La novela del silencio

Por momentos me parece que escribir bien, al menos en este país, no presupone que una novela posea un argumento que se sostenga de principio a fin. Ni que un libro indague en conflictos humanos, contemporáneos o de la misma literatura. Observo algunos casos, no solo el de Hoteles del silencio de Javier Vásconez, en que libros correctamente escritos generan apatía y la sensación de una deuda tras su lectura. Organizar poéticamente líneas dentro de párrafos bien contorneados, con personajes que posean gustos y manías, y componer atmósferas sobresalientes que acompañen al lector en cada página, no justifica que la historia pase a un segundo plano. Contra esa falsa idea de que lo importante es el argumento estético (valor parecido al que los autores de la poesía del silencio abrazan) opino que la historia, lo que se va a narrar, la trama que va a desentrañarse, debe ser lo más importante. El cómo no es tan difícil. En el cómo entra el oficio del escritor. Narrar causa fatiga, pero alumbrar una buena idea consume.

Sospecho que una historia que valga la pena contar es lo que hace memorable a cierta literatura. Pensemos en qué novelas recordamos, y qué recordamos de ellas. Cualquiera atajará una situación particular que provocó un cambio en su mirada sobre la realidad o sobre la ficción de la realidad. En todo caso, el cuidado del lenguaje es parte de la ambición del ensamblaje de cualquier autor. Y la ambientación en la obra es, por supuesto, otro asunto cardinal, aunque aquello pueda caer en el vicio de parecerse más al trabajo que ejecuta un florista o un pintor de bodegones. Y bodegones hay muchos adornando paredes inmemorables de hoteles de todo el mundo.

Hoteles del silencio comienza con la llegada, a una papelería, de Loreta, exmigrante en España, posiblemente embarazada de seis o siete meses, quien ha regresado a la ciudad del volcán para hallar a Tito, el padre de la criatura que está esperando. Jorge Villamar, dueño de la papelería, le facilita una toalla para que se seque de la lluvia torrencial un elemento de la naturaleza que, en el libro, será capaz de atrapar ciertos pasajes pero incapaz de encerrar una sola de las tramas que pretende tejer la novela. Y esto sucede así porque Hoteles del silencio no se limita a explorar únicamente el tema de los celos entre sus dos protagonistas, sino que indaga vagamente sobre otros tantos, como el de niños secuestrados, el drama sociológico de los migrantes y conflictos paterno-filiales.

Sobre el violento asunto de los celos, he recordado la excelente película española Celos (Vicente Aranda, 1999), en la que un hombre (igual que Jorge Villamar), le pide a su novia que le cuente con detalle los encuentros sexuales que mantuvo con una expareja que (igual que Tito) es un sujeto en botas, escurridizo y con un pasado de seductor criminal. La lluvia es además un elemento recurrente en este y otros filmes del cineasta español.

En la novela de Vásconez, la relación entre los protagonistas es desde el comienzo un tanto abrupta. Alguien dirá que se trata de un hombre tímido que acude al rescate de una mujer encinta y desamparada a la que lleva a vivir a su casa, pese a conocerla muy poco. Pero mientras la novela avanza, el lector requiere de más excusas para comprender por qué Loreta, con cerca de siete meses de embarazo, conviviendo ahora con Jorge Villamar, está flirteando con un periodista norteamericano de nombre Dorian Parker, desapareciendo múltiples veces de casa sin llegar a dormir, dejando a nuestro héroe en vilo. O ¿bajo qué pretexto Loreta echa a Jorge Villamar de su propia casa? Todo esto mientras piensa en hallar a Tito, el padre de su hijo. No faltará quien diga que se trata de cambios hormonales del embarazo. Tal vez eso haría este enredo creíble a los ojos del lector. Sin embargo no es posible esquivar el hecho de que, a lo largo de las 330 páginas de la novela, no haya una sola referencia a los controles mensuales de su embarazo, ni se realice una sola visita al médico.

