Empecemos desechando ese juicio. Aquí no estamos leyendo la novela de un poeta ni estamos leyendo el poemario de un novelista. Estamos leyendo una novela o un poemario. Hasta allí. Lo otro forma parte de un encasillamiento literario con el que críticos y autores se sienten más cómodos. Al parecer, a muchos narradores no les gusta que los poetas se metan en «su área». Pero a los poetas, en cambio, les encanta que los novelistas escriban poesía. Es más, quieren leer esos poemarios, hallar enlaces con sus obras, entender la mirada sobre la poesía que puede ofrecer alguien que viene del mundo de la ficción, porque la poesía y la ficción son hermanastras poco compatibles. Además, la poesía, que se consume poco y muy lentamente, está en un espacio simbólico distinto, se construye desde la intuición y con la libertad de un género que se bate contra un mundo que se mira aterrador. Por eso anima ver a otros autores (jóvenes inexpertos, adultos expertos de otras ramas) escribir poesía, intentarlo, se siente casi como el tránsito de un hombre hacia una develación de su lucha y su fracaso.
En más de una ocasión escucharemos a un escritor o un crítico —casi siempre se trata de algún purista— quejándose sobre esta «mescolanza». Se quiere a los poetas de un lado y a los narradores del otro. Algo que proviene de los límites que la academia necesita para sus propias y convenientes definiciones. Ni qué decir de esas narrativas que se desmarcan como El cuerpo de Giulia-no; de Jorge Eduardo Eielson, El palacio de las blanquísimas mofetas, de Reinaldo Arenas, y Cobra, de Severo Sarduy. Libros que inmediatamente reciben el mote de «literatura experimental». De hecho, le dicen así a casi todo lo que no se ajusta a una novela que, de pe a pa, narra una historia lineal y obtiene una cartera de lectores-clientes. Porque la narrativa sí está vinculada con un mercado más visible (excepto en nuestro país, donde a un autor puede tomarle hasta 14 años vender 600 ejemplares de su novela).
Un pintor, por ejemplo, puede ponerse a esculpir y montar una exhibición. Así como un buen dramaturgo puede ser un buen narrador. Pienso, por ejemplo, en Bertolt Brecht y su libro Historias de almanaque. O en Víctor Hugo quien, además de gran novelista, fue un gran poeta. Su libro de poemas, titulado Dios —el que habría sido en una primera versión un prefacio filosófico de Los miserables—, es una obra que debe ser más leída. Aquí unos versos de muestra para el lector: Ser casto, ¿con qué fin? Ser austero ¿por qué? Más virtud acarrea más sombra y más espanto.
Esteban Mayorga (Quito, 1977), conocido por sus cuentos y novelas, acaba de publicar Atar a la rata, por editorial La Caída, poemario que, de entrada, plasma una visión radical sobre lo que el autor opina de la poesía. Lo que sucede así, porque un primer libro de poemas de un autor en apariencia ajeno a la poesía, se ofrece como una visión casi despojada de las influencias del medio poético sobre el quehacer poético. Algo que, en efecto, produce frescor en un sector saturado por ciertas tendencias.
Dividido en tres partes, Atar a la rata reúne 192 poemas que estremecen por su tono y tema. Mayorga ha conseguido un tono rasposo, caníbal y barroco (por momentos sentí esa alteración que producen los versos de Los huesos de eco y Otros poemas ingleses de Samuel Beckett), que va tejiendo este libro como un documento testimonial hacia su hijo por venir.
Sin embargo, el autor no escoge trabajar su tema desde un lado sentimentalón. No elige la mirada despojada de malestar. No realiza el enfoque limpio y delicado que implica inventar un discurso para un niño aún por nacer, o recién nacido. Es usual que cuando un autor escribe sobre el amor, la muerte o su patria, articule una mirada que lleva la carga de quien ha madurado a través de los golpes. Pero cuando ese mismo autor hace un relato o un poema a un niño, la mirada cambia por completo. El autor se despoja de sus golpes y eleva una realidad de fantasía. Pero Mayorga no cae en esto. En su lugar, nos obliga a testimoniar su futura paternidad desde la sospecha, los padecimientos, las dudas y proyecciones de quien será pronto padre, y se siente tan aterrado como ilusionado por ese alumbramiento.
