En 1928, hace prácticamente un siglo, el peruano José Carlos Mariátegui (1894-1930) publicó una de sus obras más reconocidas y laureadas, Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana1, en la que apuesta por desentrañar la clave histórica de la sociedad de su tiempo, el Perú que miraba un marxista confeso y comprometido. A propósito de una diversidad de temas, que van desde el problema del indio, la tierra, el centralismo (y consecuente regionalismo), la religión y la educación pública, Mariátegui desarrolla este volumen que, sin sospecharlo, se convirtió en su testamento intelectual, uno que, sin ser perfecto o infalible, tuvo el mérito de animar el espíritu de interpretación crítica de la realidad en diferentes autores latinoamericanos.
En el último de sus Siete ensayos, Mariátegui propone una revisión de la literatura peruana a modo de ‘proceso judicial’ que muy a tono con su estilo se realizará desde la doble óptica del polemista incansable y del socialista convencido. A grandes rasgos, la reflexión sobre la literatura de su país —que no es ni crítica, ni historia literaria, al menos en el sentido academicista que hoy tienen esos términos— despliega un feroz enjuiciamiento de la realidad, una pesquisa profunda al núcleo mismo de su espíritu, con miras a superar, de manera definitiva, la miopía que históricamente la ha condicionado.
De entrada, el enfoque de análisis que adopta Mariátegui resalta por su particularidad y carácter, pues representa la condición del esteta que se ha fusionado con el político, del intelectual comprometido que en su lucha no puede despojarse (afortunadamente) de su dimensión creadora y artística. Este es su punto de partida y el cuestionamiento directo a la hipocresía de una ‘objetividad’ tramposa, además de inmoral:
El espíritu del hombre es indivisible; y yo no me duelo de esta fatalidad, sino, por el contrario, la reconozco como una necesidad de plenitud y coherencia. Declaro, sin escrúpulo, que traigo a la exégesis literaria todas mis pasiones e ideas políticas, aunque, dado el descrédito y degeneración de este vocablo en el lenguaje corriente, debo agregar que la política en mí es filosofía y religión.
José Carlos Mariátegui
Partiendo del carácter indivisible de la subjetividad humana, Mariátegui nunca vaciló en ‘contaminar’ de política a la literatura. Por eso, subraya la imposibilidad de postular concepciones aisladas o autosuficientes en el sujeto, lo que, en otras palabras, representa la ‘desacralización’ de la famosa dimensión estética que incluso en nuestros días se sigue promocionando desde ciertos sectores de las artes. Para el Amauta —como cariñosamente lo llamaban los seguidores del insigne pensador peruano— aquello era imposible, por lo que su crítica, en lugar de buscar la disección de los valores de la literatura peruana (¿y de toda literatura?), buscó provocar una visión fugaz, pero no menos profunda, de la esencia de su devenir. Su modestia —muy conveniente para muchos de los estudiosos dueños y señores de la ‘esteticidad’—, le obliga a desechar por completo la mínima ‘aspiración’ a realizar crítica literaria, un territorio ineficaz, además de ocioso a efectos de sus objetivos e intenciones. Consecuentemente, la voz de Mariátegui está lejos de los cánones de asepsia, sobriedad y despersonalización que postula la crítica literaria convencional. En lugar de eso, refleja sin descaro la pasión y compromiso del socialista convencido y del amante autodidacta de la literatura.
Y precisamente esta última cualidad, la de hombre atravesado por la pasión, es la que más resalta en su valoración de la literatura. Porque como ya lo afirmara uno de sus más decididos admiradores, Benjamín Carrión, encontramos en Mariátegui al proselitista apasionado y fuerte, que en nuestros días ha pasado a formar parte de un tipo de ser humano casi imposible y extinto. Mariátegui no gasta esfuerzo en disimular su parcialidad revolucionaria o socialista, por lo que su análisis, si bien renuncia a la mesura en coherencia a un compromiso inquebrantable, nunca toma la forma de una crítica meramente declamatoria o nihilista, dejando vislumbrar el alma de un constructor nato que se declara enemigo del diletantismo y la bohemia puramente iconoclasta.