La migración es otro de los temas que aborda esta novela a través del viaje sensorial que sucede hacia España, que está muy bien logrado. No solo por los claros conocimientos que posee el autor sobre Madrid y otros lugares, sino porque aquí podemos experimentar el temor de Loreta siendo una niña, encerrada en su habitación/hogar mientras su madre trabaja (lo que recuerda al recurso que usa el autor en La otra muerte del doctor, donde una madre, también migrante, deja encerrado a su hijo mientras sale a trabajar). La perspectiva del migrante que procura pasar desapercibido entre la masa de españoles, hecho un manojo de complejos y miedos, es un punto valioso del libro. La novela bien pudo haber sido solamente sobre aquello: Loreta arrojada a la violencia de una realidad en un país que a diario la desconoce como individuo.

El narrador, Jorge Villamar, dueño de la papelería, aficionado al cine y algo lector, es quien nos transmite el Madrid físico y sicológico de Loreta, un Madrid que conoce por las anécdotas que ella le cuenta, y que al narrarlo de un modo adornado y poético, genera dudas sobre su personalidad. En otras palabras: Jorge Villamar termina devorado por el autor. Esta es una debilidad de Hoteles del silencio, y de otras novelas nacionales que se elevan bajo el argumento cosmético de una literatura que no pretende hacerse cargo de un tema específico y que termina poblada de personajes sin motivaciones reales. Es así como, más temprano que tarde, el autor termina asomando su propia cabeza, sus gustos, sus obsesiones, sus lecturas, e incluso sus temores, por el hombro de su personaje. Lo que no sería extraño si se tratara de una novela de autoficción, pero este no es el caso.

Pese a que Jorge Villamar (J. V.) es una creación de Javier Vásconez (J. V.) —narrador de su novela La piel del miedo—, Hoteles del silencio bien se pudo asumir desde un narrador omnisciente que no usurpara la identidad del personaje. Al no ser así, el lector se pregunta cosas como: ¿por qué el dueño de una papelería que sabe quién es Joan Miró (cuando describe el dibujo de una camiseta de Loreta), que lee a Pessoa y tiene un póster de Samuel Beckett en su establecimiento, no sabe quién es Gregorio Samsa? o ¿cómo Villamar reconstruye tan poéticamente las vivencias de Loreta: «De repente sintió a plenitud la envolvente fragancia del licor inundándolo todo. Fue como si del aliento de Dorian hubiera brotado el aroma opresivo de la madera…»?

Por otro lado, el cosmopolitismo del autor (celebrado por algunos críticos) debilita el espacio en el que tiene lugar la ficción, al igual que algunas situaciones. Esto provoca incluso, por momentos, una especie de «blanqueamiento de la realidad ecuatoriana», algo que, lastimosamente, desentona a la hora de asumir la construcción literaria de su entorno; casi como las fotografías de José Domingo Laso, que raspaba las placas de impresión para desaparecer a los nativos ecuatorianos de sus tomas.

Algunos ejemplos: el pasado del Inspector Paucar (exartista fracasado en Leipzig); el presente de Gregorio Samsa (mendigo y alcohólico que asesina y roba una radio para escuchar la música de Louis Armstrong); las «anfetas» que solicita y consume una prostituta quiteña; el pasado del padre del narrador que abandonó a su madre para irse a París con la amante de Pablo Neruda; el saxofonista francés que habita en el piso superior del último hotel donde Jorge Villamar se hospeda, etcétera. Brotan por doquier referencias que demuestran una mirada acomplejada que no se ajusta a la realidad latinoamericana a la que debería pertenecer la ciudad del volcán. Siguiendo esta lógica, mañana ojearemos, dentro de una novela ecuatoriana, la conversación entre una tendera, que compartió el escenario junto a Rudolf Nuréyev, y el chofer de un bus interprovincial que fue el primer editor de Nietzsche en el país. Entonces, lo que en el mundo real se torna inverosímil en el mundo de la ficción se torna ridículo. Porque una novela de ficción debe poseer la cualidad de la veracidad, concepto que nada tiene que ver con la verdad. Además, no es más cosmopolita una obra porque dentro de ella se gire por todas las metrópolis del mundo. Y se beba coñac mientras se recita a Cavafis.