Escrito sin dubitaciones (no me refiero al tono ni al tema, me refiero aquí a ese impulso, ese tirón con el que parecen haber sido escritos esos más de 190 poemas, sin miedo del autor al momento de pisar el terreno de la poesía), el lector puede echar un vistazo a la historia de la voz (el padre), del «chivo alhaja» (el bebé por llegar) y de «la crayola» o «la mona» (la madre) en todo este proceso. Definiciones que Mayorga emplea con desparpajo y habilidad, por medio de versos huracanados, (hacia adelante y hacia atrás), para ir enlazando así la historia de los tres. Se trata de un poemario sobre un padre primerizo y una futura familia. Escrito con una honestidad horrenda, tan bellamente horrenda que deja por segundos una sensación de que alguien está siendo insultado dentro de todo un juego poético.
Seguro columpias tus nudillos y destrozas brusco corazones, tetas
piernas y seguro cortas todo con las raíces de vidrio
de tus muelas, con tus letras muertas, pero mejor te propongo
que dejes la ira y que viajemos destrozando rieles con espumas
oyendo el zumbido de tu sueño escucho ya tu timidez de chocolate
te siento ya existir en la vida, imaginando tus ilusiones, vagando
por bosques grandes en los cuales hay migas, tantas que se hacen nevados
que se cruzan y cruzan: dónde se concentran estos cruces nevados?
hay también borregos de pasarela, hay castañas regadas por un wilson de mentas en guatemala
Pórtate bien que te invado los ojos con polen derramado de petunias
plásticas, te pongo luz fría y celeste que atraiga a una tormenta
cruda y te doy golpes silenciosos con cualquier cosa, con lo primero que
agarre, con el filo de la cédula, directo a las venas sembradas por mí
mismo, te hago muecas que hagan temblar tu pulso, te amo verás
Te pido que al volver del cole cojamos un atajo por la sombra del muerto
que cojas un hacha con tus manos enanas y me cortes la cabeza
en el chaquiñán donde follan perros callejeros que yerran de piedra
en piedra por árboles de gubas y ficus, dejando estelas pendejas
de amor sin vida ni tripa, ni olor ni llanto: escarbo de todo para escribir
semejantes versos! están deshechos por el roer de ideas lejanas
Sin duda, Atar a la rata es uno de los mejores libros de poesía publicados en nuestro país en el lapso de un año; equiparable en audacia a otros títulos como B2 de Paúl Puma e Introducción al pánico de Tyrone Maridueña. Y asienta la opinión de su autor, su planteamiento sobre lo que la poesía representa para él: un arte que provoca interrupciones de lo real, para forjar en esas interrupciones lingüísticas nuevos hallazgos para el cuerpo del autor y la vida de la poesía.
Por otro lado, su título es una alusión directa al palíndromo de Julio Cortázar (quien también escribió poesía), y su cuento ‘Satarsa’. Pero un palíndromo es, sobre todo, un juego de espejos (A-T-A-R-A-L-A-R-A-T-A). Entonces Mayorga nos entrega un libro donde él mira al hijo por llegar desde su reflejo provocado en el espejo del poema. Y desde ese reflejo difuso del hijo por venir, también él se proyecta, se mira y se va construyendo hacia el otro sentido (como sucede en el palíndromo que puede leerse de izquierda a derecha y de derecha a izquierda). El padre que formará a su hijo, es únicamente padre en tanto él también sea formado por ese hijo, paso a paso. No hay salida a esto. De allí el sentido honesto, delirante y estridente en todo este libro.