Eugenio Raúl Zaffaroni, profesor emérito de la Universidad de Buenos Aires, exministro de la Corte Suprema argentina y actual Juez de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, es un hombre tranquilo, de hablar pausado, y sólido en sus definiciones. Apasionado de la historia de América Latina, centenares de libros sobre este tema ocupan las paredes de la biblioteca de su casona, ubicada en un barrio tranquilo de la ciudad de Buenos Aires, en la que vive cuando su agenda apretada se lo permite. Fue en esa biblioteca donde recordó a José María Velasco Ibarra junto a Raúl Vallejo, quien se encontraba preparando una novela histórica sobre ese personaje. Y fue ahí también donde concedió esta entrevista sobre el cinco veces presidente de Ecuador.
Usted aparece en una novela histórica sobre Velasco Ibarra: El perpetuo exiliado, de Raúl Vallejo. ¿La ha leído?
Sí, la leí por Velasco y, cuando llegaba al final, me descubrí como personaje, aunque de refilón y como licencia literaria. Es una sensación rara, por cierto.
Eso que llama licencia literaria, ¿tiene un asidero real? ¿Conocía a Velasco Ibarra?
Por supuesto. Conocí al Dr. Velasco Ibarra aquí, en Buenos Aires, en 1962, cuando terminaba en la universidad mi carrera de abogado. Un compañero de estudios me invitó a visitarlo un sábado por la tarde en su departamento de la calle Sánchez de Bustamante, y lo seguí frecuentando hasta su partida definitiva de la Argentina. Desde ese día Velasco me tomó aprecio, me invitaba, y me incorporó a su grupo de amigos.
Pero usted era muy joven ¿no?
Tenía 22 o 23 años. En el grupo era algo así como el más chico. Podría haber sido su nieto. Creo que los ecuatorianos saben poco de su vida en Buenos Aires: él tenía un grupo estable de amigos a los que estimaba mucho. Era un hombre cordial. Su severidad era más bien timidez, aunque parezca mentira. Uno podía llegar a ese almuerzo o cena semanal y encontrar a alguien nuevo y hasta entonces desconocido. A veces eran personas que conocía ocasionalmente, que lo habían tratado bien en algún trámite, en fin. Pero el grupo estable se mantenía, pese a los ocasionales invitados.
¿Y quiénes eran los de ese grupo estable?
Pido perdón, la memoria puede fallarme y olvido nombres. Han pasado muchos años. Recuerdo a quienes tenían una amista antigua y sostenida con Velasco, y hay otros de los que tengo el recuerdo de la figura, pero se me han borrado nombres.
¿Por ejemplo?
Era frecuente un abogado de La Plata, el Dr. Sislam Rodríguez, que había sido secretario de la Revista del Instituto de Identificación en los treinta, asistente de un profesor húngaro que vino a enseñar a La Plata. Sislam venía con su esposa, Manuelita, que era un personaje. Cuando Manuelita falleció, Sislam se casó con la mejor amiga de su mujer, Ofelia, sumamente inteligente, escritora. Sislam murió centenario, creo.
Beatriz Ochotorena, mujer inteligente y vivaz que lo había conocido en una conferencia antes del cuarto velasquismo. El Dr. Rodolfo Argañaraz Alcorta, que fue presidente del Instituto Sanmartiniano y alguna vez ministro en Santiago del Estero, a quien Velasco en ocasiones le confiaba sus asuntos, cuestiones privadas casi de supervivencia. Violeta Cané, profesora de francés de La Plata, trabajaba como administrativa de jerarquía en la policía de la provincia y había estado casada con un Dr. Raúl Touseda, a quien no conocí, pero que supe que luego fue el pionero de la vida universitaria en Neuquén. A veces venía Lucio Moreno Quintana, el internacionalista. Inolvidable era don Juan Zocchi, que había sido director del Museo Nacional de Bellas Artes más de una década, hasta 1955, y su esposa, Anita, una señora delgada, suiza, con su acento encantador. Zocchi era un extraordinario crítico de arte, con muchos libros publicados. La Dra. Teresa Estévez Brasa, profesora de derecho de familia, que fue jueza de la Cámara Civil de la Capital. ¡Salvador Ferla! A quien Velasco admiraba por su valor al publicar su libro sobre los fusilamientos de 1956. Un personaje interesantísimo. Tenía una librería y escribía mientras la atendía. Gran persona, un intelectual autodidacta, revisionista de nuestra historia. Un señor Alberto Giménez, vinculado a la aviación, creo; una profesora, Olga Delgado; el señor Moisés Waldfisch y la señora, un matrimonio sumamente agradable, muy simpático. Waldfisch era un socialista funcionario de la vieja cooperativa El Hogar Obrero.
