La larga herida

Bajo a La Marín por la calle Chile, uno de los recorridos más feos del mundo a esperar el bus de regreso y todo, solo para hacerlo mismo al día siguiente: el hartazgo como una hamaca en la garganta del gallo más méndigo del alba. Aquí, donde el corazón es un motel de termitas y alacranes badeas andinos, aquí, donde fulgen muertas las calles en la capital más andina del planeta y son tan vivos los cementerios el domingo a las 6 de la tarde: eso es Quito. Y es domingo. Y llueve. Y veo la niebla cabecear en las ramas secas.

Andrés Villalba Becdach, ‘Adictos al acorazamiento andino’, No mueras joven, todavía queda gente a quien decepcionar

El rostro del desánimo en la poesía de Andrés Villalba: aquí todo ya ocurrió, el presente es un extenso paisaje devastado, un territorio brumoso en el que casi nada se mueve porque todo ha sido destruido. Quizá solo la niebla que cabecea sobre ramas muertas, algún perro ciego que ronda, un caballo hace mucho perdido, salvan a estos espacios de convertirse en instantáneas por siempre detenidas.

La voz de estos poemas, rondando en todo momento un límite del dolor, se mira en el espejo del infortunio para lanzar una carcajada excesiva, a veces grotesca. Actúa como quien ya no tiene nada que perder. Es dura, durísima consigo misma: «Qué tristeza dármelas de payasito con todos: sangran el esfínter de tanto reír, pero soy incapaz de sacar una sonrisa a la persona con quien vivo, duro, duermo y muero, solo avivo su mohín y desprecio. ¿Por qué le tengo tanto miedo?»

Entre lo prosaico y el desarreglo de esa continuidad que la prosa presupone, se crea la imagen devastada de una cotidianidad rota, trizada, irreversiblemente estropeada, que se forma de pocos elementos con la destreza provista por un dolor agudo y continuado, una certeza lacerante de fracaso:

Queda seguir de tozudo con este tráfico ilícito de páginas gastando tinta, llenarnos de arrugas hasta desempolvar el puñal, hundirlo en todo eso que fuimos cuando los pájaros sufrían castrados en nuestras manos. Y otra vez la lluvia de Quito a las 6 de la tarde, las moscas de granito, el trapeador en la cabeza, la tristeza, el brillo del cepillo de dientes que me regalaste, todas las puertas que rompimos porque siempre perdimos las llaves. El terraplén. Y el camal donde conseguí trabajo solo para aprender a llorar.

«Queda»: el verbo como índice de devastación; tras el paso destructor de la desgracia (desgracia modesta pero definitiva, de la que no hay vuelta: la asfixia de la ciudad, la escasez material, el fracaso amoroso, el destino doliente de la genealogía que precede y que, fatalmente, ya encontró su línea de continuidad) para el sujeto de este universo poético no hay más que un paisaje (al que es adicto), un movimiento en línea recta, seguir en el derroche de tinta, en el recorrido diario, en la constatación del (auto) desprecio; perseverar en los automatismos y en las heridas auto infligidas como los recursos últimos para sentir la textura del mundo. Hurgar en la herida para profundizarla porque cuando deje de sentirse todo estará perdido; hurgar en ella para que aún el dolor haga patente la vida.

El paisaje doloroso que elabora Villalba (su humor es, quizá, una de las formas más crispadas y descolocadas de la agonía) tiene la calidad ambigua de lo que ya no está expuesto a la contingencia (pues todo ha ocurrido ya) y permanece pese a todo: como si hubiera inventado la ciudad que vive su propia muerte como eternidad iterativa, que vive el purgatorio que es saber que la restitución de la falta es imposible y también lo es el reposo de la inconsciencia. La bruma y la lluvia caen sobre Quito, que se obstina en extender la hora de su crepúsculo para que no existan el día ni la noche, y ahí, en ese espacio sin contrastes, en ese limbo de luz imprecisa hecho solo de distancia con respecto a todo lo querido, unos pocos entes que deambulan desorientados, acumulando capas de desánimo: «has vuelto caballito/ no me sigas/ no seas tozudo// yo también estoy perdido».