Nuevos estudios demuestran que sacar fotografías compulsivamente afecta de forma negativa a la memoria
En la actualidad, cada día que pasa es normal ver a la gente sacar su celular o ‘smartphone’ de nueva generación para grabar y fotografiar cualquier cosa que suceda. Si no hay nada que grabar, chatear o ver el alúd interminable de fotos de otras personas siempre es una opción.
Todos hemos estado alguna vez en un evento en el que el público está más interesado en capturar imágenes de mala calidad, con pésimo sonido, que lo que tienen delante; en lugar de disfrutar de la experiencia, de conectar con las emociones que se generan en el momento, se ponen detrás de una barrera virtual.
Estar conectado a distintas plataformas, a todas horas, con herramientas diseñadas para que sea lo más fácil posible capturar la realidad, procesarla y compartirla con redes integradas de amigos y desconocidos, ha supuesto un cambio fundamental en nuestro comportamiento social. Hoy en día -y quién sabe en las generaciones venideras, que reciben el impacto más temprano- la mentalidad de las personas se aleja de lo inmediato y cercano, y se sitúa en un terreno desconocido, cada vez más complejo. Las posibles implicaciones todavía son inciertas, aunque el debate ya ha empezado.
“Cuando la gente depende de la tecnología para recordar por ellos, tienden a olvidar”.La pregunta inmediata, para los amantes del arte, que ya se ha discutido en profundidad, es el efecto que tienen estas nuevas tecnologías sobre la fotografía. En el torrente imparable de autorretratos, fotos de comida, gatitos y cualquier otra situación imaginable, ¿en qué queda el valor de la imagen? Si la revolución digital en fotografía ya cuestionó las bases de su práctica como arte, ¿qué implica el que una legión de personas lleven en sus teléfonos cámaras, lentes y equipo cada vez más sofisticado?
La primera lectura, la más sencilla, es que el arte siempre es generado por una élite, económica o cultural, que destaca por el talento, la preparación y el tiempo suficiente para dedicarse a la creación artística. Con la democratización y apertura extrema de las nuevas tecnologías, la concepción de la fotografía como actividad artística está obligada a cambiar, a ser más flexible. Quizá, habría que separar la noción de ‘imagen’ de la de ‘fotografía’, al igual que sucedió en los estudios literarios, con la distinción entre texto y texto literario. En esto nada está claro y las opiniones son siempre diversas.
Sin embargo, este tema es simplemente la superficie, un tema colateral que forma parte de un cambio de paradigma en el comportamiento y las facultades cognitivas del ser humano.
“Hace unos años, cuando estaba en el Gran Cañón, recuerdo a alguien acercarse al borde, sacar una foto con la cámara e irse, como “ya está, lo tengo”, sin casi mirar la magnífica escena que tenía delante”, dice la psicóloga Linda Henkel. Al ver cómo este comportamiento se generalizaba en las calles, fiestas, museos y conciertos, decidió -como buena científica- indagar en sus raíces y posibles consecuencias.
Para hacerlo, hace unos meses organizó un sencillo experimento con investigadores del departamento de psicología de la Universidad de Fairfield. Ella y su grupo reunieron a 28 voluntarios, seleccionados entre los alumnos jóvenes de la universidad, y los llevaron al museo Bellarmine.
Mientras más externalizamos, perdemos más de lo que somos, dice Evan Selinger.De una selección de 30 objetos artísticos diversos, se les pidió que simplemente observaran la una mitad y que hicieran fotos de la otra. Al día siguiente, se les hizo una serie de preguntas sobre lo que habían visto, como nombres de obras, reconocimiento fotográfico, detalles específicos, entre otros.
Los resultados fueron sorprendentes: Henkel encontró que los estudiantes recordaban menos detalles de los objetos que habían fotografiado, en comparación con los que habían simplemente observado. De esta forma, según sus conclusiones, la utilización de la tecnología para archivar recuerdos nos hace más propensos a olvidarlos, ya que no participamos de ellos ni emocional ni mentalmente.
Obviamente, el experimento en particular tiene algunos puntos cuestionables, como la posible falta de interés de los alumnos por el arte, detalles específicos de las obras que las hace más o menos fáciles de recordar, o el hecho de que muchas fotos sirven para registrar emociones, no memorias exactas de composición y detalles.
