La Artefactoría regresa

En un año, la muestra ¿Es inútil sublevarse?: La Artefactoría arte y comentario al Guayaquil de los ochenta recibió cerca de 25.000 visitantes, el 25% de las miradas totales del Museo Antropológico y de Arte Contemporáneo (MAAC) en ese período. En un año, la exposición comandada por la gestora cultural Matilde Ampuero ha sido transitada por estudiantes, en recorridos con los artistas, miradas de generaciones recientes, distantes de la época en la que surgió el grupo, en un Guayaquil lleno de caos.

En un año, el grupo que empezó a trabajar hace tres décadas y un lustro, en un taller al sur de la ciudad, volvió a juntarse para revisar su trabajo: un poco del pasado y del presente. Y este, el año de La Artefactoría, sus seis integrantes ganaron el Premio Mariano Aguilera a la trayectoria como grupo. Con este reconocimiento, uno de los más importantes a las artes visuales del país, revivirán —en una nueva exposición, y esta vez en Quito— sus modos de ver a Guayaquil, la ciudad que agitó su trabajo y un lugar que ha sabido muy poco acerca de su causa como grupo.

«Hay que reconocer que La Artefactoría produjo un quiebre en el tema de arte contemporáneo y que no se ha reconocido hasta antes de la muestra del MAAC. Sí pienso que se ha silenciado de varias formas por varias razones, entre ellas que no ha habido una plataforma de arte contemporáneo que ponga en valor todo el trabajo que hicieron, ha habido cosas muy dispersas, pero el Premio es un quiebre para que inicie un proceso de reconocimiento», dice el coordinador Patricio Feijoo.

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Cuando Jorge Velarde, Marcos Restrepo, Xavier Patiño, Pedro Dávila y Flavio Álava se graduaron en el Colegio de Bellas Artes, en Guayaquil, no querían hacer nada que se pareciera a lo que les habían enseñado. Sus referencias más cercanas con las grandes influencias del mundo eran el Bosco, Goya o el Greco. Sus primeros trabajos estuvieron encaminados hacia una pintura surrealista que, a decir de Velarde, le hubiera gustado que el grupo desarrollara. Pero cada uno escogió un camino distinto, de manera individual y como grupo, en una exploración a la que posteriormente se unieron Marco Alvarado y Paco Cuesta, con quienes conformaron La Artefactoría, como los bautizó el crítico Juan Castro.

En los ochenta, en Argentina, los artistas Julio Flores y Guillermo Kexel trabajaban en ‘El siluetazo’, una obra pintada en la calle que, a modo del registro de una escena policial pretendía evidenciar la figura de 30.000 desaparecidos. En Colombia, Antonio Caro abofeteaba a los críticos. En Ecuador, los artefactores convocaban a muestras ficticias en Lago Agrio e irrumpían en la Primera Bienal de Cuenca con tarjetas y grafitis que decían «El arte no es moda», «El arte no es pintura».

También, como en el caso argentino, Marcos Restrepo hacía su ‘Levantamiento de cuerpo’ en las calles, con siluetas de gente que no existía y en un momento en el que la represión política llamaba subversiva a cualquier tipo de manifestación. Los artefactores intentaron intervenir en el espacio público, como hizo Marco Alvarado con las pelotas de tela de medias de cajeras de banco que lanzó en un parque; o Patiño con la instalación de la campana para que la gente reaccionara a la leyenda «Si no está de acuerdo, toque la campana».

No había manera de conocer las propuestas artísticas que nacían en un país u otro, sus gestores no se conocían entre sí, ni tenían acceso a una posibilidad de comunicarse o exponerse en las múltiples plataformas que ahora permite internet. La Artefactoría surgió desde un pensamiento latinoamericano zambullido en la tensión de las dictaduras, los conflictos armados e incluso en disputas territoriales entre un país y otro. A pesar de las proclamas de la izquierda que contagiaron a grandes movimientos artísticos en décadas anteriores, ya se sentía el desencanto por la utopía que había proclamado la Revolución cubana en el continente. Pero había que creer en algo.

El Guayaquil de los ochenta era un caos. Fue una época de intensa migración de los campos de la Sierra y la Costa a la ciudad, sin la posibilidad de que el sector productivo de la época pueda absorber la demanda de empleo. El Guayaquil de los ochenta estaba sumido en la pobreza y en una planificación de crecimiento que era —y sigue siendo— débil. Este proceso, además de hacer efecto en la inequidad y el desabastecimiento de los servicios públicos, amplió las invasiones y dio paso a administraciones populistas como la de Elsa Bucaram, alcaldesa de la ciudad entre 1988 y 1991.

«Quienes hicieron La Artefactoría, desde el principio se perdieron en esta historia de la ruptura de la izquierda, estuvieron en el intersticio, en este ser y no ser de izquierda. Tenían una necesidad de combatir la institución arte, que era la pintura, con la acción. Pero también había una situación de emergencia. Sentían que en la ciudad no podía pasar lo que estaba pasando. Era necesario accionar desde la conciencia y entonces se unieron para eso», dice Matilde Ampuero.

Para Xavier Patiño, el grupo se formó a partir de una necesidad de búsqueda. «No sabíamos lo que estábamos buscando, pero sí sabíamos lo que no queríamos. No queríamos la estética que dominaba Guayaquil». Para Paco Cuesta se trató de interpretar el momento que les tocó vivir. «Todos vivíamos en la misma ciudad, con el clima, teníamos un conocimiento común de lo que era Guayaquil».

Los temas que plantearon en sus acciones de grupo eran la ciudad, la comida, lo más cercano que tenían. «No indagaban en la investigación de los modernos, el tema era y sigue siendo así», dice Ampuero sobre la agrupación que a fines de los noventa gestó la fundación del Instituto Tecnológico de Artes de Ecuador (ITAE). Una de las mayores críticas que la gestora ha recibido sobre el montaje es no haber hecho una antología que indagara en los procesos creativos de los integrantes del grupo en esa época para desembocar en su producción actual, que es la que consta en la muestra.

«No me dio la gana. Otras personas pueden hacer esa antología. Quería poner por qué son La Artefactoría», dice Ampuero. De ello nace esa idea del mural con el que abre la muestra, donde figuran obras de autores que preceden a La Artefactoría, desde la década del treinta. La propuesta está intercalada con afiches de revistas e imágenes del conflicto social de la época. «Esa espontaneidad con la que nace su obra es la que los identifica y une. A pesar de que luego cada uno hace un trabajo diferente, tienen un sentimiento parecido respecto a su época. Es como si estuvieran jugando todo el tiempo», dice Ampuero; y de ello surge el silencio de estos años.