Seguramente muchos de nosotros tendremos algún recuerdo relacionado con una biblioteca. El mío tiene que ver con los libros que había en mi casa, siempre disponibles, y también con la hermosa biblioteca de mi colegio. Ir a la biblioteca era una aventura, no solo porque había algo de mágico en el silencio y en el orden de los libros, sino porque en ese lugar siempre me aguardaba un nuevo descubrimiento, un libro sorprendente encima del estante, una historia apasionante o un dato curioso. La biblioteca era el paraíso que Borges hubiera querido ver. Y, para mí, estos lugares tienen ese encanto de oasis y de refugio. Siempre que puedo voy a una, no solo a leer sin interrupciones, sino a curiosear, sobre todo a curiosear, porque si algo se debe hacer ahí es explorar, sumergirse en sus secretos, entusiasmarse con los hallazgos y luego volver. Siempre volver.
Claro que hay bibliotecas y bibliotecas, desde aquellas que parecen templos sagrados en las que tomar un libro es tarea casi imposible —casi iguales a los archivos de la Edad Media— hasta aquellas —como la de la facultad en la que estudio aquí en Buenos Aires— que se parecen más a un merendero, por la bulla y el olor a comida. Me gustan las bibliotecas con estantes abiertos, en las que uno puede explorar y sorprenderse, y aquellas con mucha luz, como para quedarse un largo rato abstrayéndose del mundo. Hay aquellas en las que parece que no hubiera entrado nadie en mucho tiempo, y que, curiosamente, casi siempre son las que más tesoros guardan. Estos lugares, pese a ser tan espectaculares, pocas veces se dan a conocer. Generalmente uno llega a la biblioteca por sugerencias de los amigos y por la curiosidad del investigador, porque parece que todavía subsistiera el estereotipo de que son el lugar al que solo van los ‘ñoños’, los ‘ratones de biblioteca’, y eso es una pena.
A veces parece que ni siquiera quienes dirigen las bibliotecas tuvieran conciencia de su valor y prefirieran mantenerlas en el anonimato que acercarlas al mundo. Es tan necesario que las bibliotecas se abran al mundo; que no solo sirvan como un depósito de libros sino como promotoras de lectura. Que acojan en sus espacios todo tipo de lectores y que traten de atraer a aquellos de las nuevas generaciones, tan poco familiarizados con los libros y su magia.
Hay muchas iniciativas estupendas en las que las bibliotecas salen de sus espacios para visitar los barrios y acercarse a las personas que tienen poco acceso o conocimiento de ellas. Y también hay bibliotecas que han abierto sus fondos virtuales y que son un verdadero tesoro, y un gran aporte al conocimiento. Las bibliotecas siempre serán lugares maravillosos, estén donde estén y en el formato que sea. Lo que importa es que no las dejemos morir.