Manual de Piglia para leer la tradición literaria argentina

Ricardo Piglia decía que, porque quería ser escritor, no siguió la carrera de Letras, pues perdería el interés en el oficio. También dijo: «La ausencia casi total de literatura que hubo en mi infancia fue sin duda lo que hizo de mí un escritor». Ambos enunciados tienen que ver con la marginalidad, la excentricidad, lo que llamaba «andar por las calles laterales». Huir del centro, del ordenamiento y la clasificación externos: las lecturas de un escritor deben ser arbitrarias, guiadas por el instinto, por un proyecto literario cuya trayectoria solo puede ser trazada por una necesidad intransferible. El resultado de esta voluntad está no solo en su quehacer literario, sino también en su particular forma de leer y hacer crítica. Piglia reconstruyó la tradición literaria argentina desde esa posición excéntrica: su visión histórica, las relaciones que tejía entre obras y autores, la meditación sobre las apropiaciones, los legados, las rupturas, renovaron la imagen que tenemos de los escritores fundamentales de las letras argentinas.

«Uno solo puede pensar su obra en el interior de la literatura nacional», sentenció en una entrevista, ‘El laboratorio de la escritura’, publicada en Crítica y ficción. Por más que un escritor niegue la literatura de su país, y aunque solo lea a autores extranjeros (él mismo, al iniciar su carrera literaria, estaba enfocado en autores norteamericanos, con Faulkner a la cabeza), siempre estará interpelando a su contexto.

La necesidad de organizar y entender la literatura argentina, influenciada quizás por su mirada de historiador, llevó a Piglia a pensar que Borges era en realidad un escritor del siglo XIX. La idea la desarrolla su alter ego, Emilio Renzi, en su primera novela, Respiración artificial. El argumento: Borges cierra la literatura decimonónica de su país al clausurar el conflictivo diálogo entre la gauchesca y las letras europeas.

Esta oposición entre civilización y barbarie, que inaugura las letras argentinas, inicia con el Facundo de Domingo Sarmiento. Este libro informe, con numerosos registros y tipos de escritura, se alimenta de un proyecto político y de una pretensión hacia lo real, alejándose de la tradición de la novela decimonónica europea: impoluta, cerrada, uniforme. Esta necesidad de validación real parte del hecho de que en la Argentina del siglo XIX existe un antagonismo entre la ficción y el uso político de la literatura, donde lo primero no tiene prestigio.

En toda su pretensión de seriedad, en el Facundo se citan epígrafes atribuidos a autores que no los escribieron. «Bastaría hacer la historia del sistema de citas, referencias culturales, alusiones, plagios, traducciones, pastiches que recorre la literatura argentina desde Sarmiento hasta Lugones para ver hasta qué punto Borges exaspera y lleva a la parodia y al apócrifo esa tradición». Piglia afirma, en ‘Parodia y propiedad’, entrevista realizada por Mónica Tamborenea y Alan Pauls, que el Facundo es un paradigma en la literatura argentina porque es un libro de ficción escrito como si fuera verdadero. Hay que recordar que en Borges el uso de citas falsas forma parte de su marca personal.

Según Piglia, las grandes novelas argentinas tienen un carácter «desmesurado, de estructura fracturada, que quiebran la continuidad narrativa, que integran discursos y registros diversos». Es el caso de Una excursión a los indios ranqueles, de Lucio Mansilla; Peregrinación de Luz del Día, de Juan Bautista Alberdi, y, en el siglo XX, Museo de la novela de la Eterna, de Macedonio Fernández; Adán Buenosayres, de Leopoldo Marechal; Los siete locos, de Roberto Arlt, y Rayuela, de Julio Cortázar.

Si Borges habita el siglo XIX, para conocer a los fundadores de la literatura argentina del siglo XX hay que buscar en otro lado. «Los grandes textos son los que hacen cambiar el modo de leer. Todos trabajamos a partir del espacio de lectura definido por la obra de Macedonio Fernández, de Marechal, de Roberto Arlt». Sobre Arlt dice: «Es demasiado excéntrico para los esquemas del realismo social y demasiado realista para los cánones del esteticismo». El autor de Los siete locos vincula a la ficción con la estafa, el fraude, la falsificación, y desde allí construye una propuesta literaria que alimentará de forma definitiva el imaginario de las letras argentinas.

Tanto Arlt como Borges se interesaron por los textos de divulgación y su uso literario. Pero la aproximación a estos saberes que circulan por «canales raros» es diferente. En Borges, dice Piglia, se da «como biblioteca condensada de la erudición cultural al alcance de todos», a través, por ejemplo, de la Enciclopedia Británica. Arlt se deleita con «las ediciones populares, socialistas, anarquistas, y paracientíficas que circulaban por los quioscos entre libros pornográficos y revistas deportivas». Este parentesco y diferencia es una evidencia de por dónde se articula el cambio de siglo en términos literarios.

«Creo que es evidente para cualquiera que lo haya leído, que Macedonio es quien renueva la novela argentina y marca el momento de máxima autonomía de la ficción». Macedonio Fernández se constituye en antítesis de Sarmiento, al unir política y ficción (Sarmiento quiso validar la literatura haciéndola pasar por un discurso político) y los ve como «estrategias discursivas complementarias», evidenciado a su vez el carácter ficcional de la política.

Este mapeo de las letras argentinas aquí condensadas grosso modo, es una actividad que preocupó a Piglia durante toda la vida. Sus lecturas son, como él deja sentado desde el inicio, de un carácter muy personal, sin por ello ser menos rigurosas. Desde esta perspectiva es importante considerar que Piglia, al trazar este recorrido literario, está al mismo tiempo justificando su trayectoria literaria.