La muerte de Ricardo Piglia ha suscitado no solo una serie de homenajes sino distintas miradas para acercarse a lo que significó su intervención en el campo cultural argentino, hispanoamericano, mundial. Lector voraz, erudito, estableció filiaciones con ciertos autores con los que creó una suerte de comunidad: Pavese, Chandler, Faulkner, Kafka y Saer, entre muchos otros. Sus elecciones muestran su predilección por la novela y la narrativa y las problemáticas de su escritura a finales del siglo XX y comienzos del XXI. Pensó muy claramente y ordenó el campo literario argentino, siempre en relación con las preocupaciones antes expuestas. Con la aparición de los Diarios de Emilio Renzi, emergió también la escritura de una vida: los años de formación de un escritor y, simultáneamente, de un lector. El recuento de sus lecturas inmediatas (o que se pretenden así en la cronicidad del diario) dan cuenta del lugar destacado que estas tienen en su formación como novelista. Aunque este es un rasgo común a cualquier escritor, en Piglia el modo de leer, de pesquisar un texto, de poner en funcionamiento mecanismos de rastreo, bifurcación y seguimiento, forma parte de la escritura de nuevos textos, novelas, cuentos o ensayos. Su manera de leer precede y prefigura su forma de escribir y brinda pasajes de entrada a su obra.
En ‘Cómo está hecho el Ulysses’, ensayo de 2005 incluido en El último lector, Piglia traza una línea de lectura que preconiza el procedimiento constructivo del texto narrativo por sobre una política interpretativa. Prevalece, entonces, el lector que prioriza la composición del relato y no, como es usual, el devenir de los personajes. Hacia el final de ese ensayo, para dar cuenta de esta modalidad de lectura, se vale de un aspecto de la primera traducción del Ulysses de Joyce al español: rastrea, comparando ciertos pasajes del original y de la traducción de Salas Subirat, la utilización y la variación del vocablo ‘papa’. En los pasajes del Ulysses tratados por Piglia, la utilización de ‘papa’ tiene tres variantes: potato, purse, spud; en la traducción de Salas Subirat, la papa adquiere otros significados, de los que Piglia ofrece una explicación.
«Soy un zanahoria» es la traducción que elige Salas Subirat para Potato I have, expresión que utiliza Leopold Bloom cuando, en busca de la llave de la puerta, encuentra una papa en su bolsillo. Soy un zanahoria quiere decir: soy un tonto. Piglia comenta: «Cuando Salas Subirat traduce ‘zanahoria’, revela la misma sorpresa que sufre el lector que no ha leído todo el texto y no puede establecer la conexión, que solo es posible al releer: para entender hay que leer todo el libro». Los misreadings provocan mistranslations. Pero el lector de la traducción no podrá restituir el sentido de las redes subyacentes de significación, pues en la versión de Salas Subirat la sorpresa ha sido desplazada: Bloom ya no tiene una papa en el bolsillo sino que, apenas, se recrimina no encontrar una llave. Se ha perdido una lectura de sentidos disgregados que subyacen a la novela que es propia de la composición de Joyce y que la lectura de Piglia vuelve a poner de relieve.
Antes de señalar el equívoco, Piglia escribe sobre Salas Subirat: «El primer traductor, el mejor y el más joyceano hay que decir, el que mejor trasmite los tonos de su prosa». Hay entonces, por llamarla de algún modo, una contradicción sobre la que Piglia llama la atención: el mejor traductor del Ulysses al español no es un lector atento.
En la lectura de Piglia, el mayor atributo de la traducción de Salas Subirat es la «naturalización» del Ulysses: la adaptación más apropiada según el contexto específico de su aparición. Salas Subirat encuentra y transmite los tonos de la prosa de Joyce. El primer ejemplo que Piglia elige, la traducción de Potato I have, funciona en esa dirección. Salas Subirat sabe elegir, ciertamente, opciones sorpresivas como el «Soy un zanahoria». Estas decisiones fueron vistas como errores de traducción por un escritor como Borges, por ejemplo. El juicio de Piglia es menos polarizado porque comprende que el lector contemporáneo a esa traducción del Ulysses no estaba listo para establecer las líneas de lectura que él instaura al recuperar las teorías que propone sobre el principio constructivo del Ulysses.
