Lucia Berlin y sus heterónimas

Si se toma al pie de la letra la propuesta de Roland Barthes, de que la muerte del autor hace desaparecer todo vínculo biográfico en el texto, Lucia Berlin sería solo un mal espejismo de nuestra voluntad confusa, caótica y fragmentada. Berlin (Alaska, 1936-Los Ángeles, 2004) es de esas sorpresas literarias que ha esperado su turno y que hace pensar en un verso de Dylan Thomas: «abarcando las penas de los siglos, que no elogian ni pagan ni hacen caso de mi oficio o arte».

Manual de mujeres de la limpieza (2016) es un boom. No hay lista de 2016 de medios literarios que haya dejado de mencionar a este conjunto de 43 relatos que por primera vez son traducidos al español. Son historias que tienen en común casi todas las facetas de Berlin: catedrática, mujer de limpieza, alcohólica, enfermera, escritora, recepcionista en hospitales, víctima de cáncer y portadora de un tanque de oxígeno hasta los últimos días de su vida.

Las versiones de Berlin

Carlotta, Eloise, Dolores, la pequeña Lou, María, son personajes femeninos que ocuparán el centro de relatos caracterizados por la desfachatez en llamar a las cosas por su nombre sin dejar de un lado que se trata de literatura. Hay una fluidez cotidiana que asalta al lector de este ‘Manual de mujeres de la limpieza’, nombre del cuento que se centra en el duelo que lleva la protagonista a sus espaldas. El texto en primera persona da detalles de ese mundo interior en el que lo doméstico pasa a un plano central y describe con agudeza el mundo de las criadas. Eso sí, Berlin no descuida el hecho de que está haciendo ficción a partir de temas intrascendentes y comunes. Ella encuentra la manera de hacer relucir los espacios corrientes y embarca al receptor en varios oficios incómodos:

«Y las mujeres de la limpieza roban. No las cosas por las que tanto sufre la gente para la que trabajamos. Al final es lo superfluo lo que te tienta. No queremos la calderilla de los ceniceros… (Consejo para las mujeres de la limpieza: aceptad todo lo que la señora os dé, y decid gracias. Luego lo podéis dejar en el autobús, en el hueco del asiento)».

El relato también es una exploración etnográfica, con referencias a carteles publicitarios y al color de una ciudad como Oakland (California). La constante mención de los exteriores y las paradas de autobús que frecuentan la protagonista y las otras mujeres de limpieza, son una excusa para remover el dolor de una pérdida: «Echo de menos a Ter y fumo. Los trenes no se oyen de día».

Berlin lo pudo todo. En ‘Mi jockey’, la sala de Urgencias es el centro de un relato que acogerá una mirada estética como un escultor que está frente a su objeto de arte: «Las radiografías de los jinetes son alucinantes. Se rompen huesos constantemente… parecen brontosaurios reconstruidos. Radiografías de San Sebastián». El relato explora la belleza masculina con ojos de una auxiliar. Todo es impresión, todo es pretexto de un recorrido sensorial: «… estaba allí tumbado, inconsciente, un dios azteca en miniatura, pero con aquella ropa tan complicada fue como ejecutar un elaborado ritual… como cuando Mishima tarda tres páginas en quitarle el kimono a la dama».

Páginas más adelante, mismo lugar y con otra mirada, Berlin nos acompaña sin anestesia de por medio: «Apuntes de la sala de urgencias, 1977: Me gusta mi trabajo en Urgencias. La sangre, los huesos, los tendones me parecen afirmaciones rotundas… Demerol. Quizá soy morbosa. Me fascina ver dedos en una bolsita de plástico, la hoja reluciente de una navaja atravesando la esbelta espalda de un chulo».

Para Berlin, estos momentos son los adecuados para evocar vivencias de amor, una constante en sus historias. Así la narradora se apropia de los estímulos de extraños solo para desbordar en un «me asaltó el recuerdo del amor, no el amor en sí».

La simultaneidad es otro de sus méritos: Podemos estar en Idaho, en 1940, y regresar nuevamente al Oakland de los ochenta.

Recorrido migratorio

Una de las facetas más productivas en el tejido narrativo de Berlin es la diversidad geográfica. Sus cuentos tienen lugares como Ciudad de México, Arizona, Nuevo México, El Paso, Santiago y California. En este recorrido es natural aludir a un leve toque modernista, visible en el constante repensar la ciudad: «su ojo abierto, su oído preparado», recuerda al flâneur que Walter Benjamin acuñó. En esta línea, la infancia será un lugar de recreación y rescates simbólicos en Berlin: «no porque fuera buena, sino porque me gustaba jugar». De estas facetas hay muchas: desde la experiencia de una niña en un colegio de monjas al macabro ejercicio de ayudar en el consultorio dental de su abuelo hasta una adolescente «obligada» a ayudar a una maestra comunista en Chile.

En estas historias de la niñez será común toparse con temas agresivos, violentos, pero narrados de una forma sutil y siempre desviando la atención del lector. ‘Doctor H. A. Moynihan’, ‘Estrellas y santos’, ‘Buenos y malos’, ‘Volver al hogar’, son algunos de los cuentos que se destacan en esta línea.

Dolor fantasma’, ‘Dentelladas de tigre’, ‘Inmanejable’ o ‘A ver esa sonrisa’, desarrollan el desgarro de una narradora que se batirá con los efectos del alcohol y del exceso. Personajes rotos, ausentes de todo vínculo afectivo, como si la vida hubiera sido escogida para ir contando los días de sobrevivencia: «El truco está en aquietar la respiración y el pulso. Mantener la calma en la medida de lo posible hasta que consigas una botella».

La poética le sale al paso

Cualquier intento por definir un estilo personal de Berlin podría estar resumido en uno de estos cuentos: ‘Punto de vista’, en el que una narradora va construyendo un relato ante los ojos del lector; o ‘Llegó el sábado’, en el cual una voz masculina testimonia los ejercicios literarios emprendidos en un taller en la cárcel. La autora conoce todos los ardides secretos de la narrativa y los utiliza cuando quiere, hasta ironizar: «Si el narrador cree que hay algo en esta patética criatura sobre lo que merezca la pena escribir, será lo que hay».