Seguro se me escapan nombres. En una carpeta de recortes y folletos de discursos de Velasco encontré el aviso fúnebre de los amigos que publicamos en un diario local el 1 de abril de 1979. Están los nombres que se me estaban escapando de la memoria: Tibor Garamvolgyl, J. Rodríguez Lazo, Ricardo Gómez Gereda, Daniel de Hoop. Recuerdo que a veces venía don Roberto Pettinato, el penitenciarista, y también me solía acompañar un amigo, colega y compañero de muchos años, Arnoldo Giménez.
El grupo era heterogéneo. Velasco nos reunía y hablábamos sobre política mundial, pero sobre todo argentina, poco de la ecuatoriana. Pensábamos a veces de modo diferente, había peronistas y gorilas, claro, pero la presencia de Velasco imponía respeto, siempre de traje y chaleco, en la cabecera de la mesa. Creo que se divertía viendo cómo manejábamos los argumentos con los límites y delicadeza que imponía su figura.
¿Esos almuerzos o cenas eran lujosos?
Nada de eso. Distinguidos, diría, pero no lujosos. Había una empleada que servía la mesa, pero nada más. Los platos eran sencillos, no había ningún lujo. Primero nos reuníamos en un pequeño recibidor, para el aperitivo. Velasco vivía en un departamento pequeño, de dos ambientes y recibidor. Luego pasábamos al comedor y al final volvíamos al recibidor para un cognac o un licor de menta. Cuando había que levantar los platos, doña Corina llamaba a la empleada con un timbre en el piso, disimulado debajo de la alfombra. Un día habían corrido la mesa y yo apoyaba el pie y tocaba el timbre, pues no sabía de su existencia.
¿En Bulnes y Santa Fe?
Eso fue luego del quinto velasquismo, pero en el exilio anterior vivía en la calle Sánchez de Bustamante, en un departamento de doña Corina, que vendieron con la idea de depositar el dinero y gozar de los intereses. No tengo bien claro si hubo algún problema con la escribanía o algo así. Lo cierto es que esto y la inflación se llevaron el capital. Velasco era muy pobre. Cuando se fue de la Argentina me dejó un poder que transferí, porque en ese momento era juez, y no hubo sucesión, porque sencillamente no había bienes. Vivía de su pensión de expresidente, incluso rechazó el aumento que dispuso el régimen militar que lo había derrocado. A veces, la calidad del vino bajaba, disimuladamente lo verificábamos debajo de la tela con que se envolvía la botella y me permitía mandar de regalo alguna caja de vino o de champagne.
Cuando lo conocí en el primer departamento, la empleada era ecuatoriana. Allí probé el ceviche de pescado. Fue el plato más original de esas comidas. Luego, las empleadas cambiaban. Hubo una que hurtó un par de alhajas de doña Corina y desapareció. No eran alhajas de mucho valor, pero para las condiciones económicas del matrimonio era una pérdida. A veces no conseguían empleadas, y una vez creo que improvisaron a último momento y Velasco quiso colaborar abriendo una lata. Naturalmente, se tajeó un dedo.
¿Y qué opinaba de la dictadura argentina?
Velasco no tenía simpatía por Isabel Perón, por cierto. Eran los tiempos de López Rega, la prensa se ensañó inventando historias de corrupción. A Velasco le irritaba todo lo que sonase a corrupción, pero no por eso tuvo simpatía por la dictadura y menos aún a medida que se iba haciendo manifiesta la violencia asesina de ese régimen. A veces, en privado, y muy por lo bajo, decía que los ‘subversivos’ estaban salvando la dignidad de los argentinos, aunque, como sabemos, no era un hombre de violencia. Alguna vez me contó que había ido a verlo un francés de Argelia para ofrecerle sus servicios y los de su gente para la vuelta al Ecuador, y que cortésmente lo despidió bastante asustado.
