La histérica serás tú

En la época de Hipócrates, se creía que el útero era un órgano móvil, que deambula por el cuerpo de la mujer, causando enfermedades a la víctima cuando llega al pecho. A este desplazamiento se les atribuían los trastornos sintomáticos, esto es, la sofocación o las convulsiones. La etimología de la palabra recoge, por tanto, esa idea: la histeria como una enfermedad del útero y, por lo tanto, propia de la mujer, que causa trastorno en el comportamiento psicológico. En la actualidad esta postura ha quedado descartada, al considerarse que no existe relación alguna con el útero y que no se trata de una entidad exclusiva de las mujeres.

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Hoy me desperté histérica.

Primero grité media hora de reloj como poseída por el demonio —¡una loca, hay una loca!— mirando alguna insignificancia: las cifras de feminicidios en el país, la discriminación salarial, las declaraciones de algún político sobre sus colegas, alguna bobada de esas. La única razón por la que esas cosas me pueden afectar es que estoy enferma de alguna peste de mujeres. Como todo el mundo sabe, los feminicidios, al igual que las brujas, no existen. Si está clarito: son peleas normales, domésticas, (en las que ninguno se puede meter) que se salen un poquito de control y las señoras quedan un poquito muertas en el suelo con la cabeza abierta. Son casos extremos, cero preocupantes, que no tienen ningún vínculo con nada (ningún vínculo con nada, ¿ah? Ni con la sociedad ni con el machismo ni con la policía. Con na-da). La fiebre me emparanoia.

Hete aquí que esta mañana amanecí con el telele histérico y empecé grita y grita de indignación como si alguien estuviera tratando de violarme o matarme. Qué absurda. Esta enfermedad debe ser como la encefalopatía espongiforme bovina —¡vacas locas!— que un día están las vacas bien, como dios manda: en rebaño, obedientes, con sus caritas de bobas y al día siguiente están patas arriba, demenciadas, cayéndose por los suelos como borrachas. Igualita estoy yo, solo que más gorda.

Estar histérica es como tener fiebre alta: cualquier ridiculez te lleva al desvarío. Te tomas en serio lo que, en verdad, chicas, es un lapsus, una broma, una manera de hablar. Porque, ¿quién en su sano juicio va a pensar que pagar menos a las mujeres está mal? Está perfecto. Qué exigentes nos ponemos. Las mujeres, lo sabe todo el mundo, trabajamos menos porque somos el sexo débil y a mucha honra, carajo, a mucha honra. Ser el sexo débil es maravilloso y solo se explica que nos cedieran ese privilegio a las hembras por un acto de generosidad casi divina de los machos de nuestra especie. Si hoy me molesta es porque estoy apestada. Sí, me disocio, señores, me disocio. Sepan perdonar: es el útero que me deambula por todo el cuerpo y me sube, me sube, me sube como la bilirrubina, y ahí sí se armó la pendejada.

O sea, hoy no soy cerebro, soy útero: una basurita en el ojo de la humanidad.

La cosa fue de mal en peor. Después de mis alaridos matinales, di de comer al niño, armé mochila y lunch a la niña, dejé parado un arroz, me pinté los labios, me pasé una peinilla por la cabeza —si no eres guapa, por lo menos arréglate, mujer—, me quedé sin papel higiénico al final de la batalla y me convertí, en fin, en la Vishnu, la diosa hindú de los varios brazos —hembra, obvio—, mientras mi maridito lindo —mariditilindi— gritaba que no quedaba café y, qué vaina, si te pedí específicamente que compraras café y para una cosa que te pido, no hay derecho, qué desobligo. Mientras malabareaba con el arroz y la papilla y el libro de álgebra y el lápiz de labios, alcancé a escuchar lo del café, así que en los delirios de la enfermedad me abalancé sobre él como una pantera hambreada con un nítido deseo de matar. Estuve a puntito de cortarle su virilidad, pero santa Lorena Bobbit —otra loquita histérica— me iluminó con eso de ir presa, así que nomás le dije ándate a la casa de la verga, si quieres café cómpratelo tú, conchetumadre. Pero eso le dije nomás porque estoy cucú, no porque él se lo merezca pa-ra na-da. No es solo que no se lo merezca, es que yo me merezco que me grite porque no lo escucho, no lo atiendo, no lo priorizo y eso es imperdonable, que para algo Dios me sacó de la costilla de Adán: para comprarle el café sin faltita a mi marido.

Después salí, provocativa como siempre —camisa cerrada, saco, pantalón largo—, motivando a todos los caballeros de la calle a decirme qué tal les parezco de formas originales y poéticas porque eso nos encanta a las mujeres… en días no-histéricos. Pero hoy estoy uterina y no me extasío de felicidad ante los piropos y los roces con los miembros erectos de los señores (recuerda dama: eso significa que nos resultas deseable). ¿Qué pedazo de bestia malagradecida no querría que un señor le exponga de la manera más clara, es decir sacando la lengua o mostrando el pene, lo muy guapa que está? Hoy estoy muy bruta, así que mandé a la casa a la que había mandado a mi marido a un taxista que me dijo «mamacita, a dónde va tan solita» y a un amable caballero que me frotó su cetro feliz contra las nalgas en el bus. No se engañen por mi día histérico, chicos, el frotamiento me fascina, es tan halagador (emoticón de guiño, emoticón de beso formita corazón).

¿A quién no le gusta que le digan mamacita, si la mamacita es lo más sagrado en la vida de todo ser vivo? ¿Y a quién no le va a encantar que le digan bomboncito, si te están comparando con una exquisitez? Y ya, esto es de Ripley, ¿a quién no la enamora que la llamen reina, si te están comparando con la monarquía? Mal vamos con tantas pendejadas. Bien hacen diciéndonos a las enfermas, como yo, feminazis. «No me toques», «no me digas», «no me mires». ¿Qué quieren, pues? ¿Ser invisibles? ¿Y cómo se nos va a ver el conjuntito apretado, el levantacolas, el tatuaje de cejas, labios y pestañas? ¿Ah?

Total que qué hecho mierda estar histérica. Llegué al punto de pelearme con un compañero de trabajo —ya sé, ya sé, yo no debería trabajar— porque le cuestioné que se había quedado con plata del cumpleaños del jefe y no le gustó porque dijo que esa plata era para las colitas que sí compró y toditos nos tomamos, más las mujercitas que son dulceras. Mi sistema nervioso hoy no me funcionaba bien porque en vez de quedarme callada que es como más bonita se me ve, le saqué las facturas y ahí clarito faltaba plata, pero en un día normal ni a mí ni a las chicas nos importa porque los hombres siempre hacen todo para el bien común. Ay. Nomás que hoy día estoy revirada —hormonas locas, monas locas—, así que seguí reclamándole de la plata y me dijo: «Ya calla, ve, ¿yo qué culpa tengo de que seas una histérica?».

Entonces, momento de epifanía gracias a mi querido compañero, me di cuenta de que así no gusto a nadie y de que mañana, como sea, pidiéndole a mi marido que me tire bien o tomándome unos tranquilizantes, tengo que venir tan complaciente y sumisa como siempre. Eso, amigas, lo descubrí gracias a un hombre. ¡Gracias! (cinco emoticones de corazón).