Entre los claroscuros de la historia prehispánica, un fuerte testimonio se conserva en criptas y nichos.
«Desde la época aborigen se ha conmemorado a los difuntos con una serie de tradiciones. Para los incas, los muertos pasaban a formar parte del misterioso mundo de las huacas, un término que refería a todo lo que se relacionaba con un poder sobrenatural o con una fuerza obscura», explica Javier Gomezjurado Zevallos, autor del libro Historia de la Muerte en Quito, que recorre las épocas precolombina, colonial, republicana y actual.
Esta semana, como antesala del Día de Dinfuntos, Gomezjurado presentó su estudio en la Capilla del antiguo Hospital San Juan de Dios (donde funciona el Museo de la Ciudad) en la última jornada del I Encuentro de Cultura Funeraria. En el lugar, en el siglo XVII, se entregaban indulgencias pero también era la última morada de los enfermos. «En las partes superiores del edificio había camas que compartían varios pacientes, dos o tres», relata Adrián Gutiérrez, de la Fundación Quito Eterno enfundado en un traje de época. «A veces, si uno moría durante la noche o madrugada, sus acompañantes tenían que amanecer con él». En la parte del exhospital que da al sur, de cara al Panecillo, eran enterrados los muertos si sus deudos podían pagar por ese lujo, «si no, eran envueltos en telas, mortajas que iban a dar a una fosa común o quebradas», cuenta Adrián.
La jerarquía en las tumbas de las iglesias también es visible entre quienes en vida fueron autoridades: las menos importantes tienen como última morada la parte subterránea, el inframundo y, las que permanecen en concavidades de un muro, a la altura de los vivos destacan de entre los muertos. Pareciera que los ritos no tienen límites temporales, pero fueron los neandertales quienes se preocuparon —en el Paelolítico medio— al ver la descomposición de los cuerpos de sus parientes y empezaron a enterrarlos.
Hace más de medio siglo, «en el marco del culto a los difuntos, (en estas tierras) se le proporcionaba al cadáver una morada adecuada, donde se apilaba una serie de vasijas, vestuarios y diversos adornos para que pueda afrontar su nueva vida en el más allá», dirá Gomezjurado y los detalles vivos que la muerte deja a su paso se van desgranando en su libro, con un orden temporal que incluye aspectos culturales y sociológicos además de su importancia en la historia.
El encuentro que convocó a más de un centenar de asistentes cada día, a una capilla enclavada en un museo, tuvo como ambientación el cielo encapotado de Quito, del que cayó una lluvia inclemente después de mañanas soleadas, tan impredecibles como la muerte.
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Javier Gomezjurado argumenta de esta manera el tratamiento de los cadáveres que incluye ciertos artificios: «Se colocaban cuencos con chicha, granos de maíz y otros alimentos, así como sus herramientas o utensilios personales y amuletos, de manera que el difunto se halle cómodo en la otra vida». Su voz se pierde en los pasillos del convento —en el que, como en un velorio, se ofrece café, té, galletitas…— y no llega a las estrechas calles del Centro Histórico, donde ya se ofertan colada morada y guaguas de pan. Esa bebida y comida ritual que recuerda el ensayo El Laberinto de la Soledad, del escritor mexicano Octavio Paz, por aquella confesa «costumbre de comer el Dos de Noviembre panes y dulces que fingen huesos y calaveras (…), hábitos, heredados de indios y españoles, inseparables de nuestro ser».
En esta, la víspera del Día de los Muertos, es momento de recordar la entrevista que Gomezjurado concedió a este diario a través de varios correos electrónicos y un par de llamadas telefónicas.
¿Los Incas tenían su Día de los Difuntos?
El acto de honrar a los muertos ocurría en el Aya Marcay Quilla, que correspondía al duodécimo mes del calendario inca, en el que se conmemoraba a los difuntos con cantos fúnebres, llantos, visita a las tumbas, desentierro de algunos cuerpos momificados de sus lugares de sepultura para pasearlos, y compartición de alimentos y bebidas; y cuya fecha coincide anualmente con la fiesta católica de difuntos.
