Liliana Felipe: «Es difícil vivir en una sociedad que quiere estar jodida»

Liliana Felipe es Elizabeth Costello, o casi. Costello es el personaje de una vieja escritora que crea el sudafricano J. M. Coetzee en una novela homónima. La escritora, cansada de sus novelas románticas, al final de su vida, aprovecha su fama para despotricar en congresos contra el maltrato animal, pero la gente no la entiende. El discurso de Costello es demasiado radical en una sociedad acostumbrada a comer carne y a aceptar la industria alimenticia como forma de vida. A la gente le resulta incomprensible y hasta desagradable. Felipe, una argentina radicada en México desde que la dictadura de Videla mató a su hermana y a su cuñado, dejó de comer animales hace seis años. Este lunes, en el Teatro Sánchez Aguilar, para su primer concierto en Ecuador, se vistió con la bandera de uno de sus tantos activismos, pues además de animalista es feminista, atea y proamor. Su camiseta negra llevaba escrito en el pecho «Amor animal» y al darle la espalda al público se leía la leyenda: «Violencia es comer carne».

Con su camiseta negra como bandera, un pantalón a media pierna y zapatos de tacón, de esos de señora, Felipe se paró frente al público, le dio la espalda al piano negro Steinway & Sons y con la luz tenue sobre su cuerpo cantó a capela La extranjera:

Hablo con dejo de otros mares, y ya no sé qué arenas guardarán secretas, aquel pequeño puñado de historias que fui, tan lejos de aquí. Hoy tu cuerpo es quien me enseña a vivir y desde que me abrazas, desde que me besas, no soy aquella que llega y que piensa distancia, tu vida también es mi país. Y si algún día ves que voy a morir, préstame tu pecho, será noche tibia y yo tendré por patria, la almohada que me diste.

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Nació en Córdoba, Argentina, en 1954. De pequeña, cuando con su familia se movió a vivir en Villa María iba a la iglesia siempre. Había un cura que entonces le parecía interesante, hasta que le dieron la noticia de que lo habían secuestrado y matado. «Igual —dice— nunca me dio por creerles». Desde siempre ha sido atea, «gracias a Dios».

Su relación con el piano lleva lo mismo que su ateísmo: toda una vida. De pequeña le preguntaron qué quería ser y respondió que pianista. Antes, había probado con el clarinete y la flauta traversa, pero nunca se sintió tan cómoda como frente al piano. «Sin ello mi vida hubiera sido muy aburrida. Siempre que me dicen “te vas a quedar sola”, digo que no: voy a estar con un piano. Me ha dado tantas alegrías. Salvo algunas veces que yo sola la cago, lo único que me ha dado son buenos momentos. Me da el poder de decir todo lo que quiero sin tener que soltar todos estos chorizos que suelto en una canción».

Desde 1976 es una exiliada. Ese año recorría Lima junto a su hermana mayor y otros amigos músicos. Allí recibieron advertencias del golpe de Estado que se tomaría la democracia argentina. Liliana decidió continuar el viaje, mientras su hermana y su cuñado volvieron al país aún con las advertencias y al poco tiempo no supieron más de ellos. Liliana Felipe se reconoce a sí misma como parte de la generación de exiliados argentinos en México, a la que llaman ‘asado con tortilla’.

En ese tiempo en el que decidió refugiarse en México estaba muy enojada por todo lo que pasaba en su país. Sentía que ser concertista de piano era algo burgués y que no servía para nada.

En México llegó a Coyoacán, donde se vinculó con el teatro y conoció sobre el escenario a Jesusa Rodríguez. Cuando la actriz mexicana la vio entre el público en una de sus presentaciones, se enamoró. Dice que fue amor a primera vista. Cuando se acercó a preguntar por ella, lo único que logró saber fue que era argentina. Jesusa, después de la agitación del teatro, le dijo a una amiga que ese día había conocido a la chica con la que viviría toda su vida.

Jesusa Rodríguez y Liliana Felipe viven juntas hace treinta y tantos años. Tuvieron dos bodas simbólicas, en un tiempo en el que los matrimonios igualitarios no estaban permitidos. Criaron dos perros salchichas (Lucho y Cirilo) y a Sancho, un burro. Recorrieron por cinco años Europa, y allí montaron en todos los escenarios que pudieron una versión femenina de la obra Don Juan de Mozart. Juntas escribieron teatro y compusieron las letras de las más de 400 canciones de Liliana. Fundaron el cabaret El Fracaso que luego se convirtió en un teatro-bar al que llamaron El Hábito y posteriormente La Capilla, considerado un lugar fundamental para la escena mexicana. Fueron parte del Movimiento de Resistencia Civil Pacífica. En ese activismo contra lo que consideraron el fraude electoral por el que Manuel López Obrador perdió la presidencia de México en 2006 nació una de las canciones más contundentes de Felipe: ‘Nos tienen miedo’.