En cuanto a la dictadura, hubo un episodio del momento de su despedida que nunca podré olvidar: estábamos en el aeropuerto, en el salón diplomático y, en un momento decidí salir, porque no quería despedirme, era muy triste. Dije que iba a comprar cigarrillos y salí y, en efecto, me paré en el puesto de venta de tabaco, más para demorarme que para comprar. Salió Alberto Giménez, y me dijo que el doctor preguntaba por mí. Volví y Velasco me sentó a su lado: «Véngase, mi doctor, tome asiento». Quedé en una posición curiosa: Velasco en medio de mí y del edecán que había mandado el dictador Videla, que me dio la mano. Se aproximaron dos periodistas y uno le preguntó si volvería a hacer política, y Velasco respondió esa famosa frase: «Vuelvo a meditar y a morir». El periodista se quedó sin palabras y le preguntó si quería decir algo antes de partir, y Velasco, que estaba abatido y parecía un cóndor agonizante, recuperó la fuerza, el gesto ampuloso con que aparece ahora en el inmenso monumento de Quito, el dedo señero, y le respondió: «Sí, señor, quiero dejar expreso mi agradecimiento al pueblo argentino», y repitió, alzando la voz fuerte y un tanto cavernosa del que sabía que si le daban un balcón volvía a ser presidente: «¡Al pueblo argentino!». El edecán del dictador, mudo. Y volvió a ser el cóndor herido. Un funcionario de Ecuatoriana se acercó ceremonioso y gentil: «La aeronave está lista para partir, doctor, cuando usted guste puede abordar». Abrazó a cada uno de nosotros, se puso su orión y esa fue la última visión que tengo de los diecisiete años que lo frecuenté.
¿Velasco frecuentaba la casa de los amigos?
No era su costumbre, pero había invitaciones. A mi casa paterna en Flores y a la de mi abuela en Caballito vino con doña Corina un par de veces. Era un hombre atento, cualquier cosa que nos sucedía estaba presente. No olvido su presencia en casa a las pocas horas del fallecimiento de mi padre en 1964, con doña Corina, con un par de orquídeas. Al día siguiente, estaba en el sepelio. Se interesaba por la salud de cualquier familiar nuestro enfermo. Llamaba por teléfono personalmente.
Aunque no frecuentase nuestras casas, todos nuestros familiares y amigos sabían de la importancia que le dábamos en nuestra vida cotidiana. Velasco era tema de conversación en nuestras familias, una presencia familiar en nuestras vidas. Para mí, que lo conocí siendo casi un chico, hablar con semejante figura era algo increíble.
¿Los tuteaba?
No, Velasco era siempre el señor presidente. Nunca perdía las formas. Y eran años en que el tuteo no era tan frecuente. Creo que solo lo escuché tutear a su hermana y hermano, a su cuñado y a los sobrinos. Las formas eran importantes quizá como una manera de esconder su timidez natural. El Velasco de la tribuna no quería dejar de ser el de la vida cotidiana, porque quizá le hubiese sonado falso el primero. Necesitaba mantener la distancia de la forma.
Una vez me contó que siendo estudiante, asistió a una conferencia en Quito del mexicano José Vasconcelos. Y luego, con unos compañeros, fueron a entrevistar en su hotel a Vasconcelos, que los recibió en mangas de camisa y con el chaleco desabotonado. Eso a Velasco le cayó muy mal, el personaje se le derrumbó. Extraño, pero revelador: ese no era el Vasconcelos de la conferencia, el que hablaba del «hombre cósmico». Y Velasco temía dejar de ser el de la tribuna. Era tímido, sí, aunque los ecuatorianos no lo crean.
¿Velasco enseñó en Buenos Aires?
No, enseñó en la Universidad Nacional de La Plata, pero eso fue en los tempranos cincuenta. Creo que fue la única entrevista que tuvo con Perón, que lo recibió y lo recomendó a las autoridades de la universidad. Le encargaron las clases de historia del derecho político o constitucional argentino. Contaba que se puso a estudiar y leyó la historia de Mitre y no entendía nada. Y hasta pensó en renunciar, cuando alguien le aconsejó que leyese a Saldías, y allí comenzó a comprender nuestra historia nacional. Siempre le gustó nuestra historia, y las conversaciones con Ferla en la mesa eran una delicia.