La segunda vez que Salas Subirat se encuentra con el dilema de cómo vincular a la narración una papa encontrada en el bolsillo, él decide nuevamente reemplazarla con zanahoria. Así, cuando Bloom busca en sus bolsillos, enumera: «Pantalones. Zanahoria. Portamonedas». Mantiene la elección que ha tomado. Sin embargo, al final del recorrido, siempre en la lectura de Piglia, cuando Bloom habla con la prostituta Zoe y le pide que le devuelva la papa que le ha regalado su madre, se recupera el sentido: «Y ahora Salas Subirat traduce bien», anota Piglia. La papa vuelve a ser una papa. En este regreso de sentido, Piglia encuentra una suerte de comprobación de su hipótesis.
Piglia escribe: «Podría decirse que Joyce deriva hacia el lector la función ordenadora del narrador. O, mejor dicho, el escritor pone al lector en el lugar del narrador. Un lector inspirado que sabe más que el narrador y que es capaz de descifrar todos los sentidos, un lector perfecto». ¿Un lector inspirado o un lector capaz de recrear todos los sentidos, todos los contextos perdidos, hipótesis de lectura que recuperan otros tiempos idos? ¿Es esto posible? No, concluye el propio Piglia. Pero hay otras escenas de lectura y puestas en escena de lectores (los ensayos de El último lector apuntan a eso) que permiten acercarse a líneas específicas donde se vincula al lector con el escritor. El lector como detective. Y para un escritor, esto significa reciclar lecturas para su propia máquina narrativa. El lector como novelista: Piglia mismo.
He trazado el camino argumentativo que desarrolla Piglia al final de ‘Cómo está hecho el Ulysses’ para dar cuenta de cómo elabora su propia poética, en la que el ideal del lector como detective remite a los mecanismos característicos de su escritura de novelas, cuentos, ensayos y diarios. Ya en el ensayo-relato ‘Homenaje a Roberto Arlt’, de 1975, Piglia desplegaba una poética que, con variaciones, vincularía escritura y lectura con un énfasis inédito quizá desde Borges, con acólitos y detractores en iguales proporciones.
Resumo escuetamente ‘Homenaje a Roberto Arlt’: un investigador, con el nombre del autor, Ricardo Piglia, rastrea un inédito de Arlt. El cuento que se titula ‘Luba’, atribuido a Arlt, se incorpora al texto que relata su búsqueda. El texto lleva marcas de estilo característicos de Arlt y se lee como si fuera escrito por él. Pero ‘Luba’, y esto se conoce cuando una lectora especializada y atenta lo descubre, es una reescritura y montaje del cuento ‘Las tinieblas’, de Leonid Andreiev hecha por el mismo Piglia como un divertimento intelectual de búsqueda de un lector-detective. Una vez que se ha descubierto el origen apócrifo de ‘Luba’, ‘Homenaje a Roberto Arlt’ comienza a sufrir una serie de mutaciones que van moldeando las tramas y las formas de acuerdo con las lecturas que el mismo texto suscita. ‘Nombre falso’ será su nuevo título y entre otros cambios, para la edición definitiva de 1994, el personaje de Emilio Renzi aparecerá en un pie de página. Entonces la dualidad Piglia/Renzi pretenderá cerrar (un texto siempre está abierto, en otro lugar) la reescritura de ‘Homenaje’.
Volvamos a la traducción del Ulysses. ¿Por qué Piglia elige finalizar su lectura de cómo se construye el Ulysses con el análisis de la traducción de Salas Subirat? La respuesta podría estar en el hecho de que Piglia escribe desde una tradición. Y la traducción de Salas Subirat es una parte —menospreciada aunque últimamente puesta en valor— de la literatura argentina (Saer, por ejemplo, le da un lugar muy importante en su formación como escritor). Escribir desde una tradición es escribir desde los precursores. Lo que se ha marcado reiteradamente sobre las relecturas (o los precursores) que Piglia elige en las figuras de Borges y de Arlt es evidente para cualquiera que haya recorrido sus ideas. Pero nada más ajeno a Piglia que el intento de hacer entre ellos una síntesis. Todo lo contrario: lo que su literatura permite es pensarlos en tensión, y eso es lo que la lectura/escritura del autor argentino lleva a cabo como ejercicio y como poética. Como señala el crítico cubano Jorge Fornet, uno no puede dejar de pensar ‘Homenaje a Roberto Arlt’ sin pensar en ‘Kafka y sus precursores’ y ‘Pierre Menard, autor del Quijote’, de Borges, a los que yo agregaría ‘El escritor argentino y la tradición’.
La escritura de Piglia se centra en una idea recurrente que la crítica argentina Isabel Quintana ha formulado con claridad en forma de pregunta: ¿Cómo se construye un relato? Interrogante indispensable para pensar la narrativa contemporánea —sobre todo desde el anuncio del fin de la novela, declaración que tiende a repetirse año a año—.