Sin embargo, creo que ya se han visto parejas que cenan sin mirarse, grupos enteros navegando por fotos de la misma gente con la que están sentados, o personas a punto de ser atropelladas por cruzar la calle mientras chatean por el WhatsApp. En este punto, parece obvia la falta de conexión emocional con el entorno inmediato que propician estas nuevas tecnologías.
En este sentido, los resultados del experimento parecen respaldar estas inquietudes intuitivas. “Cuando la gente depende de la tecnología para recordar por ellos -contando con la cámara para registrar el evento, sin que ellos deban estar plenamente atentos- puede tener un impacto negativo en cómo recuerdan sus experiencias”, dice Henkel.
En la búsqueda de eficiencia total, nuestra humanidad queda en manos de la tecnología de turno.Este efecto no es nada nuevo para la humanidad. Platón, el gran filósofo de la antigüedad clásica, desconfiaba profundamente de la escritura – que en su momento fue una nueva tecnología de la comunicación – ya que volvía vago al pensamiento y la memoria. En su diálogo Fedro, puso en boca de Sócrates sus opiniones al respecto: “Ella (la escritura) solo producirá el olvido en las almas de los que la conozcan, haciéndoles despreciar la memoria; confiados en este auxilio extraño abandonarán a caracteres materiales el cuidado de conservar los recuerdos, cuyo rastro habrá perdido su espíritu”.
En este sentido, lo que hace la escritura, al igual que la fotografía, es una externalización de nuestras memorias, que pueden ser archivadas, ordenados y consultadas a placer, de aquí a dentro de miles de años (de la misma forma que hoy leemos a Platón). A pesar de que pueda ser considerado algo positivo, el efecto es doble. Por un lado, tenemos un catálogo preciso de infinitas cosas, tantas que no podríamos recordarlas con detalle usando únicamente nuestro cerebro; por el otro, nuestra capacidad de recordar se vuelve ociosa y pierde facultades como demuestra el experimento de Henkel.
Sin embargo, y aquí viene el verdadero problema, las nuevas tecnologías, en especial las aplicaciones para móviles, están trasladando esta lógica a campos cada vez más diversos: las relaciones personales con nuestra familia, amigos o pareja. En definitiva, parece que el camino lleva hacia una suerte de externalización de nuestra humanidad.
En un artículo reciente de la revista Wired, medio pionero en estos temas desde el comienzo del internet, Evan Selinger, investigador de ética y nuevas tecnologías se hacía esta importante pregunta: ¿Nos están convirtiendo estos medios en sociópatas?
Para contextualizar el debate, y hablar del futuro, utiliza como ejemplo una nueva aplicación para smartphone, desarrollada desde la meca de la tecnología en Silicon Valley: el BroApp.
Funciona así: mediante un simple sistema de programación, la aplicación envía mensajes a tus seres queridos de forma automática, eliminando el posible estrés de tener que comunicarte directamente.
La lógica, según los creadores, en términos ideales, es la siguiente: “Un tipo empieza a usar BroApp con su novia, programado para mandar un mensaje a las 12 p.m. cada día. Su novia está más feliz cuando llega de trabajar. Él no se estresa buscando tiempo para escribirle. Ella está más feliz porque su novio está más comprometido”. Tal como está expresada, es una situación en la que todos ganan, ¿pero qué implica para las dimensiones humanas de los actores? En esta búsqueda total de eficiencia, característica de la modernidad, nuestra humanidad -desde los actos más pequeños- queda en manos de la tecnología de turno.
“Es fácil pensar en tecnologías como el BroApp como asistentes útiles que mejoran nuestras vidas. Pero mientras más externalizamos, perdemos más de lo que somos”, concluye Selinger.
A pesar de que la cuestión parece lejana desde Ecuador, donde la conexión a internet y a estas tecnologías es relativamente baja, las cosas están cambiando rápido. Según datos oficiales, hoy hay casi 17 millones de abonados a teléfonos móviles, es decir un 115,04% de penetración de la población ecuatoriana. Al ritmo al que avanza este proceso, el debate ético en torno a las nuevas tecnologías y sus efectos en nuestra sociedad es uno que se debe empezar lo antes posible.