No vivía exactamente como pobre en Argentina. ¿Cómo era su vida cotidiana?
No, claro. Vivía como una persona de nuestra clase media ‘media’, al día con su pensión, que en los tiempos de la dictadura, con el dólar baratísimo, se depreciaba mucho. Casi todas las tardes tomaba nuestro ‘subte’, caminaba por la calle Florida y se metía en la librería El Ateneo, donde le dejaban un escritorio para que viese libros. En un cumpleaños le regalamos un vale de esa librería, que valoró muchísimo. Imaginamos las veces que habría querido comprar algún libro y al ver el precio se habrá contenido.
El Dr. Argañaraz Alcorta tiene unas cartas de Velasco sobre cuestiones de dinero, como la venta de las condecoraciones para vivir, la inversión del precio del departamentito de la calle Sánchez de Bustamante, cómo se las arreglaba para pagar el alquiler del de la calle Bulnes, la simpatía con el dueño de la propiedad y con su yerno, un señor Velasco que justamente Vallejo cita en su novela, en fin, son cartas en las que un hombre cinco veces presidente deja patente sus penurias económicas. Son una lección de ética, en particular en tiempos como los actuales, en los que la política parece estar remplazada por conveniencias patrimoniales, y en los que el 1 % de la humanidad acapara casi la mitad de la riqueza total del planeta.
Una vez sus ministros decidieron hacerle un regalo. En ese momento estaba en Quito un antiguo diplomático venezolano, historiador, el Dr. Leonardo Altuve Carrillo, y ante la duda sobre qué obsequiarle, Altuve los convenció de que le regalasen un tapado de piel a doña Corina. Este interesantísimo personaje me confesó que lo había aconsejado pensando que podrían venderlo cuando volviesen a tener dificultades económicas. Doña Corina le mostró el tapado y Velasco dijo: «Corita, jamás podría yo haberte comprado esto». Recuerdo que acompañé a doña Corina al teatro Sucre y ella llevó el tapado. No conozco de pieles, pero era hermoso, bien peludo. Y, en efecto, cuando vinieron a Buenos Aires, después del quinto y último velasquismo, vendieron el tapado. Altuve Carrillo tenía razón.
El único lujo de Velasco era ir con Corina al cine, a veces al teatro, asistir a conferencias, pocas veces a cenar a un restaurante, y su biblioteca y estos almuerzos y cenas semanales con nosotros, sus paseos por Florida y El Ateneo. Esa era su vida aquí.
¿Y la gente lo reconocía por la calle?
Por supuesto. En 1973, en plena euforia con la elección de Cámpora, dos adolescentes lo reconocieron en el ‘subte’ y hablaron con él. Uno de ellos preguntó alguna tontería, y el otro explicó: «No, él es como Perón, lo echaron por eso». A veces viajaba en taxi y no le querían cobrar. Beatriz Ochotorena contó que una vez salían de una conferencia y tomaron un taxi. Al llegar, el taxista le pidió un autógrafo y como no encontraban un papel, le extendió un billete de cinco pesos para que se lo dedicase. Velasco le dijo que lo perjudicaba, porque ese billete no lo podría usar, pero el hombre le respondió que con su firma asumía un valor incalculable.
Velasco terminaba sus caminatas por Florida en la Plaza San Martín, y una tarde una mujer muy pobre, casi mendiga, sentada en un banco, lo saludó: «Buenas tardes excelencia». Velasco se impresionó y se sentó a charlar. Ella alimentaba a los gatos, y como uno se trepó a una rama de árbol, Velasco se movió como para intentar bajarlo, pero la mujer lo detuvo: «No, excelencia. Baja solo, no hay que asustarlo». Y se quedaron charlando. Después Velasco decía que esa mujer era una filósofa, la mujer de los gatos de la Plaza San Martín.
¿Cree que Velasco era un intelectual?
