Tres décadas de anarquía musical: El equilibro entre su proyecto solista y el par de bandas más célebres del rock ecuatoriano −Ente y Sal y Mileto− es algo que el músico consigue sin estancarse en la nostalgia.
Una fría mañana a inicios de los ochenta, un muchacho respingado de ojos sombríos logra llamar la atención de los integrantes de la banda de guerra de la Escuela Fiscal Isidro Ayora, en Latacunga. Tiene el pelo motudo y camina derecho a demostrarle que sabe tocar los tambores al grupo de niños formados en jerarquía. Los sorprende, pero para llegar a ese instrumento deberá pasar por otros, flautines y liras. Dos años hasta que dirige la banda y va al colegio.
Igor Ludwig Icaza Albán (Cotopaxi, 1972) se había interesado en la percusión desde los 8 años. Mover las manos siguiendo el ritmo cada vez que escuchaba una canción que le gustaba hizo que tuviera en mente armar una batería, algo que solo sería posible en el colegio Vicente León. Allá llegó con la experiencia de haber encabezado una banda, pero le volvieron a decir que pasara por todos los instrumentos antes de que hiciera que sus amigos pidieran prestados los tambores para unirlos en casa.
A la disciplina marcial de las bandas que integró hasta la adolescencia, le acompañó la rigidez de una familia católica y un entorno muy serrano, agresivo. Al ver que la música lo apasionaba, los padres de Igor querían que se dedicara a tocar el piano, como su abuelo —Galo Icaza— un violinista y afinador de pianos que jamás conoció. Los genes musicales saltaron una generación, esperaba con ansias un instrumento, pero el día de su cumpleaños 15 le regalaron un teclado que lo llevó a recluirse un par de días en su cuarto porque lo que anhelaba era una batería. La decepción fue comparable a la que sufriría a causa del pelo.
Tres meses antes de finalizar el colegio, recogió su espeso cabello en una cola y lo ocultó tras el cuello de la camisa. Lo liberaba en las tardes y se calzaba un pantalón roto, con parches que hacían murmurar a sus vecinos y a los padres de sus amigos. Uno de estos lo delató con las autoridades de la institución que tenía pretensiones militares y, un lunes durante una formación, un inspector lo expuso ante todos. Igor le dio un empujón al profesor y lo sacaron del lugar.
Entonces viajó a Quito sin querer mirar atrás, adonde unos primos. Tuvo una incursión maratonista, pero sus padres lo convencieron de volver para graduarse y tuvo que cortarse la melena, lo cual desató una furia que recuerda sonriente. La batería que armaba con instrumentos prestados era básica, la acompañaba con un par de guitarras eléctricas desgastadas, un bajo y sus viejos amplificadores. Había conseguido todo con la ayuda —a veces forzada a puños— de sus amigos aunque algunos “no sabían tocar ni el timbre”, y los devolvió cuando aprendió a entonar cada instrumento.
De vuelta a la capital, se metió a las academias abiertas del Conservatorio Nacional de Música y pasó un año dedicado a la guitarra y otro a la batería. No ha dejado de ser autodidacta, pese a haber viajado a la escuela del músico inglés Robert Fripp, Guitar Craft, en Estados Unidos y Argentina.
Ahora –con 46 años–, Igor Icaza no tiene pelo, y cada álbum de Ente –la banda de death metal que fundó en 1992– y de Sal y Mileto —la banda de rock progresivo que fundó en 1994— contienen alguna de sus composiciones para cuerdas.
Al iniciar este año, Igor tenía preparado el disco Volumen IV de su banda solista (Igor Icaza Allband). Para la grabación de las canciones “Ácido el rock” y “Su voz”, él y su hijo Jofiel Icaza —17— entraron a un estudio en la semana de la última Navidad. El padre grabó batería, guitarra y voz principal; y el crío, bajo, guitarras eléctrica y electroacústica, además de coros y teclados. Doble hazaña.
Era la primera vez que Igor tocaba la batería de “Ácido…”, que la solía interpretar un exmiembro del grupo. Es un tema sólido, con groove. Tan frontal como él y sus decires que acompasa cada tanto con bromas que terminan en silencios cómplices y carcajadas o con frases como: “Nunca pretendo ser arrogante, aunque en el mundo de la música llegan a encamarte eso con el paso del tiempo”. Esta conversación se dio en una cervecería capitalina.
Otro de tus hijos —Zak, 24— participa en algunas canciones del disco, como “Herramienta” o “Allulla Blues”, ¿les impusiste que fueran músicos?
Pasa que mi lucha es demasiado intensa, he estado muchos años en esto y sé que el medio es muy ingrato como para que uno les meta a los hijos en una actividad tan mal pagada, y no solo hablo de lo económico, sino de muchas otras cosas.
