De las palabras a los hechos
La palabra extranjero proviene del francés antiguo estrangier, que quiere decir ‘extraño’. Quienes hemos vivido alguna vez lejos de nuestro país seguramente nos hemos sentido extraños en el país de acogida, ya sea porque no hablamos la lengua, porque no nos ubicamos en las ciudades, porque no dominamos el léxico propio del lugar, porque no nos identificamos con el humor del sitio en el que estamos, en fin, por muchas razones. Salir del país de uno para ubicarse, por la razón que sea, en otro distinto genera siempre una sensación de extrañeza, de no ser de ninguna parte. Y, casi siempre (por no decir siempre), hay gente en el lugar al que llegas que se encarga, constantemente, de hacerte sentir un extraño. Y esto también se manifiesta en la lengua.
Suele existir el prejuicio de que el de afuera es el que llega al país de uno a causar problemas. No es extraño que cuando surgen olas migratorias en cualquier país los titulares de los diarios empiecen, de pronto, a hacer ver al otro como un delincuente. Cuando quien ha cometido el delito es extranjero, su nacionalidad siempre estará presente en la noticia, como una forma de hacer ver que el de afuera es el culpable de la escalada de violencia en nuestra tranquila patria. Si no me cree, fíjese en cuántos sirios protagonizan asaltos en Europa, en cuántos peruanos o bolivianos siembran el terror en el Cono Sur, o de cuántos colombianos, cubanos, venezolanos o haitianos han causado un aumento de la delincuencia en nuestro país (dependiendo de la ola migratoria, obviamente). Y no solamente se manifiesta en la violencia, también son comunes titulares o noticias light en las que el extranjero es el culpable de que nos quedemos sin trabajo, de que los servicios no sean tan buenos porque tienen que alcanzar para todos, y muchas otras cuestiones más.
Esta sobreexposición de los extranjeros asociados a la delincuencia en la prensa crea un estereotipo que hace que la gente de a pie empiece a ‘cuidarse’ y a estigmatizar a todo lo que viene de afuera. La lengua, como siempre, es una gran aliada. Por ejemplo, ‘sudaca’, ese adjetivo absolutamente despectivo que surgió en España con la ola migratoria de inicios de los ochenta. Este se usa para referirse a los sudamericanos y, aun hoy, no ha dejado de usarse para referirse con desprecio al otro, al que ha tenido que cruzar el océano para buscar una vida mejor. En Argentina, donde estudio, también escucho que la gente constantemente se refiere a los bolivianos o peruanos con los diminutivos ‘bolivianitos’ o ‘peruanitos’. Este uso del diminutivo también manifiesta desprecio, el otro es menos, entonces, en la lengua, hay que tratarlo también como si lo fuera. En nuestro país pasa lo mismo, pues es común escuchar expresiones peyorativas como ‘estos cubanos’ o ‘los colombiches’.
Esto no solo ocurre con el de otro país, también suele escucharse en relación con quien no es de nuestra región. Pensemos solamente en cuánta carga de prejuicio tiene aquello de que se resalte que un delincuente tiene ‘acento costeño’, o referirnos a los ‘monos’, a los ‘indios’, a los ‘serranos’, como si esa pertenencia ya implicara una disfunción, un defecto gravísimo, cuando lo único real es que esa persona a quien nos referimos no es igual que nosotros. Tal vez para que esto deje de suceder, para los prejuicios hacia el de afuera dejen de manifestarse en la manera violenta de referirnos al otro, es necesario que nos movamos más, que nos pongamos en los zapatos del otro, que practiquemos la empatía. Salir del lugar de origen para llegar a un sitio totalmente distinto no es fácil, tal vez si dejáramos de estigmatizar nos daríamos cuenta de cuánto aporta el de afuera a nuestra propia cultura.