Siendo así, para Mariátegui nada resulta más repulsivo que los falsos circunloquios de una crítica literaria que, además de deleitarse en su mediocridad y esnobismo, sobrevive parasitariamente de la literatura y a espaldas de la realidad. Su tono desmitificador apunta sobre todo a desterrar la neutralidad valorativa de esa forma de hacer ‘crítica’, para privilegiar una mirada que abarque el proceso histórico en su conjunto. De ahí su cuestionamiento a la figura del ‘crítico profesional’:
Para una interpretación profunda del espíritu de una literatura, la mera erudición literaria no es suficiente. Sirven más la sensibilidad política y la clarividencia histórica. El crítico profesional considera la literatura en sí misma. No percibe sus relaciones con la política, la economía, la vida en su totalidad. De suerte que su investigación no llega al fondo, a la esencia de los fenómenos literarios. Y, por consiguiente, no acierta a definir los oscuros factores de su génesis ni de su subconsciencia.
José Carlos Mariátegui
Autoexiliada y despojada de los falsos honores, la radiografía que Mariátegui hace de la literatura de su país refleja —de principio a fin— el semblante de una verdad incómoda y lacerante, aquella en la que quizá haya incurrido la mayor parte de la literatura de nuestro continente: abusar de una nostalgia y un pasadismo insoportables. Con la vehemencia que caracterizaba a su voz, Mariátegui condenó duramente el carácter imitativo de la literatura peruana de su tiempo, toda vez que subraya la incapacidad que ha mostrado al momento de solventar una personalidad y voz propia. Bastarda por nacimiento, gran parte de la producción literaria expresa una dependencia no solo formal sino ontológica, pues el erudicismo, escolasticismo y clasicismo trasnochado de sus autores así lo manifiestan. Y Mariátegui, como un suscitador nato, se ubica en la otra orilla, aquella en la cual es necesario aniquilar todo vestigio del culto romántico del pasado.
Entre las causas que hubieran perpetuado por tanto tiempo este ‘ethos’ melancólico y chauvinista, Mariátegui ubica a la falta de raíces y vínculos de la literatura con la realidad circundante. ¿Por qué? El arte, como cualquier manifestación humana, surge de la sinergia inevitable con las circunstancias y condiciones que rodean a un pueblo. Quizá por ello la visión de Mariátegui resulte tan pesimista, al observar una producción literaria enclenque, que en su gran mayoría refleja la anemia de una sociedad atravesada por la negación, la explotación y el vasallaje. Siendo mucho más osado, el Amauta considera que, mucho más que en cualquier otro ámbito, en el campo de las artes se perpetúa por más tiempo el espíritu imitativo heredado del colonialismo, aquel que promueve la simple importación de los cánones hegemónicos vigentes y, luego, a la incesante repetición de una copia mediocre. Sin ánimo alguno de engañar o parecer benévolo, el intelectual peruano sostiene que por el lapso de interminables siglos la imaginación domesticada de varias generaciones de escritores se conformó con mirar únicamente en dirección a la metrópoli colonial, regodeándose en la reproducción de una literatura pírrica, exigua y, para colmo, profundamente conformista.
El drama de la literatura será también el drama histórico del pueblo que la sostiene, pues tanto el Perú como la mayoría de países latinoamericanos están marcados por su condición de proyecto frustrado de nación, incompleto y pendiente. La denominada ‘revolución criolla’ fue sencillamente incapaz de concretar la superación del régimen económico-social de la colonia, el cual, además de mantenerse vigente, supo adaptarse a la flamante institucionalidad de las repúblicas nacientes. Si habría de fallar el proyecto de nación, cómo no iba a ocurrir lo mismo con los intentos por animar un discurso literario propio. A decir de Mariátegui, para la formación de una literatura auténtica no bastaba con que un grupo de criollos o mestizos se comprometiera a describir la realidad, sino más bien, que hayan mostrado mayor interés en identificarse con ella o, lo que es lo mismo, afrontar la negación intrínseca que atravesaba (¿y atraviesa?) al proceso histórico latinoamericano, partido en dos por la lógica excluyente del colonialismo occidental.
Ante este panorama, Mariátegui no se contenta con la postura nihilista y pesimista, sino que insiste en la urgencia de reconstruir (a un tiempo) la nación y su proyecto literario, como fenómenos que se complementan y relacionan íntimamente. De este modo, partiendo de la premisa de que todo nacionalismo en el campo literario es un fenómeno estrictamente político, antes que estético, Mariátegui revela su aspiración de construir una identidad literaria sobre la base del primer movimiento auténticamente peruano: el indigenismo.