Ellos se involucraron por su parte y así fueron quedándose en esto.
Es que la música debe ser algo más fuerte que el resto de cosas que te puede dar la vida. El arte es la boya en un mar donde hay que sobrevivir, flotar para no soltar los sueños en una marea que te ahoga. Es importante para mí que se hayan decidido, tampoco les hubiera prohibido esto; es algo que no se puede imponer.
Hay vocaciones inevitables…
Simplemente les veía ahí, dándole al ensayo todos los días. Pasaron del “qué bonita me queda esta canción” al “tengo que sacarla perfecta” y así a otras, con horas y horas tras el instrumento. Ser músico, al menos cuando comienzas a desear serlo, es llegar a un punto en que deja de ser un hobby, necesitas preparación diaria.
Zak siempre estuvo con las baquetas, creció con música; y Jofiel lleva un poco más de dos años involucrado porque estaba más con lo visual, el cine que lo sonoro. Pero ahora todo es rápido, tienen esa libertad, aprenden de forma precoz. Es muy loco todo.
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Un día antes de hacer esta entrevista, Igor Icaza había soñado con Paul Segovia (1972-2003), uno de los cofundadores de Sal y Mileto, con quien forjó la leyenda de esa banda junto a otros nombres célebres del rock nacional. Con él, Igor cantaba y solía tomar la guitarra para amenizar sus reuniones. Pero cuando sucedió su muerte, dejó de tocar unos meses, “por el dolor, la desidia que sentía” y retomó las cuerdas como una terapia, dice el músico que no se detiene en la nostalgia, que equilibra su autenticidad con proyectos varios, los cuales lo hacen reconocible para distintas audiencias.
Uno no sale de la muerte de un gran amigo así porque así…
Ir a los cursos de Robert Fripp cuatro meses después de la partida del Paul me salvó la vida. Es una escuela de guitarra en la que no
te ponen la partitura y te dicen que la leas; sino que hay rutinas de silencio en las mañanas, comes vegetariano diez días seguidos, junto a gente de muchos países. Haces todo con autosuficiencia, desde limpiar los baños hasta el taichí. Eso me cambió la estructura mental, los símbolos.
¿Se requiere mucha disciplina para eso?
Hay cosas que uno se plantea, que le atraen y posterga. Tiene que pasar algo para que nos decidamos a trabajar. Ser más flexibles físicamente debería ser del interés de todos, o comer sano, si quieres estar bien; ahora, si eres un man que se come una hamburguesa, llena de todas sus huevadas, sabes que es algo que ocurre porque el mundo está así. No cumples lo que sabes que te puede mejorar. La lectura, la música, el deporte, el respeto a los seres humanos y a la naturaleza parece tan básico que a veces uno no hace caso a esas cosas. Las olvida.
Cuando me fui tenía un dolor inmenso. No podía estar en Quito, me sentía mal, y había un acoso mediático estúpido, con rumores que no vale la pena recordar. Pero puedo decir que cuando me llamaba gente que no tenía una puta idea de lo que es Mileto, y que no había llamado jamás, respondía que ¿por qué lo hacían cuando él había muerto? Conservo esa actitud. Si tuviera que ir a un medio y no saben nada de rock, poesía, arte o cultura, dejaría de ir. Evito hablar de lo que ellos quieren, lo que imponen.
Paul era de las personas más fantásticas y carismáticas del mundo, pero radical y muy cabreado con la desigualdad y lo que este sistema quiere mostrar como justo aunque no sea tal.
Y al último concierto que él hizo junto con Sal y Mileto –en el cual Sobrepeso fue la banda invitada– fueron 600 personas, una cifra que superaban con facilidad en esa época.
No era como ahora que ha decrecido la cantidad de público en relación a los eventos pagados. La razón de esto es la cantidad de conciertos gratuitos hechos durante la Decade of Aggression [hace alusión al pasado gobierno con el nombre de uno de los discos de Slayer]. Correa y sus secuaces trataron de comprar la cultura del país con auspicios. Subvencionar los conciertos hizo que la gente se acostumbrara a lo gratuito y eso a los músicos nos cagó. Lo estamos pagando hoy.
También hay que considerar que son otros tiempos. La gente hoy ve los recitales en el celular, y hasta aparecen terroristas de internet o influencers. Cada vez hay menos activismos reales, somos virtuales todos y quien no tiene presencia en redes sociales no existe. Es como si les bastara con publicar que van a asistir a un evento, aunque no lo hagan. Y está la idiosincrasia, el no poder decir que Ecuador tiene todo, que sus artistas rockeros son referenciales, solistas y bandas a las que hay que acompañar, no dejarlos solos.
