Notas sobre el primer lector: Leer en el siglo IV aC, ¿y en el XXI?

En el siglo IV a. C., Platón condenaba a la escritura, fármaco para desmemoriados, acusándola de solo tomar la forma de la verdad, vaciada de su contenido. Decía que, aunque en apariencia los libros se mostraran como portadores de sabiduría, no podían, en realidad, ser verdaderos maestros, puesto que cuando el lector confundido les inquiría, ellos eran incapaces de responder y solo ofrecían a la vista las mismas letras, los mismos sintagmas. De lo que se trataba, entonces, era de evidenciar cómo el libro, intermediario (pero a menudo no mediador) entre maestro y estudiante, interrumpía el proceso del conocimiento, ese que Platón había plasmado en sus Diálogos: la incorporación dialógica y mayéutica de un conocimiento a través de una serie de preguntas y respuestas, gracias a las cuales el estudiante conseguiría desterrar un (falso) conocimiento pasado para hacer lugar a uno nuevo. Y es que para Platón el conocimiento era siempre conocimiento-dialogado y la verdad estaba siempre más allá de la retórica (podía formularse y reformularse, debía responder).

Quizá fue debido a este primer temor que los primeros lectores fueron lectores en voz alta. La lectura silenciosa, esa tecnología que moldea nuestra concepción moderna de la literatura, vinculándola con otros conceptos como la intimidad, la biblioteca o el estudio, no existía; o, al menos, no se practicaba. Sabemos que los antiguos la conocían, aunque para Aristóteles leer era siempre «pronunciar en voz alta». Sabemos también que para los retóricos era tan importante la organización del texto como su locución. Sabemos que las primeras reglas de silencio para los escribas datan del siglo XI. Sabemos incluso que en 1611 todavía se definía al acto de leer como «pronunciar con palabras lo que con letras está escrito».

Probablemente no pueda enumerar los motivos y las consecuencias de esta mínima variación material en la cotidianeidad de las lecturas; sin embargo, el siguiente fragmento, extraído de las Confesiones, de san Agustín, quizá consiga materializar algunos:

Cuando San Ambrosio leía recorrían las páginas sus ojos y el corazón profundizaba el sentido, pero la voz y la lengua descansaban. Muchas veces, estando nosotros presentes —porque a nadie se le prohibía la entrada, ni había costumbre de anunciarle al visitante—, le vimos leer así en silencio y jamás de otra manera. Y después de haber estado sentados largo rato sin decir nada (…) nos retirábamos suponiendo que durante ese breve tiempo que podía encontrar para fortalecer su espíritu descansando del tumulto de los asuntos ajenos, no quería que se le distrajese. Tal vez se guardaba temiendo que un oyente, atento y cautivado ante un pasaje un tanto oscuro del autor que estaba leyendo, lo obligase a explicar o discutir algunas cuestiones más difíciles y que, por el tiempo empleado en ese menester no pudiese leer tantos volúmenes como quisiera. Aunque acaso también el cuidar su voz que se le enronquecía con mucha facilidad, pudiera ser el verdadero motivo de que leyese en silencio. Mas fuese cual fuese la intención con que lo hacía aquel varón, seguramente que era buena.

El texto describe un encuentro entre san Agustín y su maestro san Ambrosio en el siglo IV, probablemente en un monasterio (quizá incluso en una biblioteca), a través de una escena de lectura: san Ambrosio lee frente al atril; y una sorpresa: de sus labios no se escapa ni una sola palabra. El encuentro es más significativo si consideramos que quien se sorprende es un Padre de la Iglesia, un hombre docto. Ahora bien, para entender más a fondo esta escena, recordemos que, en tiempos de san Agustín, los libros se organizaban formalmente de manera distinta: plasmadas en scriptio continua, las palabras no estaban separadas por espacios, e incluso los puntos estaban repartidos de manera más bien arbitraria. Leer en voz alta permitía devolver una cierta naturalidad a las letras, irlas descifrando mientras se las pronunciaba. El esfuerzo que llevaba a cabo san Ambrosio para leer en voz baja debió ser considerable.

¿Por qué? La pregunta no tiene una respuesta simple; es más, el mismo san Agustín se esfuerza en responderla. Dos son las explicaciones que hilvana; ambas se refieren al contacto con la alteridad. San Ambrosio leía en silencio para evitar encontrarse con los otros, para escapar de los «asuntos ajenos», para refugiarse del universo. En otras palabras, leía en silencio para escapar de su comunidad. Habituados a leer en voz alta, a menudo además frente a un público, la lectura de los textos (muchos de ellos considerados sagrados) implicaba para los medievales la utilización de unos códigos de interpretación restringidos. Aunque san Ambrosio no vivió en la época de los debates hiperespecializados de la escolástica, sí lo hizo en tiempos de lectura comunitaria, en los que el significado de los textos estaba restringido a su significado original, vinculados a alguna autoridad (Aristóteles, Dios) cuya palabra era definitiva. El asombro de san Agustín no tiene que ver con el silencio, sino con lo que ocurre más allá de él: lo que descubre en San Ambrosio no es solamente la lectura silenciosa, sino la (re)invención del individuo, la condición de posibilidad de pensar.

