—Hola, ¿cómo estás?
—Bien, ¿y tú?
—No creo en las religiones. Creo que no, lo mejor sería que no te casaras con mi hijo.
Ese diálogo abrupto se produce entre un empresario indio, Manendra Rasal, y la prometida de su hijo Rajan, Kala Dandekar, una chica entregada a sus creencias. Ambos son personajes de Sense8, la serie que las hermanas Wachowski (antes los hermanos Wachowski, creadores de Matrix) produjeron para Netflix, y que acaba de ser cancelada. Ese pequeño abuso de las elipsis —en especial para introducir grandes monólogos sobre el sentido de la vida mientras los personajes, digamos, se servían un vaso de leche— solía romper, de tanto en tanto, la fluidez de una narrativa que, en general, estaba muy bien lograda. Tanto, que ganó una encuesta contra otras series —que también fueron canceladas por Netflix— para continuar con un capítulo final que pueda, al menos, cerrar la historia.
Sense8 se centra en ocho (8) personas repartidas por el mundo, entre Estados Unidos, México, Inglaterra, Alemania, Kenia, India y Corea. Las ocho están física y emocionalmente (sense) conectadas entre sí. Pero esa conexión tenía todo un abanico de recursos para ser representada, y las Wachowski exprimieron todas las posibilidades, hábiles como son en la narrativa audiovisual: el juego del cambio de planos cuando el conductor keniata (y que se ve como si estuviera en Seúl) conversa con la empresaria coreana experta en artes marciales (que cada ciertos cuadros pareciera ir en el asiento del copiloto en un bus de Nairobi) es de una visualidad, por decir lo menos, complicada de construir, pero no de ver. Las hermanas Wachowski siempre fueron de innovar métodos para el montaje, como demostraron las escenas de 360° en cámara lenta de Matrix (aunque sus guiones se hayan destrozado a partir de la segunda película).
Tal como ocurre con Sense8, esos problemas que rompen el artificio de la ficción (para llenarnos de preguntas sobre cómo caben errores de este tipo en producciones de ese tamaño) son apenas una excepción en la dinámica que siguen las series de televisión en el siglo XXI. En realidad, siempre estuvieron ahí, pero ahora son más notorios por una sencilla razón: los guionistas de este siglo nos han acostumbrado demasiado a esperar que los cabos no se queden sueltos.
Tal vez pueda sonar impreciso hablar de un guionista en los mismos términos que un escritor, pero si algo nos ha enseñado la literatura contemporánea es que las imágenes (aunque estén compuestas solo por palabras) son tan importantes como las ideas, y se trata de un principio del que —de todos modos— ya nos habían advertido los reporteros del Nuevo Periodismo americano como Truman Capote, Tom Wolfe o Gay Talese, quien acuñó la famosa frase: «Show, don’t tell» (muestra, no digas).
¿Qué tiene la televisión ahora que no tenía antes? Una respuesta sencilla y rápida sería presupuesto, pero para tener presupuesto hay que explicar un par de cosas más: el modelo globalizado de televisión bajo demanda ha acabado con muchas de las limitaciones con las que sufría un programa en ese medio producido según la lógica de finales del siglo XX (e inicios del XXI). Una lógica de la que las transnacionales no han terminado de salir: un capítulo se emitía una vez a la semana, y luego se volvía a emitir a partir de la medianoche, lo que dejaba un margen de tiempo muy chico para vender comerciales. Esto explica, por ejemplo, que los efectos especiales en una película de Superman sean tan espectaculares, mientras que en una serie pensada para la televisión comoSmallville (que duró ocho temporadas centradas en la juventud de Clark Kent) el protagonista nunca llegó siquiera a volar.
Netflix ha hecho varios experimentos, como la creación de House of Cards: fue un algoritmo el que les dijo —basándose en las conversaciones que estaban ocurriendo online en Estados Unidos— que una serie exitosa tendría que mostrar la corrupción de la política, y entonces decidieron hacer una adaptación de la serie original inglesa (llamada del mismo modo) y contratar a Kevin Spacey, el villano más calculador del cine estadounidense, un título indiscutible desde su papel como Keyser Sooze en The Usual Suspects (1994).
También intentaron, más adelante, cosas como lanzar una película simultáneamente con las salas de cine. Se trataba de Beasts of No Nation, que narraba el drama de los jóvenes africanos reclutados en las milicias rebeldes, pero no terminaron de ponerse de acuerdo con nadie, lo que derivó en la inelegibilidad del filme para los Óscar, justo en el año en que estalló la controversia por la falta de actores negros en las nominaciones.
