Mitologías

Mitologías, el famoso libro de Roland Barthes, cumple 60 años. Es probablemente la más asequible de todas sus obras. Los diferentes textos que se agrupan en ella no fueron pensados originalmente como libro: Barthes los publicó en principio como artículos sueltos para la revista francesa Les Lettres Nouvelles. El hilo conductor de esos pequeños textos tiene que ver, en general, con la manera en que la noción de «mito» opera en la sociedad moderna. Barthes decidió juntar lo que tenía escrito sobre el tema y añadirle una reflexión final, bastante más teórica, a la que tituló El mito, hoy. Esta última parte le sirvió para conectar los diferentes materiales que había recopilado y con el tiempo se transformó en uno de los textos más citados de toda la obra del pensador francés.

Mitologías nos enfrenta a una serie muy heterogénea de temas: cruceros, juguetes, papas fritas, marcianos, detergentes. ¿Qué tienen en común todos ellos? Para Barthes, la respuesta es muy concreta: son mitos. Cualquier objeto puede ser transformado en mito. Pero un mito no es un objeto. Un mito es la manera en que un objeto (una idea, un concepto) es hablado. De ahí que Barthes afirme que un mito es, ante todo, un habla. La publicidad de Omo, por ejemplo, transforma un simple detergente en una serie de valores que resaltan la limpieza, la pureza, el orden. Se vincula al consumidor con un modo de vida pulcro y familiar en el que se estimula la vanidad y la apariencia social. El mito no es el detergente: es la manera en que la publicidad se refiere a él, la forma en que lo transforma en un disparador de valores culturales y sociales.

Los medios son instrumentos poderosísimos en los procesos de mitificación. Mitologías es en gran medida un conjunto de análisis sobre contenidos de diversos medios de comunicación. El más conocido es probablemente el que Barthes dedica a una famosa portada de la revista Paris Match. En ella aparece un joven negro vestido con el uniforme de la «Armée française» realizando una venia a la bandera francesa. Lo que subyace en aquella portada, para Barthes, va más allá de aquel soldado: tiene que ver con la imagen de Francia como un gran imperio en el que todos sus hijos, sin distinción de color, sirven fielmente a su bandera (y no hay mejor respuesta a los detractores de un pretendido colonialismo francés que el celo del joven negro en servir a sus prendidos opresores).

El mito establece un sistema de comunicación en el que se nos impone lo que debemos pensar. El sentido, en el mito, nos viene dado. No hay que buscarlo ni trabajarlo. No hay contradicción, conflicto o estallido. El mito trabaja normalmente con imágenes pobres que se prestan para imponerles una significación. Por ello, el mito no se discute. Es lo que es. Y lo es invariablemente; es decir, el tiempo no le agregará ni le quitará nada. El mito es lo contrario a cualquier lenguaje al que el tiempo pueda sumarle nuevas interpretaciones. En este sentido, dice Barthes, el mito es lo opuesto a la poesía.

A la pregunta, ¿qué es lo específico del mito?, se puede responder: es transformar un sentido en una forma inmutable. Por ello, un mito es siempre un robo del lenguaje. Le robo al soldado negro su venia no para darle una voz; sino para naturalizar, a través suyo, mi amor hacia el imperio francés o hacia el gobierno.

Barthes veía en la sociedad contemporánea un caldo de cultivo inagotable para la construcción de mitos. La situación le preocupaba, pues él calificaba al mito como un «habla despolitizada». Hay que entender «política» aquí en un sentido profundo: el conjunto de interacciones humanas en su capacidad de construcción de mundo. Pues, bien, la palabra mítica actúa justamente contra aquella dinámica.

El mito no niega las cosas (de hecho, se pasa hablando de ellas), pero sí las simplifica y busca purificarlas. Al suprimir la complejidad de las cosas, el mito tranquiliza. No es necesario explicar la mirada sobre el imperio francés que presenta Paris Match: se la acepta sin problematizarla. Dejamos de lado la historia y tomamos esa imagen como algo natural. Dice Barthes: «Al pasar de la historia a la naturaleza, el mito efectúa una economía: consigue abolir la complejidad de los actos humanos, les otorga la simplicidad de las esencias, suprime la dialéctica, cualquier superación que vaya más allá de lo visible inmediato, organiza un mundo sin contradicciones puesto que no tiene profundidad, un mundo desplegado en la evidencia, funda una claridad feliz: las cosas parecen significar por sí mismas».

Los hombres no están en una relación de verdad respecto del mito. Es una relación de uso. El mito se utiliza de acuerdo con necesidades e intereses específicos. Por ello, dice Barthes, un lenguaje verdaderamente revolucionario no puede ser un lenguaje mítico: «La revolución hace el mundo y su lenguaje, todo su lenguaje es absorbido funcionalmente en ese hacer. Porque produce un habla plenamente —es decir política al comienzo y al final, y no como el mito, que es un habla inicialmente política y finalmente natural— la revolución excluye el mito».

Cualquier revolución, al transformarse en mito, se despolitiza y fracasa: las imágenes que produce incesantemente terminan en un metalenguaje inocente y torpe. No son muy distintos de los mitos que produce la publicidad de detergentes o de papas fritas: la mitología, en todos los casos, encuentra la forma de alienar hasta en las relaciones más aparentemente inocentes de la vida.

El mito tiende al proverbio. Los productores de mitos invierten allí sus intereses esenciales y los presentan como verdades de la naturaleza. Son máximas que apuntan hacia el universalismo, al rechazo de la explicación, a jerarquías inalterables del mundo. La mitología está más cercana a la serialidad y a la obediencia que a la educación y a la crítica. Y la apuesta que hace Barthes en Mitologías radica justamente en la exigencia de agudizar la mirada. Una mirada que, dicho sea de paso, ha ido perdiendo progresivamente su valor en un mundo cada vez más prisionero de los productores de mitos.