Momentos que moldearon a la literatura de García Márquez

En 1967, Gabriel García Márquez, que ya vivía en México, tenía que enviar el borrador de una obra por la que una editorial argentina había mostrado cierto interés. El documento debía atravesar todo el continente, pero los últimos ochenta pesos del escritor estaban lejos de los 180 que costaba el servicio, de modo que solo envió a la mitad, con la esperanza de volver a casa y encontrar algo que vender para pagar el envío del resto del manuscrito. Cuando por fin lo hizo, su esposa, Mercedes Barcha, le preguntó: «Y si la novela es una mierda». La novela era Cien años de soledad, título que en 2017 cumple cincuenta años de publicación.

Hace poco, el 6 de marzo, se cumplieron noventa años del nacimiento de García Márquez. En su libro de memorias Vivir para contarla, el escritor relata con detalle esta historia, que fue algo tensa. Él fue el primero de once hermanos —de los cuales uno más, el último, también se llamaría Gabriel— del matrimonio entre la hija de un coronel liberal y un farmacéutico afiliado al partido Conservador. Al nacer, lo bautizaron Gabriel José de la Concordia: su llegada al mundo era una esperanza para las relaciones dentro de su familia.

De imágenes como esa, excepcionales y muy simbólicas pero narradas a la vez como si fueran cosa de todos los días, está llena la literatura de García Márquez, un autor que en sus inicios estaba volcado a una escritura intelectual y que, poco a poco, fue cambiando el tono hasta convertirse en el más aclamado de los autores latinoamericanos que se movían en la corriente del realismo mágico. En la construcción de su universo literario, fueron esenciales los ocho primeros años de su vida, durante los cuales residió en el pueblo de Aracataca, donde paseaba de la mano de su abuelo, el coronel Nicolás Márquez. El recuerdo de su abuelo llevándolo a conocer el hielo fue la imagen de la que nació Cien años de soledad —y con la que comienza—. Esto se lo dijo a Plinio Apuleyo Mendoza en una entrevista extendida publicada en forma de libro, El olor de la guayaba, que circuló poco después de que García Márquez recibiera el Nobel:

Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de 20 casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo.

Cien años de soledad

Los orígenes de la literatura de García Márquez son varios, desde la lectura en casa de Las mil y una noches, la invisible influencia de James Joyce en sus primeros cuentos cuando aún no lo había leído, pasando por su labor periodística, que incluye la reescritura en primera persona de la experiencia de un marino luego de naufragar el barco en el que viajaba (durante veinte años no se supo que había sido él quien redactó la historia), hasta su descubrimiento de los escritores contemporáneos —cuando se inscribió en la Universidad en Bogotá, tenía un amplio acervo literario que, sin embargo, incluía solo a autores de hasta el siglo XIX— que terminarían de darle forma a su trabajo, una puerta que se abrió con La metamorfosis, de Franz Kafka.

El inicio

Cuando las estaciones de radio anunciaron el final de la Segunda Guerra Mundial, el internado en el que García Márquez cursaba la secundaria realizó de forma muy rápida un evento solemne. El futuro escritor fue designado para pronunciar un discurso. Aunque los nervios se lo comían, se las arregló, y al final estaba tan entregado a la arenga que, mientras resaltaba el papel de los líderes de las cuatro potencias aliadas, se refirió a Franklin Delano Roosevelt como alguien que «como el Cid Campeador, sabe ganar batallas después de muerto».

La designación no había sido casual. En una entrevista de 1981 para The Paris Review, Peter H. Stone le preguntó al escritor cómo había empezado a escribir. «Dibujando», fue la respuesta. Antes de saber leer o escribir, el pequeño Gabriel dibujaba historietas. Sin embargo, había una idea particular sobre él: «Lo gracioso, ahora que lo pienso, es que cuando estaba en el colegio, tenía la reputación de ser un escritor, aunque no había escrito nada. Si había que escribir un panfleto o una petición, lo tenía que hacer yo porque era el supuesto escritor».

En la Universidad, donde empezó la carrera de Derecho, se dio cuenta de que su formación literaria estaba por encima de la de sus compañeros. Ahí, algunos de sus nuevos amigos y conocidos le presentaron la obra de los autores del siglo XX. Un día, su primo, Domingo Manuel Vega, le prestó un volumen que reunía algunas historias cortas de Franz Kafka, entre las que se encontraba La metamorfosis. El destino de Gregorio Samsa fue fundamental para la literatura garciamarquiana, levantada sobre una predisposición a los hechos fantásticos que explica escenas como el ascenso a los cielos de Remedios la Bella.

Así como en Cien años de soledad, el inicio de La metamorfosis golpea:

Una mañana, al despertar de un sueño intranquilo, Gregorio Samsa se encontró en la cama transformado en un insecto monstruoso.

