En la columna de la semana anterior hablé acerca de la glotopolítica, como el estudio de las políticas que se establecen en relación con las lenguas y la implicación que tienen sobre estas las decisiones políticas en general. Dentro de este ámbito, quizá uno de los factores que más influye sobre las disposiciones relacionadas con las lenguas es el económico. De la misma manera que resulta un poco extraño relacionar a las lenguas con la política, también puede parecer chocante vincularlas con la economía; sin embargo, las implicaciones económicas tienen un peso enorme en el momento de tomar decisiones en relación con los idiomas. Esto ha sido así desde siempre, pues los grupos más poderosos imponen las reglas que permiten fijar y acrecentar su poder y su riqueza. Al ser la lengua un elemento de cohesión fundamental para la identidad de las comunidades, esta ha estado siempre en la mira de los grupos poderosos.
Pensemos, por ejemplo, en la depredación cultural (y por lo tanto lingüística) que implicó la colonización de América, y que implican, en general, los procesos colonizadores. En el caso de nuestro continente, una de las principales políticas que se adoptaron fue la de imponer el español sobre las lenguas ancestrales. Y el factor económico en esta imposición fue fundamental, pues, aparte de la violencia física, no había mejor manera de hacerse con el poder y las riquezas que imponiendo una lengua e invisibilizando todo lo que tuviera que ver con las culturas originarias. Durante siglos se prohibió a los miembros de estas culturas comunicarse en sus propias lenguas porque se comprendía que si estas se mantenían, los colonizadores perderían el poder. Cinco siglos más tarde, aunque ya no existen estas prohibiciones, y más bien se impulsan políticas para la reivindicación de las lenguas, resulta complicado dar a las lenguas ancestrales el estatus que se merecen. Y, precisamente, una de estas complicaciones tiene que ver con el campo económico, pues pensemos en todo lo que cuesta a los Estados establecer políticas de bilingüismo real, no de diglosia.
Si se quiere dotar a las lenguas ancestrales del mismo estatus del que gozan las lenguas efectivamente oficiales, se deben invertir demasiados recursos, que la mayoría de Estados no están en capacidad de pagar. Y, además, faltan decisiones políticas al respecto. Para que las lenguas ancestrales sean realmente oficiales se debe, entre otras acciones, crear instituciones de regulación y difusión de las lenguas, capacitar a maestros, establecer foros de discusión y decisión, imprimir material educativo, difundir las lenguas, y mucho más. Se trata de una inversión millonaria que, si seguimos la lógica mercantil de nuestras sociedades capitalistas, no ofrece beneficios tangibles (léase monetarios) en el corto o el mediano plazo. Por eso, se prefiere invertir en enseñar lenguas extranjeras, que sí implicarán un beneficio económico y pondrán a los Estados en la órbita global. Esta realidad es bastante cruel, pero es la que tenemos. Lamentablemente, aunque en el papel se dote a las lenguas ancestrales de mayor estatus, mientras no se tome la decisión de invertir en su revitalización, esta inclusión no pasará de palabras bonitas que sirvan para ocultar la falta de voluntad de los grupos de poder. Sería bueno pensar que invertir en la revitalización de las lenguas implicaría, a la larga, una enorme ganancia para los países, pues tendríamos sociedades culturalmente más cohesionadas y con una identidad mucho más fuerte.