Este pálpito intranquilo de que la construcción del Ecuador haya sido un proyecto destinado a fracasar desde el inicio es un pensamiento ampliamente difundido dentro del imaginario de sus habitantes. De crisis en crisis desde su fundación en 1830, la supuesta profecía de Mariana de Jesús, en la que la santa vislumbraba que el país se destruiría no por un fenómeno natural, como se temía en el siglo XVII sino por malos gobiernos, nos ha decretado un apocalipsis lento y progresivo que ni siquiera nos da la posibilidad de ser víctimas inocentes del desastre. Sería nuestra culpa elegir mal una y otra vez a los caudillos, sin aprendizaje y sin lección, hasta el final. Pero ¿puede un país tener algo parecido a un apocalipsis?
Al respecto, las palabras de Mariana de Jesús parecieran no ser más que una imaginería que de tanto repetirse corre el peligro de volverse cierta. Muchos historiadores destacan el simple hecho de que en 1600 solo existía el Virreinato de Quito y Ecuador estaba bastante lejos de ser siquiera un proyecto, ergo, la videncia jamás pudo llegar a tanto. Lo que sí, similares visiones de catástrofes se le atribuyen también a Santa Rosa de Lima, quien supuestamente pudo ver que El Callao se destruiría por un gran terremoto. Más allá de lo que estas dos santas apocalípticas hayan podido contemplar, a lo largo de la historia del Ecuador estas palabras se han tornado un símbolo de identidad nacional, volviéndonos una sociedad que se ha desarrollado con la certeza de que marcha convencida hacia su destino trágico.
Desde las representaciones de la realidad que la literatura permite, las ficciones de anticipación postapocalíptica son una forma de ordenar los vestigios de un mundo desquiciado donde la expectativa de la historia cronológica, como decía Frank Kermode en El sentido de un final (1967), puede ser problematizada, ya que no necesariamente lo que nos depara el futuro es mejor, o es producto de la inteligencia del aprendizaje.
En el complejo entramado de las Crónicas del Breve Reino de Santiago Páez, que este año cumple diez años de su primera publicación (y que acaba de ser reeditado por Cactus Pink), se sostiene el sinsentido de un plan a largo plazo para lo que alguna vez fue el mapa de ruta del Ecuador.
Para ello, Páez toma de referencia libros cuya premisa ha sido la creación de personajes, libros y naciones fabulosas. Siguiendo el ejemplo de Marcel Schwob, Stanislaw Lem o Jorge Luis Borges, Páez cita a Honorio Bustos Domecq1 como una autoridad en las crónicas culturales imaginarias1, y todo esto lo conduce a inspirar la creación de su texto del Breve Reino, luego de leer la obra de Jan Vrhel, un autor checo que en 1960 escribió el tomo Imperios imaginarios, en el que constan todos los países fantásticos, inventados por la creación humana, entre ellos la Atlántida, El reino del Preste Juan, El Dorado y Samballah, entre otros. Vrhel imagina entonces su propio país utópico y le pone el nombre de Ecuador: lo crea diverso, conflictivo, inestable y lleno de contiendas políticas que lo destruirán sistemáticamente hasta su desaparición a finales del siglo XXII. Para efectos de la ficción de Páez, ese otro Ecuador que está en los mapas no existirá, y las cuatro crónicas del Breve Reino tratarán de la construcción de su historia simulada.
Por lo tanto, las crónicas del Breve Reino fueron construidas para defender el postulado de la trivialidad del discurso histórico y la fragilidad de las construcciones humanas comparables a las pretensiones de una colonia de hormigas. Páez utiliza el registro de la novela de anticipación para redactar el final del Breve Reino, porque, dice el narrador: «Solamente una ficción sobre el futuro puede darme estabilidad y perspectivas suficientes como para aprehender este trastornado momento de la historia en el que viviré mis últimos años», porque sería la construcción lógica de la debacle, la conclusión de un relato trágico que ya estaba empezado.