Esa mirada que denota la falta de veracidad en su ficción, ocurre incluso cuando el autor hace mención a la serie Los Simpson, en la página 234. El modo en que Jorge Villamar habla de Los Simpson contradice la esencia misma de la serie con la que creció mi generación. Homero no está compenetrado con la botella. No. Homero está siempre iniciando una travesía desastrosa. Su encanto radica en la inocencia que posee para volcarse a nuevas experiencias y oficios en cada capítulo. Y Marge no es disparatada y cómica. Los Simpson no es Yo amo a Lucy. Marge nunca es disparatada. Menos, cómica. Marge es el pilar de ese hogar, la fuerza y la estabilidad. Marge es la coherencia que necesita Homero y la persistencia del amor en la familia.

Otro tema es el de los niños desaparecidos. Son raptados fuera del cine, en paradas de buses, por la calle. En esos momentos, Hoteles del silencio se convierte en una novela de horror y en una novela negra. O eso pretende. Para este propósito desfilan personajes como el Inspector Paucar (que pasó de artista fracasado en Alemania a policía), el padre de Jorge Villamar (que pasó de célebre periodista refugiado en París a vagabundo alcohólico en la ciudad), el Señor Llovera (quien le lleva al protagonista chismes sobre los niños desaparecidos y es el arrendatario de la casa donde vive con Loreta), el doctor Albuja (sobre el que rondan misterios) y el fotógrafo Félix Gutiérrez (quien, además de amigo personal de Jorge Villamar, fotografió al escritor J. Vásconez, por lo que se produce en la novela no un guiño, sino una especie de clip publicitario sobre el trabajo del escritor J. Vásconez, a lo largo de las páginas 155, 156, 279, 280 y 281).

Sin embargo, no se resuelven los crímenes contra los niños a los que raptan para quitarles los ojos y dejarlos tirados con tapas de Coca-Cola en los orificios oculares. Todo aquello queda en especulaciones, en versiones que vienen y van. Tampoco se resuelven los celos entre Jorge y Loreta. Ni aparece Tito, el amante truhan de una ciudad costera del Ecuador, para exhibir quién había sido Loreta o qué esconde, o con quién está su fidelidad, si con Jorge o con él. En su lugar, se establece un débil triángulo amoroso con Dorian Parker. Todo esto, por supuesto, adornado por las descripciones de los hoteles que no aportan otro valor más que el de un lento acompañamiento por detrás de las tramas.

En El punto ciego (2016), libro basado en las conferencias que impartió en la Universidad de Oxford en 2015, Javier Cercas dice que la gran literatura es la que nos complica la vida, la que plantea paradojas, contradicciones (El proceso de Kafka y el problema entre la inocencia y la culpabilidad; o —esto lo pienso yo— el asunto de la libertad individual en El extranjero de Camus). El punto ciego sería un espacio de ambigüedad, de contradicción potenciadora, que puede observarse en la oscuridad de una obra que no produce esa revelación. Sin embargo, dice Cercas: «No confundir la ambigüedad con la indefinición: la indefinición bloquea el significado, o lo diluye, mientras que la ambigüedad lo dispara».

Hoteles del silencio no posee un punto ciego, una información intencionalmente omitida para generar alguna sugestión por donde el lector se sienta arrinconado, impulsado hacia una revelación invisible que debe descubrir por su cuenta (lo que llevaría al lector a seguir pensando en la novela una vez concluida su lectura). La novela diluye su significado y sus posibles tramas, una y otra vez, hasta llevarnos a un final estéril que provoca un silencio, y no el ruido necesario que permite al lector transitar por esa dicotomía entre la realidad y la ficción de la realidad.