No era un académico ni había dedicado su vida a eso, pero necesitaba leer, meditar, sobre todo filosofía, historia y política, y poner sus ideas en orden, lo que hacía por escrito. Sus obras muestran eso y también los autores que frecuentaba. En los últimos años estaba impresionado con el pensamiento de Pierre Teilhard de Chardin. Era un hombre informado y actualizado. Poco después de conocerlo publiqué en la revista de la Universidad Nacional del Litoral un comentario sobre su libro Caos político en el mundo contemporáneo, que le gustó al punto que lo cita en la solapa de Servidumbre y liberación, publicado en Buenos Aires en 1965. Las reflexiones de su fiel secretario y sobrino, Jaime Acosta, en la presentación de los escritos póstumos, Filosofía negativa y mística creadora, no presentan a un improvisado, sino a un pensador. Si la vida hubiese llevado a Velasco a una existencia académica y no política, hubiese brillado, no lo dudo.
Muchos critican a Velasco por sus errores y por ser un populista. ¿Qué opina?
No puedo responder como ecuatoriano, sino como latinoamericano. Quien fue presidente cinco veces debió cometer errores. Si no, sería un ser sobrehumano. La magnitud de esos errores compete a los ecuatorianos y al juicio histórico. Y sí, fue un populista, no tengo dudas, pero eso no es ningún demérito, sino todo lo contrario. Hace unos meses, el papa dijo en El País de España que no entendía cuando los europeos denigraban al populismo, hasta que se dio cuenta de que hablaban de diferentes cosas. En Europa, populista es la traducción usual de völkisch, que significa algo así como populacherismo, la técnica con la que un político se monta sobre los peores prejuicios de una sociedad y los profundiza al máximo para ganar elecciones. En eso, Hitler fue un maestro, aunque no el único. Pero en Latinoamérica no es lo mismo, y eso lo ratifican historiadores europeos como Hobsbawm.
Los populismos latinoamericanos fueron movimientos populares de defensa de soberanía frente al colonialismo y a nuestras oligarquías vernáculas proconsulares de intereses foráneos. Fueron policlasistas, porque no podían ser de otro modo: como siempre fueron movimientos independentistas, fueron personalistas porque la síntesis de ciertos intereses por necesidad la tenía que tener un líder. Fueron ideológicamente contradictorios, es cierto, algunos incluso autoritarios, es verdad, pero, no lo olvide, ampliaron las bases de nuestra ciudadanía real. Sin los populismos, sin los Velasco Ibarra o Perón o Vargas o Yrigoyen o Lázaro Cárdenas o Haya de la Torre, estaríamos en los tiempos de las repúblicas oligárquicas y, no sé si sabríamos leer y escribir o, incluso, si estaríamos vivos.
Todos los defectos de nuestros populismos, incluso el eventual autoritarismo de algunos, palidecen frente a los crímenes de dictaduras asesinas y genocidas, cometidos precisamente para detener y desbaratar a los populismos. ¿Qué violencia populista se compara lejanísimamente al bombardeo a la Plaza de Mayo, al fusilamiento de 1956, a derogar una Constitución por bando militar, a hacer desaparecer a treinta mil personas? En nuestra región, populismo es el antónimo de antipopular, es soberanía frente a dominación. No hay por qué negar los defectos que todos tuvieron, pero no por eso olvidar que estamos aquí gracias a ellos y que sus enemigos ‘serios’ fueron los peores asesinos de nuestra historia.
Volvamos a Velasco. Vallejo trabaja la novela sobre la base de su relación con la señora. ¿La novela refleja la realidad o es otra licencia literaria?
Lo que dice, al menos lo que me consta, es verdad. Doña Corina era el complemento indispensable de Velasco. Cuando fui legislador de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, propuse que se pusiese el nombre de Velasco a una plaza ubicada en la intersección de las avenidas Independencia y Jujuy. En el acto en que se imponía el nombre a la plaza, dije que en realidad la plaza merecía llamarse «José María Velasco Ibarra y Corina Parral Durán de Velasco Ibarra».
Lo de la novela es sustancialmente cierto, las licencias literarias están en los diálogos e intimidades, que jamás revelaron y que quedan libradas a la imaginación.
¿Cómo era doña Corina?