¿Aún se puede hablar de escena, del rock como movimiento en Ecuador?
Cuando hay conciertos emblemáticos, como el de Judas Priest, vas y te topas con gente que todavía es una hermandad. Para los que estamos muchos años en esto es hermoso encontrarse a los amigos y ver a bandas legendarias. La escena que no necesita que la auspicien ni den todos los permisos, el underground que lucha por estar en conciertos pequeños y así sostener el movimiento en la ciudad, en cualquier estilo. Eso existe, pero no es igual que antes. Y tampoco vamos a pedirle al presente que sea como el pasado, no vamos a suponer que el resto va a cumplir con todas las expectativas de uno.
Sobre los conciertos que no cobran entrada se ha dicho en su defensa que pueden ser una vitrina para que nuevos músicos se den a conocer al generar convocatorias masivas…
Es difícil que desaparezcan. Se ha hecho mucho en la gestión para conseguir esos recursos, institucionalizar a los festivales emblemáticos y quizá no es la solución que cobren la entrada. Mira al Quitofest, que tuvo casi 14 años de subvención total y cuando empezaron a cobrar se fueron a la mierda. No tuvieron la oportunidad de ser más estratégicos, el error fue poner un cartel pagado con el mismo nombre del festival que había sido gratuito. Tuvieron ediciones fantásticas, estamos agradecidos por eso, pero llegó un punto en que, ante la gratuidad, el público empezó a creer que yendo le hacía un favor al músico.
Es como si dijeran que van a dar su tiempo para escuchar a las bandas nacionales porque las que interesan son otras, de fuera. Nos falta confiar en nuestro trabajo y la decadencia de estos festivales no se da solo aquí, sino en muchos lugares, como Bogotá.
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Sal y Mileto cumplirá un cuarto de siglo este año. Igor prepara varios proyectos para festejar ese aniversario y recuerda que en diciembre de 2009 fue la primera vez que se presentó como solista en el extranjero. Fue en Barcelona y el show incluyó poesía, cargada de esas letras que no siempre se rigen a lo urbano y cuya potencia es su lenguaje insistente y metafórico. El primer show que dio con su nombre fue en Guápulo y para el debut del disco Espinas (2015) en Estados Unidos ensayó en Boston y tocó en Nueva York.
A Europa y Norteamérica también ha llegado Ente, pero tiene un público muy distinto al de Mileto…
Forjamos nuestro público. Son varias generaciones y quedamos en la retina de la gente, los más jóvenes nos escuchan como referentes del rock y otra gente creció con nosotros desde los noventa, cuando vivimos un boom, pero a punta de tarimazos, tocadas cada fin de semana, haciendo la escena y ensayando de lunes a viernes.
El que sea una audiencia heterogénea, incluso en sus gustos, se debe a los músicos; siempre fuimos diferentes entre sí, incluso siendo trío [Segovia, Icaza y Franco Aguirre] teníamos posturas musicales distintas.
Tan variopinto como tu Volumen IV…
Es el reflejo de una carrera grande, con coherencia política, mensaje libertario, anárquico, de independencia y protesta por las desigualdades que existen. Tengo la convicción de que las cosas no se pueden cambiar mientras sigues las flechas que te da el sistema. Eso me ha hecho tener muchas dificultades con sobrevivir en general. Pero este disco es como una afrenta, lo puse en mi canal de YouTube para que llegue a más gente de la que alcanzaré con el físico y que la música no quede muerta. Eso es lo que más he defendido y en lo que creo.
¿Cómo encajaste el tema “Labios muertos” –masterizado en los Abbey Road Studios de Londres– con los otros que se produjeron enteramente aquí?
Poner todos los temas en un programa para que tengan el mismo volumen era algo que no iba a lograr; lo dejé así aunque eso no esté bien visto en una producción profesional. No me importa. Quiero que la gente siga conectándose, que siga entendiendo qué diablos estoy haciendo.
Esa canción tiene arreglos, bajo y voz de Alex Alvear y aparece al lado de “Busca el Switch”, que fue grabada en estudios de Guápulo y La Floresta.
Y el resultado final es un viaje que va de lo rockero hasta la música tradicional.
Se trata de ponerse en un lugar por fuera de la banda. Preguntarse qué pasará cuando se va a escuchar un tema tras otro y que eso tenga la coherencia que siempre he cuidado.
El español Jorge Martínez, líder de Ilegales, conoció a Igor Icaza en un vuelo de Cuenca a Quito. No lo volvió a ver hasta que se lo encontró en la portada de Cartón Piedra.