En 2040, Quito es uno de los tantos espacios que se ha dividido en clanes salvajes para sobrevivir. La Costa y el Oriente son repúblicas ferales que intercambian armas, alimentos y objetos raros con quienes deseen proveérselos, y, mientras esto sucede, desde una estación espacial se planifica una ofensiva para viajar en el tiempo y arreglar un asunto histórico del pasado que haría que en Ecuador las cosas fueran diferentes a la realidad que se está protagonizando en la novela, no porque a alguien le importe el destino de un diminuto país intrascendente, sino porque de funcionar la máquina, se la podría utilizar para modificar ciertos asuntos realmente significativos.
«El Ecuador de Vrhel es una metáfora que busca mostrar un país […] fronterizo de la civilización Occidental; fraccionado interiormente por la contraposición de diferentes razas y regiones»2. El hilo conductor de este proceso, según Vrhel, se encuentra en una revolución liberal liderada por el militar Eloy Alfaro quien libra luchas contra los conservadores primero y luego entre los propios liberales conspiradores después. El fracaso de esta cruzada idealista es el inicio de la disolución del país llamado Ecuador. Un Ecuador que no es el nuestro, pero que se le parece.
Tal como mencioné antes, en la última novela de esta tetralogía ya ha acontecido el apocalipsis mundial para los países que no se encuentran dentro de la Zona Integrada que abarca la franja del Sudeste Asiático, Norteamérica y Europa. Las pequeñas repúblicas, como Ecuador, se han convertido en «zonas anárquicas ajenas al comercio mundial y condenadas a la miseria, el desorden y la muerte»3. Páez relata que en el país sobrevive un gobierno central sostenido gracias a su venta de petróleo a las naciones no integradas de Oceanía y África, donde aún se emplean combustibles fósiles. Después de 2035, luego de la sesión del puerto de Guayaquil, persiste una dictadura que se mantiene en el poder, pero se desentiende de los enfrentamientos entre comunidades indígenas y milicias irregulares que controlan el paso de la Costa a la Sierra.
La anécdota es la de una novela de aventuras del género distópico: hay héroes, villanos, ayudantes, oponentes y un interés romántico. Cuenta la misión que recibe el agente Ferrán Puigvalls, de parte del Alto Comando Transnacional, de contactar al mercenario Uriel Buitron, para —junto con él— apropiarse de la máquina del sanguinario científico Walsain Esternazy, regresar en el tiempo y evitar la muerte de Eloy Alfaro. No porque a las potencias espaciales aquel breve reino del Ecuador les interese mucho, sino más bien por curiosidad sociológica, para ver si luego del éxito de este proyecto se puede intervenir, alterar la historia a gran escala y controlarlo todo.
Carácter subversivo del mito apocalíptico: naturaleza, ruinas y sobrevivientes
Me interesa resaltar cómo Santiago Páez idea la ciudad apocalíptica de Quito en un ejercicio de la imaginación que tiene base en la realidad. Por ejemplo, describe el parque La Carolina como una extensión tupida de 30 hectáreas, llena de pájaros y otros animales asilvestrados. Perros feroces, pumas, tigrillos y cerdos corretean por este bosque, que ha sido elegido como un espacio ideal para los cazadores, quienes buscan proveerse allí de alimento, mientras que el resto de la urbe que se extiende de norte a sur es solo un cúmulo de ruinas ocultas entre cipreses y eucaliptos.
Volviendo a James Berger, él postula que la catástrofe postapocalíptica suele ser clarificadora y «tiene el poder de separar la maldad de lo bueno y la verdad de lo falso, dando la posibilidad de volver a lo básico y revelar lo que el escritor considera lo verdaderamente de valor»4. Para Berger lo interesante de revisar las representaciones apocalípticas es poder «presenciar los restos y los vestigios que han quedado luego de la transformación del mundo»5, y analizar cómo estos usualmente nos hablan de la condición humana de los individuos, más que de las ruinas físicas de la civilización. A pesar de que el Ecuador postapocalíptico es una tierra de salvajes, la historia de Páez es una historia de tres idealistas: Ferrán, Uriel y Ainoa, quienes, con los valores más clásicos de los héroes (heroismo, nobleza, honor, etc.) logran enfrentarse a la intriga, las conspiraciones y la perversión, y vencen. El Ecuador se ha desintegrado, pero las virtudes que caracterizan a la humanidad, permanecen.
