Nadie dijo que sería fácil (sobre Complejo)

Jamás confunda al narrador con el autor. Jamás crea que la ficción es la realidad del autor. Jamás deje de lado la realidad del autor frente a la creación de su ficción. Jamás olvide que el autor, innegablemente, es un ser humano que, a pesar de su talento, tiene que desahogarse, o tiene que plasmar en el papel sus decepciones, su visión del mundo. Mejor dicho, jamás olvide que algunos autores tienen el talento para escribir sobre sí, sobre el resto, sobre el mundo, siendo ellos y el otro al mismo tiempo, en un juego macabro que se llama literatura.

Qué difícil es leer a veces, pienso.

Qué difícil es escribir siempre, pienso. Eso ni se menciona.

Por eso, cuando un texto se muestra bien escrito, pero sospechosamente reflectante de ciertos episodios que podrían ser los de la vida de un amigo, el lector, sí, tiene la obligación de entrecerrar los ojos y mirar al autor con cara de cinismo.

Santiago, ¿pero vos eres Willy?

Él —el autor de Complejo, Santiago Vizcaíno— sonrió, guardando silencio. Pero el día de la presentación de su nouvelle, leyó un texto y reafirmó la sospecha de que Willy, el protagonista de esta historia para estómagos fuertes y corazones sensibles, podía ser un alter ego de sí mismo; uno, claro, más valiente, joven, menos domesticado. Uno que no teme ser un guarro y un poeta (como Vizcaíno alguna vez lo fue, o que sigue siendo en las noches), uno que se muestra con malaleche y exceso de sinceridad (como a Vizcaíno supongo que le gustaría ser). Willy es y no es el autor. Willy se ha desdoblado, tiene vida propia.

Pero más allá de las posibles relaciones que el lector pueda establecer entre narrador y autor, existe la identificación —vergonzante y anhelante a la vez— entre el lector y el personaje. Algo así como meterse en la piel del héroe o heroína, que en este caso, en el de este doloroso texto de Vizcaíno, vendría a ser como poseer a un muñeco horrendo, a un hombre que se siente menos que el resto, pero lúcido, consciente de su estatura, de su complejo.

Qué difícil es leerse a una misma como un monstruo, pienso.

Qué difícil es leer a los monstruos como seres humanos, pienso.

Y es que es inevitable encontrar puntos de conexión con Willy, ese personaje al que su autor considera un poco más listo y más patético que él —acaso el perder constantemente le otorgue al ser humano cierta lucidez—, y que da en el blanco, con babas y otros fluidos. Emboca bien el tiro desde su guarrería. Emboca bien el tiro precisamente porque su dolor, su rabia, su impotencia, lo hacen mirar desde el suelo, desde la perspectiva en la que todos son iguales. Iguales en la derrota.

Qué difícil es reconocerse como perdedora entre otros perdedores, pienso.

Qué difícil, incluso, ponerse en los zapatos de un tipo que agrede mujeres con su lujuria —porque no sabe tocarlas sin romperse las manos y rasgarlas a ellas—, que solo piensa en sexo. O que piensa más allá del sexo. Que incluso piensa en lo que los otros sienten, por más bajas pasiones que estas sean.

Qué difícil entender la soledad del otro, pienso.

Qué difícil asumir la soledad del personaje, como tuya, como la del autor, la soledad que te embiste cuando te das cuenta de que, para variar, te has aposentado en la orilla contraria a la que se te aparece en la cabeza, la del deseo, la rivera a la que sabes que no llegarás, aunque te rompas los huesos en el intento, aunque viajes, aunque cambies de nombre, de idioma o de nacionalidad: «Yo solo quería mirar el áfrica desde la costa de málaga y he terminado muy borracho y compungido. inmensas son las ganas de sufrir pero me he puesto a reír al darme cuenta de mi pequeñez (sic)» (Vizcaíno, 2017).

Cuando hablamos de orillas —cuando Willy habla de estas, de esa donde tiene sus pies, y de la que mira a lo lejos— no solo nos situamos en el ámbito geográfico, sino que accedemos a eso que llamamos empatía: la otra orilla es también ese otro ser humano que está frente a nosotros —hombre, mujer, amigo, amante—, un manojo de carne y sensaciones tan extraño y lejano como la costa de la tierra prometida frente a los ojos del migrante.

Ah, pero Willy se niega a ser un migrante, niega su condición, aunque en el fondo sepa que más allá de los motivos de la migración haya una constante: quien migra siempre será un desterrado por voluntad propia, un expatriado que lleva escondido en algún bolsillo un puñado de su tierra —las fotografías familiares, las cartas a la madre, los recuerdos buenos y malos—, la vida, en fin, el nombre, el origen, eso de lo que no se puede escapar.

Y tampoco se puede huir del lenguaje, de esa ilación de ideas que tu cabeza va produciendo a medida que el mundo irrumpe en tu interior a través de estímulos, de tocar a otros, de golpear a otros, de agredirte a ti mismo. El discurso que se teje en la mente es distinto al que le muestras a los otros, al que verbalizas con una intención comunicativa, porque ¿qué comunicación se establece con uno mismo, en esa intimidad oscura que es la mente humana?, ¿o en su corazón —si queremos ser algo románticos—? El discurso es el pensamiento, la confesión, en cierta forma, el esputo que corre por el espejo.

Qué difícil limpiar ese rastro de saliva y odio —también de pena y amor— que corre por el rostro reflejado en el espejo.

Qué difícil fue leer Complejo, encontrarte en los ojos de Willy, en las caderas de las mujeres que se pasean por la playa, en los rostros virginales, en el gesto de la madre que se queda a solas con su hijo, porque nadie más puede acceder a su realidad.

Pero a la vez, qué grata fue su lectura. Porque el lenguaje fluye. Porque todo fluye —el amor, el odio, la pena, la tristeza de los ojos posados en la propia frustración— en un río de ideas, de palabras sin mayúsculas ni resaltes, donde se nos muestra un mundo gigantesco, jamás a la medida del ser humano, demasiado pequeño, acomplejado.

Y que sin embargo, sueña.

«Como todos, supongo», me dije.