II

Oralidad y escritura, comunidad y desarraigo, diálogo y lectura. La historia de la tensión entre estos dos polos (sus materialidades, sus prácticas, sus secuelas) es probablemente, aunque sea de modo tangencial, la historia del pensamiento occidental. Es más, hay quien quisiera creer que la modernidad no es más que el desplazamiento de un concepto por otro, el abandono de un territorio en favor del otro: el paso del mito al logos, la invención de la intimidad y de la crítica, la posibilidad de una tradición literaria. Una modernidad basada en los silencios y las lecturas.

Incluidas en los planes pedagógicos de las instituciones educativas (las llamadas horas de «trabajo individual»), fomentadas por los ministerios, constituidas como imágenes míticas (pienso ahora en las fotografías de alguien como Borges en su biblioteca), la intimidad del lector/autor y su supuesta autonomía crítica hoy rara vez son puestas en duda, a pesar de que, paradójicamente, hace años que desaparecieron ya sus instituciones fundamentales: la crítica literaria militante, la política desde la academia y, más elocuentemente, la figura del intelectual.

En otras palabras, que no hace falta más que mirar en los lugares que antiguamente producían la intimidad (la habitación, el estudio) para notar que ha desaparecido. Pienso ahora en el tópico de la hiperconectividad y en sus concreciones materiales, y no puedo dejar de imaginarme a un libro cualquiera (aunque en mi cabeza es Discusión) en un celular o una tablet, rodeado ahora por los comentarios que sobre él se han escrito en Twitter, sus reseñas en blogs, las menciones en los telediarios, las citas de él con las que se completan diversos artículos de opinión, las colaboraciones que lo (mal)interpretan, las conversaciones telefónicas que lo nombran (sin haberlo leído), los chats donde lo recomiendan, la afición de alguien como Fernández Mallo que probablemente en su casa colecciona recortes de todo lo que sobre él se ha escrito, las clases de literatura en las que el título es olvidado, las conferencias que nos lo devuelven y los encuentros fortuitos que lo salvan… Y pienso que, paradójicamente, al menos cuando el tema es lo suficientemente complicado (y pienso que esta obra, sin duda, lo es) la abundancia no bucea en la profundidad, sino que intenta salvarla.

Y pienso que lo terrible es que, a causa de esto, nadie leerá Discusión, menos aun las Otras inquisiciones. Y que la proliferación de lo literario va en detrimento de la literatura. Y que, en realidad, leer sobre libros (que no sobre literatura) no es más que un método bastante perezoso de evitar las complicaciones, una forma de tomar el camino infértil de la paráfrasis, de no leer; es decir, que aquel que prefiere perderse en la parafernalia y el elogio no puede nunca haber querido leer un libro para leerlo, sino para decir que lo ha leído, para comentar sobre lo que ha leído. Y mi queja no es ya que no se lea, sino que al leer esos libros se lea lo que no hace falta saber, lo que los otros podrían entender cabalmente, lo que ya es sabido de antemano, lo que bien podría habernos dicho nuestro vecino dadas las circunstancias apropiadas, porque suena bien, pero no significa nada; que el haber leído es (como un título universitario) algo por lo que se paga. Y pienso entonces en san Ambrosio, y su silencio, como antaño, empieza a suscitar mi asombro. ¡Un proyecto de lectura! Era eso lo que san Agustín alcanzaba a descifrar en la figura silenciosa de su maestro.

Vuelvo a vislumbrar el tópico de la hiperconectividad y se me ocurre que un monasterio del siglo IV era lo más parecido, en el mundo de entonces, en términos de acceso a la información, a un computador actual con acceso a Wikipedia; que san Ambrosio en su atril no hacía más que leer y que, en gran medida, eso no ha cambiado. Para reconstruir la imagen de ese silencio, regreso a sus potenciales lecturas: la Poética, el Pentateuco, la Eneida, las Tristes, las Epístolas… Pienso que, mirada hoy en día, esta lista de lecturas se parece peligrosamente a las de un pedante o las de un loco. Para san Ambrosio, sin embargo, me imagino, sus páginas estuvieron llenas de vida, cargadas de la energía suficiente como para forzar su silencio. La pregunta que esta lista me devuelve no es sino una: ¿cómo pudo san Ambrosio hacer suyas estas lecturas que, debo confesarlo, a mí me resultan tan artificiosas; cómo hizo para leer sin dejarse arrollar? La respuesta que encuentro, sin embargo, no es una historia, sino tan solo un procedimiento: el silencio, la traducción.