Esas primeras líneas lo sorprendieron tanto que estuvo a punto de caerse de la cama, pero no solo fue eso, sino también una revelación. «No sabía que se podía escribir así. Si lo hubiera sabido, habría empezado mucho antes», le dijo a The Paris Review. Aquel fue también el momento en el que comenzó a ver con más respeto a la narrativa breve, con la que iniciaría su camino por las letras. Al día siguiente de leer estaba en la máquina intentando escribir algo que se pareciera «al pobre burócrata de Kafka convertido en un escarabajo enorme».

En Vivir para contarla, que narra recuerdos de su infancia, adolescencia y los inicios de su vida adulta (antes de casarse con Mercedes Barcha), se refiere a esos episodios con la obra de los autores de su tiempo de este modo:

Eran libros misteriosos, cuyos desfiladeros no eran sólo distintos sino muchas veces contrarios a todo lo que conocía hasta entonces. No era necesario demostrar los hechos: bastaba con que el autor lo hubiera escrito para que fuera verdad, sin más pruebas que el poder de su talento y la autoridad de su voz. Era de nuevo Scherezada, pero no en su mundo milenario en el que todo era posible, sino en otro mundo irreparable en el que ya todo se había perdido.

El primer cuento que le publicaron se tituló ‘La tercera resignación’ y apareció en El Espectador, de Bogotá, en 1947. Inspirado en Kafka, García Márquez trabajó con la idea de un cadáver consciente. El cuento trataba sobre un niño con tifoidea que moría tres veces a lo largo de su vida. Acostado en todo momento en un ataúd, su madre medía su estatura con un metro cada día para comprobar que seguía vivo. Aunque hubo revuelo en los círculos que frecuentaba, tenía dudas sobre ese texto.

Conflictuado, buscó la —temida— opinión de su amigo Jorge Álvaro Espinosa, quien le dijo, en primer lugar: «Supongo que te das cuenta de la vaina en que te has metido. Ahora estás en la vitrina de los escritores reconocidos, y tienes mucho que hacer para merecerlo». Sin mucho más que decir, García Márquez replicó: «Ese cuento es una mierda». Esa inseguridad, la de cualquiera que publica por primera vez, y la misma que tuvo Mercedes años después cuando enviaron el borrador de Cien años de soledad, encontró la mejor respuesta:

Él me replicó con un dominio inalterable que aún no podía decir nada porque apenas había tenido tiempo para una lectura en diagonal. Pero me explicó que aun si fuera tan malo como yo decía, no lo sería tanto como para sacrificar la oportunidad de oro que me estaba brindando la vida.

Vivir para contarla

Pero aún faltaba algo en esa conversación: «En todo caso, ese cuento ya pertenece al pasado. Lo importante ahora es el próximo», concluyó Espinosa. Viendo un poco más adelante, es posible rastrear el impacto de esa idea. En entrevistas que daba ya como escritor consagrado, contaba que en un buen día de trabajo, era capaz de escribir un párrafo de cinco líneas en seis horas.

La idea de que escribo para más gente de la que puedo imaginar me ha creado cierta responsabilidad, que es política y literaria. Incluso hay algo de orgullo, porque no quiero quedar corto ante lo que hice en el pasado.

The Art of Fiction No. 69’, The Paris Review (1981)

Eduardo Zalamea, el editor del suplemento literario de El Espectador, que unas semanas antes había escrito diciendo que las nuevas generaciones de escritores no ofrecían nada, publicó, el fin de semana posterior a ‘La tercera resignación’, una nota en la que sostenía esto:

Los lectores de Fin de Semana, suplemento literario de este periódico, habrán advertido la aparición de un ingenio nuevo, original, de vigorosa personalidad. […] Dentro de la imaginación puede pasar todo, pero saber mostrar con naturalidad, con sencillez y sin aspavientos la perla que logra arrancársele, no es cosa que puedan hacer todos los muchachos de veinte años que inician sus relaciones con las letras. […] Con García Márquez nace un nuevo y notable escritor.

Siguió publicando cuentos con cierto éxito, tal vez porque en Colombia los autores estaban volcados a las historias sobre el campo y nadie estaba escribiendo cuentos intelectuales. Pero eso era, en cierto modo, un problema. Las suyas eran historias intelectuales porque escribía desde su experiencia con la lectura.Lo superó cuando descubrió a los autores de la generación perdida estadounidense (Fitzgerald, Faulkner): «Me di cuenta de que su literatura tenía un vínculo con la vida, algo que mis cuentos no tenían».

