Macondo es un souvenir en McOndo

Los padres que valen son los que te forman antes de que tú mismo desees formarte. Te marcan y, muchas veces, esa huella es indeleble. Alberto Fuguet, Tránsitos | Una cartografía literaria

Hay que matar a los padres. El chileno Alberto Fuguet (1946) es un parricida serial. Eludiendo el lugar común de hallar un único tema en una única obra, el edificio literario de Fuguet se sostiene en el acto de matar para parir. Bolaño o Vargas Llosa, padres sospechosos; lo hetero o Chile, malos padres. Cada figura paternal se asoma en el horizonte del escritor como pidiendo azotes. Y el escritor los propina, toma distancia y da a luz.

La banda Faith No More desató la pregunta, allá en la primera mitad de los noventa, durante una edición del festival de Viña del Mar: «¿Qué pasaría si la literatura tuviera algo de rock?», se preguntó Alberto, el periodista. Así nació Mala onda (1991). «Quizás —decía dos décadas después, en su ensayo sobre Roberto Bolaño, en Tránsitos (2013)— uno siempre está compitiendo (y, de paso, perdiendo) con Borges o Hemingway o Coetzee, pero todo se altera cuando te toca leer a los que son más cercanos». Roberto Bolaño era la impronta cercana del miedo que el autor tenía a lo que se diga acerca de su trabajo literario. No se trataba del precario qué dirán, sino más bien del posible azote paternal. Había que enfrentarlo o había que responder. Bolaño creció y su figura se infló como la de un rockstar; y en ese tiempo en el que el rockstar se siente incólume y muchas veces apátrida, de la boca o de la pluma del detective salvaje salió «Fuguet».

Y Fuguet salió bien parado —excepto por la ironía con la que se refirió Bolaño a la reciente aparición del joven Alberto en una tapa de la Newsweek—, tanto que hasta llegó a sugerirlo entre otros nombres como Mario Bellatin, Pedro Lemebel, Jaime Collyer o María Moreno, como autores chilenos que debieron ser parte del Primer Encuentro de Escritores Latinoamericanos, organizado por Seix Barral, en Sevilla.

Pero tuvo que ocurrir que este padre (también) diera motivos. Aunque sea por siempre uno de sus padres más entrañables, Alberto Fuguet nunca estuvo de acuerdo con que el Bolaño de sus primeras lecturas se hubiera transformado hacia el final en un performer de sí mismo, en un personaje llamativo por lo que decía en los medios, en algo extraliterario y, sobre todo, en un promotor de la división entre chilenos y no chilenos, entre buenos y malos, entre lúcidos y obtusos. Comprender la literatura de un país o de una región como una cuestión entre bandos o pandillas es algo que no cabe en la cabeza de Fuguet. A decapitar. Bolaño continúa ahí, en el sitial de los padres, es el mito del frontman, pero la mirada de Alberto se dirige hacia él en línea horizontal.

Al autor de Tinta roja (1996) le ha perseguido la figura arquetípica del padre, con todos sus modos y versiones: su propio padre, el padre de su padre, José Donoso, García Márquez (¿García Márquez? ¡Sí!), Vargas Llosa y Chile siempre.

Vargas Llosa. ‘Varguitas’. Imagino a Alberto preso del asombro al terminar la lectura de Los cachorros y La ciudad y los perros. Lo imagino vibrante y deseoso de escaparse de sí mismo cuando fue elegido para presentar La fiesta del chivo, en Lima. «Yo siempre he sentido a Vargas Llosa como un padre», ha dicho. Pero no como a un padre biológico de aquellos hechos a soplo de sahumerio y salpicados con agua bendita, ni de esos que tienen hijos para descargar látigo. Vargas Llosa es el padre al que se le puede perdonar lo farandulero y hasta lo demagogo porque se deja imitar.

Digamos que —en sentido figurado— se trata de un rockstar que se detiene para hacerse selfies con sus fans y que se da el tiempo de atender peticiones cuando está en el escenario. Porque a pesar de sus aires de aristócrata que a veces mira por sobre el hombro, Mario Vargas Llosa ha hecho de sus libros cartas geográficas de Lima y de Perú. Su ‘mapa literario’ es su país, y es ese el país que Alberto conoció y que no podrá ser reemplazado jamás por el país que no habita la obra del Nobel arequipeño. Pero había que despojarse de algo. ¿Cómo matarlo? ¿Cómo sacudirse de su sombra? Precisamente así, llevando al propio terreno las estrategias y la convicción, delineando las certezas de que uno anda sus propios pasos y baila rock.

«Creando tengo poder —dice Alberto, al iniciar Missing—, creando me siento seguro, creando soy mejor persona porque siento que puedo salirme un rato de mi mente, un lugar, por lo demás, donde me siento en extremo cómodo». Huir del escenario del crimen que es uno mismo. Escapar de ese sí mismo que se obsesiona con matar a papá, para por fin entregarse al vacío, convertirse en padre creador y —de alguna manera— ponerse en el lugar de sus víctimas, parecería ser el dilema.

Por eso Alberto conserva el don de perderse, de confundirse entre los otros. Cómo observar, cómo alimentarse de calle y del mundo, y cómo parir sin saber lo que es matar o matarse. Fuguet está muy lejos de ser un rockstar, aunque escriba como se escribe y como se vive el rock. Por eso se acercó a la figura del colombiano suicida Andrés Caicedo —otro personaje del rock que siempre estuvo detrás del mainstream, detrás de todo, mientras el frontman vitalicio ya era García Márquez y lo seguirá siendo—.

Alberto Fuguet es el que devuelve al lector la sensación de vivir una historia propia, solo susceptible de verosimilitud. Es el que escribe desde los camerinos y no desde el escenario, es el que puede ver que la superestrella del show business también va a cagar y se odia porque odia su propia tristeza, aunque diga que sus putas son las tristes. A medio camino entre el periodismo y la ficción, el chileno diseña perdederos para desahuciados contemporáneos y se desmarca de los grandes mitos de la literatura latinoamericana, de aquellos que estaban a punto de fosilizar nuestras mentes y embalsamar nuestra imaginación con figuritas de bazar.

En los últimos veinte años, los seres humanos hemos mutado. Macondo es un souvenir en McOndo. Chile ya no es Chile y Ecuador ya no es nada. No hay costados, solo esquizofrenia. Habitamos territorios quebrados, transitamos múltiples dimensiones temporales y usamos lenguajes que no terminamos nunca de fabricar.

Somos capaces de intuir realidades distantes y de intimar con individuos que no podemos tocar. Somos la especie sin patria que odia al extranjero, al diferente, al otro. Somos la especie sin alma que asesina a los hijos en nombre de los padres y las madres de mármol.

Por fortuna, en este ínfimo período de la historia de nuestra especie también somos otros cuerpos, somos otros deseos y, a la vez, somos los cuerpos y los deseos de toda la historia. Escribir ahora no puede ser sino el sacudimiento, la agitación y el desgreñe del roquero perdido y huérfano en un tiempo que ya no le pertenece. Fuga.