«Si el mundo no está cambiando lo vamos a cambiar, porque así, no»

Liliana Felipe divide el tiempo de la humanidad de acuerdo a los sujetos que se liberan. En el siglo XIX fueron los esclavos y ni así, porque hasta mediados de los sesenta aún había algunas personas compradas para trabajar en el mundo. En el siglo XX fueron las mujeres y cree —como exigiría Elizabeth Costello— que esta es la era de la liberación animal.

Hace bastante tiempo ya les insiste a sus amigas, aquellas que considera que tienen toda la materia gris para entender cuestiones complicadas, que los derechos femeninos no pueden estar separados de los derechos de los animales.

Tengo la sensación de que si el feminismo no se alía con la lucha por los derechos de los animales deja de tener sentido. Siento que no se puede luchar por las féminas, por las hembras, por las mujeres y olvidarte del terror en el que son sumidas el resto de las hembras madre del mundo animal.

Frente al Steinway del Sánchez Aguilar canta, como si fuera la última vez, ‘También la belleza’:

Sola yo solita me lleno de gracia, como a un almohadón lo rellenan desgracias con plumas de ganso ya sacrificado sólo para el bien del dolor del costado.

Cuando termina la canción, aclara que en medio del tema, en el momento en el que entraban (ficticiamente) las trompetas, también debían hacerlo los activistas con carteles con esta leyenda: «Se acabaron las corridas de toros y todas esas mamadas de borrachos. El mundo está cambiando y si no, lo vamos a cambiar, porque así, no».

En uno de sus tantos discursos incómodos frente a universitarios y académicos, la Elizabeth Costello de Coetzee reclama: «Déjenme decirlo abiertamente: estamos rodeados de una industria de la degradación, la crueldad y la muerte que iguala cualquier cosa de que fuera capaz el Tercer Reich, incluso la hace palidecer, dado que la nuestra es una industria sin fin, que se autorregenera, que trae al mundo conejos, ratas, aves de corral y ganado con el único propósito de matarlos». Costello proclama en ese momento uno de sus discursos más radicales: señala la indiferencia humana ante la cercanía de los campos de concentración de Hitler para enunciar un nuevo tipo de indiferencia, la de la cercanía de la sociedad con un sistema alimenticio cruel pero normal para cualquier persona.

Liliana Felipe, quien leyó temblando el libro de Coetzee, cree que dejar de comer animales es facilísimo. «Lo que es duro —dice— es vivir en un mundo con tanta indiferencia, que quiere estar jodido viendo el fútbol». El crítico cubano Jaime Gómez Triana señala que para ella no se trata de una moda sino de una parte imprescindible de la estrategia descolonizadora en la que el ser humano debe implicarse si quiere recuperar su conexión con la madre tierra.

Es intensa cuando canta: «No tengas miedo, dijo la rata, es el azúcar lo que te mata. Que no te asusten los alacranes, traen más veneno los comerciales. Los animales son los guardianes, son los que cuidan nuestro planeta. No soy cobarde, no los maltrato. ¡Yo soy valiente y los defiendo!».

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Con el teatro a medio llenar, porque es lunes a las 20:00 en la vía a Samborondón, y se sabe que su música no es para cualquiera, cuenta que iba por la calle, en México y un perro la mordió. Ella, entonces, se agachó para morderlo, como considera debería ser el procedimiento. En eso salió el dueño y con la voz de angustia le dijo: «No se lo coma, por favor». Entonces, Felipe vuelve al piano y canta ‘Nadie’: «¿Qué cosa es el amor, medio pariente del dolor que a ti y a mí no nos tocó, que no ha querido, ni ha podido, ni ha sabido. Por eso, no estás conmigo».

Para Felipe, los modos de consumo son patriarcales, siempre necesitan a quien aplastar. Durante su viaje México-Panamá-Ecuador, en Copa Airlines, le ofrecieron dos veces comida: empanada de carne o sándwich de carne, en ambos casos «¿elegiste?», se pregunta. Defiende su vegetarianismo, pues, aunque no se diga mucho (ni las empresas lo consideren entre sus ofertas), en el mundo hay 600 millones de personas que no comen carne porque saben que el 90% de los animales que se crían para el consumo humano nunca han tocado la tierra ni han visto la luz del sol.

¿Crees que en lo que te cuesta pagar un pollo estás pagando la angustia, el mal que provoca? ¿Crees que pagan tratamientos de demencia quienes promueven el consumo de carne? Quien no quiere darse cuenta no se va a dar cuenta nunca. Pero si a alguien, en algún momento de su vida le preocupa tratar de ser un poco más justos o dejar de provocar la tragedia ambiental que estamos provocando y empezar a ver el problema de los otros seres sintientes, se va a dar cuenta de que el tema es muy duro y, seguramente, como a Elizabeth Costello, le provocará mucha desesperación.

Al dejar la carne, Felipe conoció un mundo de sabores que la conectan con el pasado latinoamericano, y cree que ahora toca mejor el piano que a los 50. Se siente un poco como Kafka, cuando frente a un acuario le dice a los peces: «Te puedo mirar en paz, ya no te como». Ella, una sembradora profesional de árboles, quisiera que la vean como una Elizabeth Costello.