En la antigüedad, cada cultura tuvo sus rituales, a diferencia de ahora, que casi se han hecho comunes, salvo por ciertas excepciones que tienen origen histórico…
En el territorio que actualmente constituye el Ecuador, y en tiempos del llamado mítico Reino de Quito, la muerte fue entendida casi de igual manera entre las diversas tribus y pueblos aborígenes que lo integraron; aunque sus prácticas rituales funerarias variaron. Por ejemplo, entre los antiguos Cayapas, el cadáver era enterrado en pequeños montículos, en posición fetal o de cuclillas, a efectos de que el difunto recobrase las fuerzas invisibles de la Madre Tierra al volver a la noche cósmica; mientras que entre los Puruháes, cuando moría un indígena, sus mujeres con las caras tiznadas se dirigían a los cerros y a otros lugares por donde solía andar el difunto en vida, para buscarlo. Lo llamaban por su nombre y le recordaban todo lo vivido. Esto lo hacían cantando y derramando muchas lágrimas, porque su llanto incluía el canto.
¿En algún momento de la historia, los muertos dejaron de ser enterrados?
El padre Juan de Velasco (1727–1792) refiere en su Historia Antigua, que el Reino de Quito fue conquistado por el pueblo Shyri, que no tuvo la costumbre de enterrar a sus muertos abriendo una sepultura en la tierra, tal como lo habrían hecho los remotos Quitus. Aquellos Shyris colocaban el cadáver en la superficie en un sitio separado de las poblaciones y ponían a su alrededor las armas y alhajas de mayor estimación. Concluidas estas, alrededor construían una pared baja de piedras, que empezaban a levantar los más allegados del difunto. Cubierto el recinto, con una especie de bóveda a manera de horno, cargaban encima tanta piedra y tierra que formaban una pequeña montaña llama tola.
¿Qué prácticas fueron constantes en la historia de los ritos funerales?
En una relación de 1573 se señala que, en los funerales indígenas de la época, se acostumbraba a llevar a los difuntos sobre una tianga o en andas sobre hombros. A su alrededor iban los familiares y amigos cantando y llorando. En un principio eran enterrados con sus bienes o tesoros, cuando los tenían, y el lugar de entierro eran sus propias casas, sus heredades, chozas o cerros apartados. En la ceremonia de la sepultura se tocaban instrumentos y los plañideros representaban las hazañas y condiciones personales del difunto.
Amortajaban el cadáver con los mejores vestidos, sobreponiendo camisetas y mantas. En la sepultura, junto al cadáver, que sería enterrado sentado, le ponían comidas y bebidas. Algunas de esas costumbres se mantendrán durante buena parte de la Colonia, aunque por efectos del catolicismo, los muertos de los pueblos y ciudades serán sepultados en los nichos que se construían en las capillas e iglesias.
¿Qué ritualidades han sobrevivido durante siglos, desde la época prehispánica?
Entre los indígenas algunas prácticas continuarán incluso hasta principios del siglo XX, tales como el juego funerario del guayru, cuyo origen sería incásico, y que —con ciertas variaciones— consiste en lanzar una especie de dado hecho de hueso sobre la sepultura o el ataúd del cadáver, para escoger entre aquellos a quienes debían heredar los bienes del difunto o a quienes debían llevar el cuerpo a la iglesia o debían recitar ciertas oraciones sobre la tumba.
De acuerdo a lo explorado por Paul Rivet (1876-1959) en la década de los veinte del siglo pasado, se asevera que en El Batán —población de Quito y cercanías, hoy una de sus parroquias urbanas— cuando moría un individuo, los pobladores lo vestían con sus mejores ropas. Luego era envuelto en una sábana blanca y tendido al sol. Después vendría toda una ceremonia que duraba dos días, en la que se rezaba, cantaba y lloraba al difunto. Se jugaba al guayru; se compartían alimentos entre los presentes; y, luego de una misa en la iglesia, se enterraba al cadáver en el cementerio, en medio de gritos y lloros desesperados.
Usted explica —en Historia de la Muerte en Quito— que el mito de la creación del hombre indígena se vincula con el maíz, «grano sagrado de la cultura aborigen que es ingrediente de la bebida ritual que es la colada morada». ¿Cuál es ese mito?
Parte de la concepción del aparecimiento y perfeccionamiento del ser humano a partir de la adición del maíz a la creación inicial del hombre hecho en barro, y que le dota de perfección. El origen de la preparación de esta bebida se pierde en el tiempo, entre las más ancestrales costumbres prehispánicas. Cuando alguien moría, luego de la ceremonia de entierro, se comía en torno a la tumba, compartiendo con el difunto los alimentos, la chicha y la colada morada, ambas hechas en base de maíz. Tales rituales de chicha y morada se fusionaron tiempo después en el Aya Marcay Quilla.