Era una mujer de extraordinarias dotes y sensibilidad como poetisa, pianista, compositora. Habría brillado como artista si no se hubiese dedicado en cuerpo y alma a completar a Velasco. En la biblioteca tengo los libros de Corina, con su nombre o con el pseudónimo Alma Helios: aquí está la edición de 1963 de Banda presidencial y las reediciones con poesía, La rosa blanca (1957), Aquí (1958), Historia de la lágrima (1965), Más allá del amor (1967). Tengo el discurso inaugural de Velasco del 1 de setiembre de 1968, dedicado por ella: «A nuestro querido amigo Raúl Zaffaroni, Corina de Velasco Ibarra».
Bahiense, descendiente de españoles de Gibraltar, era el cable a tierra de Velasco. Creo que se relacionaba con el mundo a través de ella, era en parte sus sentidos, su intuición. No era nada usual esa relación de complementación, por cierto. Renunció a ser la artista brillante para acompañar al líder que llenó décadas de la historia ecuatoriana, y lo hizo en la buena y en la mala, como primera dama y como exiliada, incluso en los peores momentos, pasando estrecheces muy graves en Venezuela, en Uruguay, en México. Vallejo no inventa esto. Discreta, distinguida, digna siempre pero para nada soberbia, femenina pero sin niñerías, dulce en sus modos. Una extraordinaria mujer.
Tengo una cigarrera artesanal quiteña que estaba siempre en el recibidor de Velasco. Cuando desocupamos la casa, Queca, la prima de Corina, me dijo «llévese algún recuerdo», y elegí esta modesta cigarrera, porque doña Corina me compraba los cigarrillos que fumaba en la sobremesa y los ponía en ella. Estaba en todos los detalles.
¿Usted vivió en Quito?
No. Estuve dos veces durante el quinto velasquismo, unos diez días la primera y tres semanas la segunda. Cuando en 1967 habían venido los políticos ecuatorianos a ofrecerle la candidatura a Velasco, hubo un almuerzo en el Hotel Plaza de Buenos Aires y me invitó. Fue emocionante. De 1965 hasta mediados de 1966 yo había estado en México y volví parando en todas las capitales de la América española, hasta llegar a Buenos Aires. Ese año hubo intercambios de cartas con Velasco y al regresar volvimos a los almuerzos y cenas. Más o menos cuando partía a Ecuador para su campaña electoral, yo regresaba a México, donde me habían ofrecido una cátedra en la Universidad Veracruzana. Hacia fines de 1968, volví a Buenos Aires y decidí parar en Quito para saludarlo. Llamé por teléfono a doña Corina desde Bogotá y cuando llegué a Quito me sorprendió que en el aeropuerto me esperaba el jefe ceremonial de la presidencia y me llevó directo al Palacio y me instalaron en una habitación de huéspedes en el ala presidencial. Estaba un tanto anonadado. En esos días Velasco me pidió que le hiciese un proyecto de código penal. Me quedé juntando material unos diez días, alojado en el palacio, y luego seguí viaje a Buenos Aires.
Aquí me ofrecieron un cargo judicial en la provincia de San Luis. En febrero regresé a México solo para despedirme y volví a pasar por Quito, donde Velasco me reconfirmó el encargo del proyecto de código y estuve en el palacio unas tres semanas. Fueron las únicas visitas a Quito en el quinto velasquismo.
¿Qué recuerda de esas estadías?
Conocí personas importantes. Guayasamín, por ejemplo. De Velasco descubrí aspectos muy originales. El presidente hacía parar su automóvil en los semáforos cuando lo reconocían y lo saludaban, llevándose la mano al sombrero. Lo acompañé a Ambato, a Guayaquil. Conocí a Bucaram, al patriarca.
A veces, después del almuerzo, me decía: «Véngase, doctor, vamos a dar un paseo». Salíamos en su automóvil y me llevaba a las afueras de Quito, me mostraba alguna iglesia, recuerdo una con un altar con decoración asiática, seguramente influencia china por el Pacífico. Circulaba sin custodia, solo el chofer, un hombre joven, simpático, muy buen conductor. Pero Velasco no era hombre de miedos. Parábamos en algún pueblo, el cura tocaba las campanas, la gente salía a la calle, las mujeres llevaban los chicos para que lo toquen, era maravilloso. Velasco permanecía serio; sonriente, pero sin perder la compostura. No era populachero, era popular, populista, pero no perdía la compostura, ni lejanamente caía en la vulgaridad.