Pero, para que el negocio funcione, no basta con emprender estrategias comerciales ambiciosas. Las series tienen que ser realmente buenas. Para el guionista y escritor inglés Anthony Horowitz, las cosas, en ese sentido, están claras:
Ha habido dos revoluciones en la televisión durante mi vida. La primera fue en 1975, cuando Sony lanzó su sistema de video Betamax, que permitió a los espectadores grabar programas y verlos cuando querían. Por supuesto, Betamax resultó ser torpe y poco fiable y pronto fue reemplazado por VHS, pero, sin darse cuenta, las redes habían perdido el control de su audiencia. Ya no veríamos las películas que querían que viéramos cuando querían que las viéramos. La segunda ha sido aún más profunda (y está sucediendo ahora mismo). Se puede definir en una palabra: Netflix. Fundada en 1997, Netflix es el número uno mundial de televisión y servicio de suscripción de películas. Tiene 75 millones de usuarios en todo el mundo y un ingreso anual de entre $ 7 mil millones y $ 8 mil millones. Piensen en los programas más comentados: Narcos, House of Cards, Stranger Things y The Crown. Todos ellos se estrenaron en Netflix.
Anthony Horowitz, The Spectator
Si la ventaja desde el punto de vista comercial es que las series pueden ser vistas en cualquier momento, por cualquier persona, en cualquier lugar y cuantas veces sea, la ventaja desde el punto de vista creativo es que, a diferencia de una película, una serie no tiene por qué escatimar en tiempo ni cortar detalles vitales para la trama, que ha sido por mucho tiempo el gran drama de la adaptación de la literatura al cine. Una temporada de diez capítulos es como un largometraje de diez horas, lo que tendría que ser suficiente para todos los fanáticos que mueren por enumerar todos los detalles de un libro que fueron omitidos en la película.
Por supuesto, no todos están a salvo de esto. HBO, uno de los canales que mejor se están adaptando a las nuevas dinámicas de la televisión (fue de los primeros en lanzar su canal online, HBO Go), posee la que hasta hace poco era la serie más vista de todos los tiempos, Game of Thrones, que ha tenido que hacer cortes de tramas gigantescos porque la saga en la que se basa —Una canción de hielo y fuego— es demasiado extensa, y cada volumen tiene entre ochocientas y mil páginas.
Game of Thrones sirve tal vez para una puntualización importante: Si bien es cierto que es Netflix la que mejor ha sabido capitalizar comercialmente el sistema de televisión on demand, algunas de las series mejor calificadas no fueron producidas ahí. Es el caso de Mad Men, Breaking Bad,Los Soprano y Game of Thrones, que es —este honor que no se lo han quitado— la serie más pirateada de toda la historia. Entonces, los grandes guiones —casi cinematográficos— no son en realidad un invento de Netflix, esta es solo la compañía que se ha levantado sobre esa esencia.
Aunque a simple vista parezca que la tecnología lo cambió todo, la verdad es que ya había empezado a ocurrir el florecimiento de las series como un género mayor, y no como la caída en desgracia de las estrellas de cine que ya no conseguían trabajo. La llegada de internet y la facilidad de ver horas y horas de un mismo programa fue apenas un catalizador: generó una audiencia moderna que ya no tiene paciencia para esperar un nuevo capítulo cada semana.
Hoy, directores como Paolo Sorrentino (The Young Pope), Baz Luhrmann (The Get Down) y Martin Scorsese (The Irishman), del mismo modo que actores como Kevin Spacey (House of Cards), Jane Fonda (Grace & Frankie) ya se han hecho en los últimos años un camino en las series. «Hace veinte años, eso habría sido como el beso de la muerte para sus carreras. Ahora no. Eso solo demuestra que son inteligentes», dice Horowitz en The Spectator.
Hoy, las películas francesas están bajando su calidad porque cada vez les resulta más difícil llenar las salas de cine, y a los canales que se mantienen en la lógica del siglo XX les cuesta reconocer una mina de oro en la historia de un profesor de química fracasado que descubre que tiene cáncer y que de repente se convierte en el mejor fabricante de drogas del sur de Estados Unidos (a Vince Gilligan le rechazaron Breaking Bad cuatro veces antes de llegar a AMC).
Es cierto que a alguien que trabaja en las series no le pagan tanto como en el cine, pero también es cierto que hay mucho más trabajo disponible en series. Sin embargo, lo que en realidad atrae a los guionistas no es el dinero y la estabilidad, sino la libertad creativa que este formato permite.
En ese sentido, la gran pantalla ha perdido mucho de su glamur y atractivo. Pero en el mundo de la televisión, el futuro nunca ha sido tan brillante.