Las esquinas no son el mejor lugar para hacer de poetas de pacotilla

Isabel Hungría| Correctora de textos


En el fondo, a todas les gusta que les digan un piropo, por más que esté acompañado de una grosería como ‘qué lindo culo que tenés’”, derrapó Mauricio Macri cuando era alcalde de Buenos Aires en una entrevista radial. Horas más tarde el ahora expresidente de Argentina tuvo que pedir disculpas por el amplio repudio que generó su irreflexiva patochada.

Hoy, cinco años después, el piropo sigue en el centro de la controversia, más aún con el auge del movimiento feminista que ve en la obsequiosa práctica de lanzar piropos la ostentación ¿petulancia? de un sistema patriarcal que, amparado en la égida de la tradición, somete el físico de la mujer al escrutinio de su lasciva mirada como si ella buscara o necesitara su aprobación.

El célebre piropo, que empezó como un arte, era antiguamente una romántica declamación de versos, un género literario cercano al epigrama, que mutó en la actualidad a una simple frase aduladora y que con el tiempo comenzó a incorporar gestos y sonidos, como los guiños o los chiflidos (fiu fiu, onomatopeya del silbido “galante”).

Ya en 1925 la Real Academia de la Lengua española lo introdujo en el DLE con dos acepciones: “Dicho breve con que se pondera alguna cualidad de alguien, especialmente la belleza de una mujer” y “variedad de granate de color intenso”.

De hecho, antiguamente los jóvenes más pudientes obsequiaban a “sus” mujeres un piropo, rubí perteneciente al grupo de los granates, como muestra de su amor. Y para aquellos que no tenían dinero existía otra joya: la palabra. Es así que surge el “piropo” en el contexto que tiene actualmente. En el estricto sentido semántico, piropo equivale a cumplido, adulación o lisonja, de modo que las obscenidades prorrumpidas en las calles no pueden ser catalogadas como piropos sino como acoso.

Sea piropo o sea acoso, todo lo expresado bajo la pátina del galanteo es un anacronismo social que desnuda la territorialidad de los hombres que sienten la calle como suya y que, por tanto, se apropian de todo lo que por sus dominios circule, incluidas nosotras, las mujeres.

El derecho a importunar
En la otra orilla del movimiento feminista está un grupo de intelectuales francesas que defiende el derecho a importunar, de ahí que en 2018 sus integrantes firmaran un manifiesto que condena la “infantilización de la mujer”.

“Defendemos la libertad de importunar, indispensable para la libertad sexual”. “Si mi padre no hubiese importunado a mi madre, jamás se habrían casado”. “La violación es un crimen. Pero el flirteo insistente o torpe no es un delito, ni la galantería una agresión machista”. Estas eran algunas de sus máximas. Entonces, en una suerte de contrapunto, respondió el movimiento feminista francés: “Son reincidentes en la defensa de pederastas o en la apología de la violación y utilizan su visibilidad mediática para banalizar la violencia sexual”. Con ello quedó zanjado el asunto, al menos mediáticamente, porque el fuero interno es inexpugnable.

Así pues, la línea entre el coqueteo y el acoso es delgada, pero más allá de que se condene el “piropo” en su vertiente ofensiva o que se lo aplauda en su caudal laudatorio, las esquinas no son el mejor escenario para la performance de poetas de pacotilla ni el escaparate para auscultadores de siluetas.

Las insulsas adulaciones como las de Mauricio Macri o las del policía de Guayaquil diciéndole “preciosa” a una mujer desde su patrulla, si acaso no hay remedio para su veto, bien podrían ser soltadas en los entornos cercanos y círculos íntimos, de modo que ninguna madre, hija o hermana termine en la boca de un extraño como su “mamacita”. CP