Un mensaje de WhatsApp a la madrugada me dice que Kazuo Ishiguro ha ganado el premio Nobel de Literatura. Había tenido insomnio esa noche y mi cabeza estaba atiborrada de los retazos de sueños que se producen en las malas noches, pedazos de fantasías, horrores y prosaicas verdades. Me levanté, fui al librero y revisé los títulos que tenía de este escritor. La anotación al final de uno de ellos dice que fue adquirido el 18 de diciembre de 2002. No recuerdo ese día, pero aún están ahí las sensaciones generadas por el libro, las más claras me remitían a sus personajes: Etsuko, su suegro, Sachiko, y la niña Mariko. Estoy hablando de Pálida luz en las colinas, la primera novela del escritor inglés. La clave de la literatura no es una, son muchas y múltiples, algunas ocultas y a veces incomprensibles. Los personajes se arman de similar manera, no hay molde o modelo, aunque en todos se podría rastrear algún origen de la memoria personal o literaria. Mi pretensión no es hacer este rastreo sino solo pensar en unos pocos personajes de las novelas de Ishiguro, y tratar de indagar en su interior.
Una de las primeras cosas que nos llama la atención en las novelas del escritor británico es la elección del narrador, muchas de ellas están escritas en primera persona. Una voz va configurando la estructura de los personajes y la historia, pero a pesar de ello no son novelas confesionales, hay un esfuerzo por no revelar. Esta va a ser una característica de gran parte de los personajes de sus narraciones: la contención, no solo como recurso retórico, sino más bien como característica de los seres que deambulan por sus páginas, una marca de identidad, tanto de los personajes como de la misma escritura de Ishiguro. En Pálida luz en las colinas, Etsuko es una mujer que padeció la Segunda Guerra Mundial, la bomba en Nagasaki, el suicidio de su primera hija, que tuvo un matrimonio fallido y que hoy vive en Inglaterra, pero muchos de esos detalles quedan en los trasfondos de la historia, son episodios que conducen a lo dramático, pero por la extrema contención de la narración se evita esto. En esta novela los personajes, aun los más desvaídos, como el esposo de Etsuko, por ejemplo, tienen un peso específico y fundamental en la narración, no hay personaje descartable. Pero hay una característica que los une a todos, pensemos solo en la narradora y en la niña Mariko —duendecillo de un bosque ruinoso y atómico— su decisión de callar lo importante. La niña mira en el río lo ominoso; la mujer no dice las palabras que quisiera decirle a su marido.
Esa misma suspensión emocional se halla en el señor Ono, personaje de El artista del mundo flotante, quien se parece mucho a Etsuko, ambos son seres derrotados que no reflejan esa derrota, mas el peso de esta no deja de existir: han perdido a seres queridos y a su mundo, las relaciones sanadoras que pudieran establecer —pienso en las que tienen con sus respectivas hijas— son limitadas, constreñidas, con un lenguaje protocolar, la expresión restringida de sus sentimientos crea una atmósfera donde las verdades no son dichas, no toman el camino de la mentira, sino de su ausencia. No hay desesperación por romper el silencio sino su aceptación como posibilidad de otra verdad, de las que nacen, crecen y morirán en nuestro interior.
Las verdades pueden ser luminosas pero también esclavizadoras, este es el caso del personaje Stevens, narrador de Los restos del día, delicada y célebre novela. Su verdad vive en la incomunicación. Stevens es un mayordomo inglés atado a las convenciones, al artificio social, al silencio sumiso. Eso lo lleva a enmudecer ante las injusticias, a no reaccionar ante el dolor, el deseo o el amor. Así como calla cuando su padre se está muriendo y se evade ante la expulsión de unas mujeres hacia el lugar que significará su muerte, se inhibe también ante la posibilidad del amor. El deseo es borrado de su conducta cuando esta incomoda a su labor, un deber intrascendente y formal, la contención en el señor Stevens no se halla en la limitada expresión como en los casos anteriores sino en un silencio que calla la verdad del cuerpo y del espíritu, un silencio que lo ciñe, reduce y somete, pero es una claudicación, que al igual que la derrota que no se reconoce, no la ve como una rendición de lo humano, sino que en su sumisión Stevens se cree salvo. Esta conducta es más dolorosa que la negación del recuerdo, las palabras ayudan al olvido, lo no dicho queda dentro de nosotros, puede ser como fuente de resentimiento, o como en el caso del señor Stevens como una privación, tanto del llanto como de la caricia.
En Los inconsolables, la novela más audaz de Ishiguro, dentro de su multiplicidad de personajes, Ryder, un célebre músico, llega a una ciudad centroeuropea y es visto como promesa de agitar lo quieto, pero nada se remueve, nada cambia. Una de las características de esta novela y de cada uno de los personajes, es una capacidad mimetizadora del narrador con la gran tradición de la novela centroeuropea, ellos pudieron haber sido escritos por Joseph Roth o Alfred Döblin, o Bruno Schultz. El despliegue de esas personalidades en una historia tan imbricada, tan surrealista, tan kafkiana, nos podría prometer que el freno expresivo de sus otras novelas remitiría en esta, pero no es así. A pesar de la cantidad de avatares, de incidencias, los personajes están sometidos a la misma incomunicación que los otros, no es que no hablen, sino que no dicen lo esencial. Ryder cambia de lugar pero no se salva del silencio, no es donde estés sino quién eres, puedes estar en una campiña inglesa, o en un campo quemado por la radiación, o en una ciudad laberíntica o en una casa hermosa pero desolada, la falta de expresividad te somete, pues las medias palabras no serán suficientes.
Los personajes en Ishiguro, algunos más contenidos otros más expresivos, están sometidos a algún pasado, a alguna historia, a un deseo, a un amor que no quiere ser dicho o recordado. Pero todo es revelado de una manera u otra, ahí está su cualidad. Cada uno de ellos deja ver su lado más frágil en esa cortedad afectiva, eso los convierte, extrañamente, en seres entrañables, cercanos, dignos de compasión, aunque entre ellos solo haya incomunicación. Pero ¿a todos no nos somete esta incomunicación? ¿Acaso no guardamos en nuestro interior palabras de amor no dichas, sentimientos callados, afectos reprimidos? Leyendo a Ishiguro me encuentro con sus personajes, no son espejos pero son mis semejantes.