Las medidas de seguridad impuestas a los festivales de música independiente suelen incomodar al público. A esa dificultad —que incluye requisas y gastos adicionales en vigilancia— se suma el prejuicio que autoridades de control mantienen sobre las culturas urbanas. Ninguno de los organizadores de este tipo de eventos ha logrado vencer —en ese sentido— las barreras, las cuales se relacionan incluso con la prevención de atentados, que son más posibles en países vecinos, y que en el Ecuador no se han producido, al menos en los últimos años.
Colombia vive un proceso de paz que ha involucrado a algunos sectores sociales, entre ellos, a los aficionados a este tipo de conciertos, quienes están conscientes del nivel de cooperación que requiere una concentración masiva. Además, eventos como Rock al Parque han sobrevivido con apoyo estatal, junto a otras iniciativas privadas (Estéreo Picnic, Hermoso Ruido o el Festival del Diablo), dando cuenta de que los públicos pueden formarse y sostener propuestas que dan espacio para la puesta en escena y desarrollo compositivo de los músicos y sus agrupaciones.
En Quito, la XV edición del Quitofest —el 5 y 6 de agosto pasado— dejó un saldo negativo en cuanto a las expectativas de los organizadores, que pusieron por primera ocasión un precio a las entradas ($ 30 por día). Siete mil personas asistieron a ambas jornadas, pero la cifra esperada era de treinta mil. El domingo dedicado al metal —otrora género insigne del evento— tuvo una presencia mínima: dos mil espectadores.
Otros conciertos metaleros que sobrepasan la década de historia (La Semana del Rock, el Festival de la Concha Acústica o el Rockmiñahui) dejan tras de sí cifras que tampoco cumplen con las expectativas de sus organizadores y la gratuidad empieza a ser vista como una garantía excesiva para un público poco habituado a reconocer el esfuerzo laboral y creativo de los músicos.
El arte y espectáculo que mayor identificación genera con las personas en América Latina, y en gran parte de Occidente, es la música, por ello preocupa que las audiencias escaseen en naciones sin políticas públicas que incentiven su desarrollo.
Édgar Castellanos Molina (fundador de Mamá Vudú y del Quitofest), José Fabara (líder de Rocola Bacalao y El Carpazo) y Alfonso Pinzón (mentor de Agony y el Festival del Diablo) explican el estado actual de lo que han logrado, como gestores culturales, entorno a una masa generacional que vive los embates —buenos y malos— de la era digital y su hiperinformación aparentemente incontenible.