Y hay una ritualidad que envuelve a las guaguas de pan…
Son adornadas con anilinas de colores que, en conjunto, se depositan en la tumba, con rezos y lágrimas. Casi nunca faltan los responsos dados por los curas, los cuales tienen un costo. También son llevados hasta la tumba del difunto costales con maíz, trigo, morocho y cebada para obsequiar como recompensa a las personas que rezan por los muertos que se quieren. Y, finalmente, en grupo, se procede a arreglar las tumbas, quitando las hierbas y poniendo agua a las flores allí sembradas.
La colada morada actualmente se la prepara en base de harina de maíz fermentado combinada con frutas andinas —como el mortiño y la mora— aromatizado con hierbas y especias, y acompañada de trozos de frutillas, piña y babaco.
El mito del que hablamos define los rituales de la muerte. ¿De qué formas lo hace?
En tiempo de los antiguos pueblos indígenas que habitaron la región de Quito, el culto a los muertos y el consumo de la colada morada durante su recordación formaban parte de la cosmovisión de esta sociedad aborigen, en la que se admitía la existencia de una nueva vida en el más allá y un intrínseco vínculo con la misma. No solo se llevaban a cabo ciertos rituales como enterrar a los muertos junto a piezas hechas de cerámica, armas y ajuares funerarios muy lujosos elaborados con metales preciosos y concha spóndylus; sino que, además, dichas sepulturas se construían sobre montículos artificiales o tolas, de características sagradas, donde se disponían a los muertos de manera circular y en posición fetal, envueltos en telas.
En la actualidad, entre los grupos indígenas e incluso mestizos populares, aún persiste la costumbre de incluir a la colada morada como parte de las tradiciones andinas de la fiesta de finados, donde se combina lo gastronómico, lo religioso, lo lúdico y la socialización familiar y comunal.
Entonces, el mito pervive…
En varios cementerios quiteños, en particular en los emplazados en las otrora parroquias rurales —como los cementerios de Calderón, La Magdalena o Cotocollao— numerosa gente acude el Dos de Noviembre a rememorar a sus seres queridos y a limpiar sus tumbas; a semejanza de lo que ocurre también en otros camposantos de muchos pueblos y ciudades de la serranía.
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«MORIR CON DIGNIDAD»
En el Encuentro de Cultura Funeraria también se presentó Adela, una novela que tiene un protagonista envuelto en la muerte cerebral, y donde aparecen escenas en torno a la eutanasia, el derecho a la muerte digna, un tema excluido de la legislación ecuatoriana (practicar la muerte asistida está sancionado, según consta en el Código Integral Penal). Gomezjurado dedica un apartado de su texto a este último tema.
Se habla poco sobre la eutanasia…
El ecuatoriano no ve, debido a su perspectiva religiosa, como un derecho de las personas el decidir sobre su vida y el saber morir. Como hay un ‘vivir bien’, debería haber un ‘morir bien’, pero esto no se concibe por la carga ideológica religiosa que va en el sentido de que Dios es el único que puede disponer de nuestra vida, decidir cuándo debe llegar la muerte, el fin.
¿Qué ocurre en cuanto a los médicos?
Si practican el acto eutanásico, está contemplado que tengan una sanción; pero deben comunicar a los pacientes si no tienen opción de vida o si sus ‘días están contados’. Ahí hay una carga ética, que tiene que ver con el principio médico de luchar por la vida de las personas, salvarlas y hacer todo lo orientado a eso, no a lo contrario. Hay que preguntarse qué médicos acudirían para asistirlos ante el requerimiento de morir dignamente. Eso hay que debatir más allá de la academia, donde lo discuten quizá.
¿Qué pasa con las personas que son menos religiosas en cuanto a este tema?
Surge la esperanza de que es una carga afectiva relacionada con el azar. ‘¿Quién sabe qué pase mañana?’, se preguntan las personas, en la medida en que creen en una posibilidad, que puede convertirse en fe. Cuando el ser humano se desembaraza de lo inexplicable es, precisamente, cuando le otorga a Dios la razón de ser de las cosas diciendo frases como ‘por algo ha de ser’.