Blindándolo de cualquier actualidad esnobista o coyuntural, el Amauta depositó toda su confianza en el indigenismo literario como el nuevo estado de ánimo que necesitaba el proyecto de configuración de una nacionalidad nueva. Mientras que el ‘criollismo’ no fue capaz de fraguar una corriente de espíritu nacionalista (principalmente porque se autoimaginó a espaldas del pueblo), el indigenismo podía asumir ese desafío pues, como proyecto literario (y político), representaba el inicio de una esperanza de reivindicación para el futuro.
Pero ¿qué imaginaba Mariátegui cuando pensaba y hablaba del indígena peruano? Contrario a lo que pudiera imaginarse, no está visualizando un tipo, tema o personaje definido, sino la esperanza de una raza, una tradición y, ante todo, un ‘espíritu’ que lleva la fuerza de nuevo tiempo. Si la masacre de la conquista no había significado la destrucción de la raza indígena, esta estaba llamada a transformarse en la piedra angular de la nueva sociedad y de la nueva literatura, un momento de transformación y definitiva emancipación de la metrópoli. En estas condiciones, luego de una serie de intentos frustrados, el indigenismo podría finalmente lograr la destrucción de las raíces del colonialismo y la necesaria aceptación de la dualidad intrínseca que habitaba el núcleo de la identidad peruana. Y será la literatura de César Vallejo la que, anunciando una nueva sensibilidad, un nuevo arte, permitirá inaugurar el programa de reconstitución de la literatura y de la nación. Así, por primera vez en su pesquisa a la literatura peruana, Mariátegui reconoce en Vallejo al creador total e innato, pues su creación representa la señal de un organismo que comienza a gestarse, los primeros pasos de esa esperanza que debía ser la nueva literatura peruana.
Hoy sabemos que el enorme entusiasmo de Mariátegui por el indigenismo literario se desvaneció, pues además de la obra de importantes autores como Ciro Alegría o José María Arguedas, las bases de ese movimiento resultaron tan fugaces como inestables. No obstante, sin intención de aprovechar la ventaja interpretativa de haber constatado este fracaso, es necesario ser justos con los alcances de las propuestas del Amauta, pues su obra, como la de cualquier otro, funciona como un todo orgánico y coherente, y su ensayo sobre la literatura peruana adquiere significado únicamente si lo abordamos desde la lectura global de su propuesta. De ahí que, más allá de las falsas esperanzas o determinadas imprecisiones puntuales que la historia se ha encargado de evidenciar, hay que vislumbrar el conjunto valioso y plenamente actual de las ideas de Mariátegui. Únicamente desde esa perspectiva, aérea y minuciosa al mismo tiempo, podremos valorar honestamente el esfuerzo intelectual de este filósofo latinoamericano.
Revisadas, cuestionadas o incluso desvirtuadas, las propuestas de José Carlos Mariátegui aún nos inquietan, y su voz, tan clara como poderosa, nos remite a una personalidad fundamental en la historia de las ideas en América Latina. Apelando a sus propias palabras, si la obra de un autor debe mantenerse viva, será porque ha sido capaz de trascender por sí misma y estimular, en múltiples sentidos, a varias generaciones. Si fuésemos capaces de neutralizar el desolador nihilismo que en ocasiones nos invade, deberíamos luchar por reavivar la memoria invaluable de autores que, como Mariátegui, fundaron en su carácter suscitador la potencia de su obra:
Al margen de los movimientos, de las tendencias, de los cenáculos y hasta de las propias generaciones, no han faltado en el proceso de nuestra literatura casos más o menos independientes y solitarios de vocación literaria. Pero en el proceso de una literatura se borra lentamente el recuerdo del escritor y del artista que no dejan descendencia. El escritor, el artista, pueden trabajar fuera de todo grupo, de toda escuela, de todo movimiento. Mas su obra entonces no puede salvarlo del olvido si no es en sí misma un mensaje a la posteridad. No sobrevive sino el precursor, el anticipador, el suscitador.
José Carlos Mariátegui
Notas
1. Para todas las referencias de este artículo, ver: Mariátegui, José Carlos. (2007). Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana. Caracas: Fundación Biblioteca Ayacucho, Colección Clásica
N°. 69.