visible de aquel evento. Es así como arranca la estupenda novela de Luis Alberto Bravo, titulada —precisamente— El jardinero de los Rolling Stones.
Rápidamente alrededor de este cruento suceso se establece un círculo de fans autodenominado Los Keith Boys, formado por tres chicos y una chica (los hermanos Ferraro, Steve Cushing y Doris LaMatta), quienes quieren dar con el misterio de lo que habría llevado a Scott Cantrell al suicidio esa noche —un chico huérfano de madre que, además de jardinero inexperto y ocasional niñero del hijo de Richards, habría sido amante de Anita Pallenberg—. Los Keith Boys establecen entonces su cuartel en el bar restaurante El arco iris mientras pretenden reunir información sobre Scott Cantrell y toparse con el mismísimo Keith Richards, por los alrededores de Frog Hollow.
El narrador de esta novela (quien por momentos es Steve Cushing) construye con una habilidad sobrada una mirada tentacular que avanza y retrocede a su antojo, fabricando así un laberinto de subtramas, anécdotas, entrevistas, listas, chismes y hasta chistes sobre lo que pudo haber ocurrido la noche del viernes 20 de julio de 1979, en la que se habría suicidado (¿?) Scott Cantrell. Se trata de un recurso que se siente con fuerza hasta el tercer capítulo. Provocando una sensación parecida a la que causa la película mexicana Y tu mamá también (2001), de Alfonso Cuarón, en la que la voz narrativa se convierte en una especie de guía que nos va entregando cierta información que provoca un sinnúmero de desplazamientos temporales, generando curiosos flashforwards y flashbacks; resquebrajamientos como el que ocurriría si alguien arrojara una pequeña piedra contra un enorme vitral. Así, lo que en primera instancia luce como un plano (la trama) empieza a presentar fisuras (subtramas) y relieves (información adicional), tornándose en una especie de estallido en coma que se sostiene por el registro del impacto de la piedra contra el vitral.
A pesar de quienes gustan de citar a Barthes —porque el lenguaje es el ser de la literatura, por lo que no puede servir para transmitir o contener lo real—, esta novela está plagada de información real y otra inventada que pretende precisamente transmitir y contener lo real. La historia está enlazada de tal modo que el lector no requiere de ninguna verificación de los datos, porque para su experiencia, poco importa si son reales esos datos. Solo quiere saber más, maniobra que hará de esta novela una enredadera de pura información.
La novela también se va ensamblando con otros libros que los personajes obtienen y que de pronto dejan de existir, como sucede con Orina en el arco iris y El libro gordo de las nubes. Por lo que los chicos se ven empujados a reescribirlos. Se trata entonces de una novela de información que va creciendo a la par de que dicha información va desapareciendo y necesita reescribirse para no evaporarse, aunque al reescribirse pierda su pureza. En otras palabras, el gesto de Luis Alberto Bravo es demostrar que solamente la misma literatura puede cubrir los espacios desaparecidos de cualquier historia, por pequeña que esta parezca —en este caso, sobre si fue un suicidio o un asesinato lo que ocurrió en casa de Keith Richards la noche del 20 de julio de 1979—, aunque suceda con materiales que luzcan irrelevantes. Porque en definitiva, ya no importa qué es verdad y qué no, en un mundo donde toda nuestra realidad está siendo reconstruida por nosotros mismos a cada minuto.
Entre los múltiples recursos empleados, en El jardinero de los Rolling Stones destaco: el diálogo maquinado como un videojuego con puntajes y estrategias de lado y lado; el diálogo como una posibilidad psíquica entre dos personas que no están en la misma habitación; el relato de lo que pasó en Frog Hollow contado como un western clásico —¿y cómo no hacerlo, si el nombre Frog Hollow se oye parecido al de algún pueblo del oeste americano?—; y el hilarante diálogo protagonizado por las plantas del jardín de Keith Richards, en que ellas dan su punto de vista sobre los habitantes de la casa y cuentan todas las veces que fueron orinadas.
Sobre el título, Orina en el Arco iris, uno de los libros reescritos dentro de la novela, me animo a especular que se trata de una pista hacia Roberto Bolaño (Los Keith Boys de algún modo son otros Detectives Salvajes, unos que se ubican en el fin del sueño hippie, despertando ante la realidad del mercantilismo colorido pero frívolo de los ochenta).
Además, en 1979 (el mismo año del evento sangriento en Frog Hollow) se publica en México la antología de poesía titulada Muchachos desnudos bajo el arco iris de fuego, editada por Miguel Donoso Pareja. En esta antología constan los tres detectives salvajes: Mario Santiago, Bruno Montané y Roberto Bolaño. Y tiene esta advertencia: «Este libro debe leerse de frente y de perfil / que los lectores parezcan platillos voladores». Casi como ocurre en la novela de Luis Alberto Bravo, quien eligió para separar unos párrafos de otros, un gran rostro alienígeno que el lector debe mirar de frente.
El jardinero de los Rolling Stones ubica a Luis Alberto Bravo dentro de lo más destacado que se está escribiendo en este país; y es una novela que arriesga en su factura pero que no carece de trama. No hay que confundir esto. Por ejemplo, en 2001, el escritor norteamericano David Markson, publica la novela Esto no es una novela, que es una colección de datos, anécdotas y escenas sobre la muerte de otros escritores. Una novela de citas. Aparentemente, sin personaje y sin trama, con el deseo de que el lector (vuelto pesquisa) sea el personaje principal (¿?) moviéndose de cita en cita. Sobre una novela sin trama o un libro sobre nada (un livre sur rien), el lector puede revisar una carta sobre el arte de la novela de Javier Cercas, dirigida a Félix de Azúa, en la que apunta lo siguiente:
Este recelo, como te decía, es más reciente: como mucho me atrevo a remontarlo a la segunda mitad del siglo XIX, cuando los Goncourt —en Francia y por supuesto en serio— o Stevenson —en Inglaterra y por supuesto en broma— coincidían en detectar lectores que admiraban las novelas sin trama; pero la desconfianza se consolida en los años veinte justo cuando la novela está adquiriendo un estatus teórico equiparable a los demás géneros clásicos, y llega quizá a su culminación cuando los nouveaux romanciers, después de leer de la forma menos sensata posible aquella célebre carta de Flaubert en la que le confiaba a Louise Colet su sueño de escribir «un livre sur rien», escribían cosas como ésta que escribió Natalie Sarraute: «Libros sobre nada, casi sin tema, liberados de personajes, de intrigas, y de todos los viejos accesorios, reducidos a un puro movimiento que los emparienta con el arte abstracto». Como ya te expliqué antes, yo no creo que pueda escribirse un libro sobre nada y mucho menos lo creía Flaubert, un libro puramente abstracto o autorreferencial; y, si pudiera escribirse, sería sin duda el libro más tedioso e indigente posible.
La novela El jardinero de los Rolling Stones se agita de distintos modos, provocando diversas formas de experimentar su lectura. Los vacíos o posibles interrogantes quedan flotando allí para que el lector borre de nuevo la historia de Luis Alberto Bravo y la reescriba.