Dentro de la narración de Santiago Páez, uno de los retos que los protagonistas deben afrontar consiste en atravesar los territorios del centro colonial de Quito tomados por el Patriarca Marún, una suerte de profeta apocalíptico que es un fanático fundamentalista, líder de una secta de autoflageladores cuyos dominios se extienden desde el Panecillo hasta San Juan, desde donde va peregrinando a lo largo de la ruta de las siete iglesias, mientras realizan atroces prácticas de tortura como castración e imposición de hierros al rojo vivo. Alegorías como las del Patriarca Marún son una metáfora de lo caduco y distorsionado de las prácticas sociales tradicionales del tiempo pasado como la religión y de su inutilidad durante el período postapocalíptico, ya que sus alcances se distorsionan monstruosamente hasta ser un esperpento al que hay que vencer como parte de las pruebas que ratificarán el carácter valeroso de los tres héroes.
La mujer que heredará la Tierra
Tras librar la batalla final contra el científico Walsain Esternazy, uno de los amigos de Uriel Buitrón logra viajar en el tiempo hasta llegar a la primera crónica de Páez, situada en 1911, pero, tal como lo relata el autor, más que fracasar en su misión, encuentra cosas mucho más vistosas en las cuales entretenerse. Así, el destino del país imaginario llamado Ecuador, queda sellado y su debacle es inminente, porque tal como apuntaba Páez en las explicaciones preliminares de la tetralogía: «Tenemos menos vida que voluntad de acción y hasta nuestros más fragorosos esfuerzos son siempre inútiles, es conmovedor, sin embargo, el deseo de hacer algo perdurable»6 en medio del evanescente ruido y furia.
Como señala Berger, «la única forma de sociedad que podría nutrir o crear una especie humana apropiada para sobrevivir al apocalipsis […] tiene que ser radicalmente diferente a las formas existentes»7. Y he aquí que en la crónica final del libro de Páez se lleva a cabo esta premisa, porque luego de su aventura, Uriel, Puigvalls y Ainoa deciden escapar hacia Archidona de los Quijos, cerca de la cuenca de la amazonia, donde germinan nuevas comunidades primitivas, libres de toda atadura con el pasado del país, para empezar de nuevo.
Esta sociedad nueva que iniciará el trío, que pese a su idealismo no poseía precisamente ni la ingenuidad ni la pureza propia de los fundadores, es diversa y extraña: la conforman niños rescatados de los sótanos de Esternazy y extravagantes cirqueros nómadas, pero quizá lo más subversivo de este grupo es su temperancia para el poliamor que tiene como centro a Ainoa, mujer a la que Uriel y Puigvalls han convenido compartir, un vértice que los hermana y compenetra. No en vano, el relato finaliza con la famosa línea de Casa Blanca, dicha por Purvaills a Uriel Buitrón: «Me parece que este es el inicio de una bella amistad»8.
Notas
1. Este autor no ha existido nunca, es el nombre elegido a manera de seudónimo por Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares para publicar parte de su de relatos de índole detectivesca.
2. Ibídem, p. 14.
3. Ibídem, p. 345.
4. Berger, James, After the end, University of Minnesota press, 1999, p. 8.
5. Ibídem, p. 7.
6. Páez, Santiago. Crónicas del Breve Reino. Paradiso Editores, Quito, 2006, pg. 15.
7. Berger, James, After the end, University of Minnesota press, 1999, p. 9.
8. Páez, Santiago. Crónicas del Breve Reino. Paradiso Editores, Quito, 2006, pg. 473.