¿Cómo se construye un relato? el propio Piglia ha tratado de contestar en varias ocasiones esta pregunta sin que las búsquedas encuentren un fin, porque el núcleo de esa interrogación primordial no deja de diseminarse en otros relatos, ensayos, entrevistas y ahora sus diarios. Como corresponde a todo problema de la literatura, que transita constantemente a la deriva, con la pérdida y el gasto pero también en la traducción y la reapropiación de lecturas, Piglia potencia la pregunta por los modos de construcción de un relato en sucesivos ensayos y relatos. No es sino esa la pesquisa que recomienza cada vez en la narrativa moderna, y que Piglia plasmó en uno de los íncipits más afinados de la literatura argentina, en Respiración artificial: «¿Hay una historia?».
De Joyce a Burroughs, de Sarmiento a Puig y Walsh, Gombrowicz o Macedonio, Piglia entendió que las lecturas aceitan una máquina narrativa que se pretende eterna, que genera su propio movimiento sin fin. Entendió, como Borges, que la lectura es equivalente a la escritura. La publicación de sus diarios —el tercer tomo será póstumo— no hace sino potenciar los asedios que su literatura merece. A Piglia hay que leerlo con lupa.
En el umbral, Los diarios de Emilio Renzi (FRAGMENTO)
[…] Mi abuelo, dijo Renzi, abandonó el campo y vino a vivir con nosotros a Adrogué cuando murió mi abuela Rosa. Dejó sin cambiar la hoja del almanaque en el 3 de febrero de 1943, como si el tiempo se hubiera detenido la tarde de la muerte. Y el aterrador calendario, con el bloc de los números fijo en esa fecha, estuvo en casa durante años.
Vivíamos en una zona tranquila, cerca de la estación de ferrocarril, y cada media hora pasaban ante nosotros los pasajeros que habían llegado en el tren de la capital. Y yo estaba ahí, en el umbral, haciéndome ver, cuando de pronto una larga sombra se inclinó y me dijo que tenía el libro al revés.
Pienso que debe haber sido Borges, se divertía Renzi esa tarde en el bar de Arenales y Riobamba. En ese entonces solía pasar los veranos en el Hotel Las Delicias, porque ¿a quién sino al viejo Borges se le puede ocurrir hacerle esa advertencia a un chico de tres años?
¿Cómo se convierte alguien en escritor, o es convertido en escritor? No es una vocación, a quién se le ocurre, no es una decisión tampoco, se parece más bien a una manía, un hábito, una adicción, si uno deja de hacerlo se siente peor, pero tener que hacerlo es ridículo, y al final se convierte en un modo de vivir.
La experiencia, se había dado cuenta, es una multiplicación microscópica de pequeños acontecimientos que se repiten y se expanden, sin conexión, dispersos, en fuga. Su vida, había comprendido ahora, estaba dividida en secuencias lineales, series abiertas que se remontaban al pasado remoto: incidentes mínimos, estar solo en un cuarto de hotel, ver su cara en un fotomatón, subir a un taxi, besar a una mujer, levantar la vista de la página y mirar por la ventana, ¿cuántas veces? Esos gestos formaban una red fluida, dibujaban un recorrido (y dibujó en una servilleta un mapa con círculos y cruces), así sería el trayecto de mi vida, digamos, dijo. La insistencia de los temas, de los lugares, de las situaciones es lo que quiero (hablando figuradamente) interpretar. Como un pianista que improvisa sobre un frágil standard, variaciones, cambios de ritmo, armonías de una música olvidada, dijo, y se acomodó en la silla.
Podría por ejemplo contar mi vida a partir de las conversaciones con mis amigos en un bar. (…)
Su vida se podría narrar siguiendo esa secuencia o cualquier otra parecida. Las películas que había visto, con quién estaba, qué hizo al salir del cine; tenía todo registrado de un modo obsesivo, incomprensible e idiota, en detalladas descripciones fechadas, con su trabajosa letra manuscrita: estaba todo anotado en lo que ahora había decidido llamar sus archivos, las mujeres con las que había vivido o con las que había pasado una noche (o una semana), las clases que había dictado, las llamadas telefónicas de larga distancia, notaciones, signos, ¿no era increíble? Sus hábitos, sus vicios, sus propias palabras. Nada de vida interior, sólo hechos, acciones, lugares, circunstancias que repetidas creaban la ilusión de una vida. Una acción —un gesto— que insiste y reaparece y dice más que todo lo que yo pueda decir de mí mismo. […]