Periodista

Ese vínculo entre vida y literatura, mencionado hace unas líneas, vendría a reforzarse a través de su trabajo como periodista. Son muchos los libros que se publicaron con sus textos, recogidos en volúmenes como Notas de prensa, Entre cachacos, Relato de un náufrago o Cuando era feliz e indocumentado. En este último recoge historias de finales de los años cincuenta, como las elecciones en Colombia, en 1958, luego de diez años de dictadura a partir del Bogotazo; un pronunciamiento de la Iglesia en contra de la distribución de recursos en Venezuela, el triunfo de la Revolución cubana (titulada ‘Mi hermano Fidel’, en la que cuenta que el día que asesinaron a Jorge Eliécer Gaitán, Fidel Castro estaba en Bogotá) o el escape de Patricio Kelly, líder de la Alianza Revolucionaria Argentina, de una cárcel de Chile, disfrazado de mujer, para irse a Caracas, donde se escondía a la luz del día. Los contextos, los datos, las historias están en sus trabajos como si siempre hubiesen estado destinados a construir narrativa. Y ese es en buena parte el espíritu del Nuevo Periodismo Iberoamericano, la corriente que promueve la Fundación del mismo nombre (FNPI) que creó a mediados de los noventa, y que, desde su muerte, en abril de 2014, lleva su nombre.

Otra joya es La aventura de Miguel Littín clandestino en Chile, libro en el que contó en primera persona —igual que en Relato de un náufrago— el regreso del cineasta a su país, exiliado por años luego de la caída de Salvador Allende, para hacer un documental sobre la dictadura de Augusto Pinochet, con una identidad cambiada.

Su primera aparición en un periódico fue gracias a la literatura, pero su inmersión profunda en esta se produjo a través de su trabajo en periódicos. Una vez le preguntaron la diferencia entre una cosa y la otra, y su respuesta fue: «Nada. Las fuentes son lo mismo, el material es lo mismo, los recursos y el lenguaje son lo mismo».

Hay quienes sospechan de la veracidad de sus historias, empezando porque se trata de un hombre que se hizo gigante en la ficción gracias a su capacidad para fabular. Es célebre la manifestación inexistente en el pueblo de Quibdó, donde llegó tras dos días de viaje por la selva junto a un fotógrafo en 1954, alertado por una información falsa del corresponsal de El Espectador. Cuando supo que no pasaba nada, de todas formas no quiso volver con las manos vacías. Montaron ellos mismos la manifestación para poder hacer las fotos, y dijeron que había durado trece días, de los cuales había llovido nueve. Tiempo después, Daniel Samper le mencionó este hecho, y García Márquez dijo, como quien recuerda las travesuras de la infancia: «Nos inventábamos cada noticia». Otro de estos episodios se dio en el reportaje ‘Caracas sin agua’ (incluido en Cuando era feliz e indocumentado), en el que se inventó a un ingeniero alemán llamado Samuel Burkart para contar sus propias experiencias debido a la sequía, como el hecho de que había tenido que comprar limonada para poderse afeitar, y que al final no le sirvió porque no hacía espuma, y que tuvo que decidirse por un jugo de durazno. Lo cierto es que esa potencia narrativa se la envidia cualquier colega.

Tal vez su más célebre investigación novelada sea la de Crónica de una muerte anunciada. El libro cuenta la historia del asesinato de Santiago Nasar, acusado de ‘corromper’ a una joven que tuvo que volver a su casa al día siguiente de su matrimonio porque en la noche de bodas, su marido había descubierto que no era virgen. Pero la historia estaba atravesada por un eje que le daba otra dimensión a ese drama tan conocido: los asesinos, los hermanos de la muchacha, intentaron por todos los medios que la gente los detuviera.

Fue Cayetano Gentile, un amigo de García Márquez, el Santiago Nasar de la vida real. La historia, ocurrida en la década de los cincuenta, tuvo que esperar treinta años para ser contada, porque la madre del escritor, Luisa Santiaga Márquez, se opuso tajantemente a que su hijo contara esa historia. El día que murió la madre de Gentile, décadas después, ya no hubo razón para impedir que la historia se escribiera. Pero sí hubo una condición: «Solo una cosa te suplico como madre: Trátalo como si Cayetano fuera hijo mío».

Cuando se publicó, Luisa Santiaga no lo quiso leer, porque «algo que salió tan mal en la vida no puede salir bien en un libro».

***

El boom latinoamericano fue eso, algo que tomó a todos por sorpresa. Décadas después, los escritores que ha ido produciendo el continente han tomado otros caminos, lo que incluye la aparición de McOndo, un manifiesto parricida liderado por el chileno Alberto Fuguet. Sin embargo, volver a las letras de García Márquez, los detalles que forjaron su escritura y la trayectoria, siempre será necesario como un recordatorio de que la literatura solo puede existir cuando abraza su relación con la vida.