Hace unos meses estuve en el palacio después de tantos años y el presidente Correa nos reunió en el ala presidencial. Aunque está toda redecorada, reconocí perfectamente los ambientes y hasta la habitación que ocupé en esos tiempos. Fue impactante. Cuando lo dije, creo que algunos me miraban como algún fenómeno biológico o alguien que volvía del pasado, porque, claro, todo esto es historia. Ahora hay ‘velascólogos’ y yo contando estas cosas, naturalmente, señalando una puerta y diciendo que allí dormí, parezco un fantasma.
¿Hubo algo más particular en ese tiempo?
Un buen día Velasco me invitó con toda su comitiva al Oriente, a Gualaquiza. Iríamos y volveríamos en el día. Salimos temprano del aeropuerto en dos aviones de la Fuerza Aérea. Yo iba en el avión de los periodistas. El avión se metió en un torbellino y luego llegamos a la selva y no sabíamos bien dónde estábamos porque en Gualaquiza no había onda de radio. Reconocimos el río Zamora, pero no puedo asegurar que no nos hayamos metido en el espacio aéreo peruano con un avión de la Fuerza Aérea. Al final, una hora después que el otro avión, aterrizamos en una pista llena de pozos y bajamos del aparato. Velasco habló a los originarios, vibrante como siempre. Yo decidí volver por tierra. No me animé a volver a subir a ese aparato, realmente nunca me sentí en mi vida tan inseguro en un vuelo, y tengo muchas horas de vuelo. Me sacó el ejército y eso me permitió conocer las maravillas de su país. Pasamos ríos en canoa, paré una noche en Zamora en el regimiento de selva. Se elegía en un baile a la reina, realmente genial. El obispo me llevó a conocer a los grupos originarios, al cacique que le pedía que lo case con las otras mujeres, que solo lo había casado con una. El Oriente es algo mágico, fuera de lo común. Velasco nunca olvidó el episodio, me bromeó con eso toda la vida y lo contaba a todos nuestros amigos.
¿Es exacto lo que cuenta Vallejo acerca de la forma en que falleció doña Corina?
Dejando de lado los diálogos imaginarios propios de un escritor, sí, el resto responde a la verdad histórica. Me llamaron a las siete de la mañana a informarme que Corina había fallecido a las tres de la mañana en el hospital Rivadavia. Fui al departamento de Bulnes. Velasco había vuelto solo al hospital. Quería estar a solas con los restos de Corina. Cuando volvió a la casa, me llamó y me dijo, más o menos: «Doctor, yo me voy a volver a una pensión, aquí no me voy a quedar. Usted tiene una casa grande, le ruego que me tenga la biblioteca». Era una regresión al momento en que vivía en la pensión de Belgrano, cuarenta años antes. Le dije que sí. Yo era juez de sentencia en ese tiempo y pasé a ocuparme de que en la morgue judicial liberaran el cadáver lo antes posible para el velatorio, lo que conseguí al atardecer. Era increíble, una primera dama fallecida al caer de un colectivo porteño. Velasco no tenía automóvil ni chofer. El pueblo ecuatoriano no debe olvidarlo: la múltiple primera dama muerta por la imprudencia del conductor de un vehículo donde viaja nuestro pueblo. Así fue.
Pero eso no fue lo que hizo Velasco.
No. Esa noche llegó la familia de Quito y Velasco había decidió volver a Ecuador. Con Queca, la prima de doña Corina, habíamos pensado que su proyecto original era viable, que lo podíamos invitar todos los amigos, una vez cada uno, a comer en nuestras casas, a pasearlo y hacerle la vida de viudo más agradable. Pero en pocas horas cambió el proyecto. Al día siguiente fue el sepelio en el cementerio de la Chacarita y estaba decidido que Velasco partiría a Quito con los restos. Su familia se lo llevaba y volvía a su tierra.
El único que viajó con él hasta Quito fue Argañaraz Alcorta, que en una charla relató que, en un momento del vuelo, el comandante tomó la palabra por micrófono y dijo más o menos: «Yo quiero decirle al doctor Velasco Ibarra que en este preciso momento el avión está dejando tierra peruana y entrando al cielo ecuatoriano y le quiero decir también que por la información que tengo a través de la comunicación radial del avión, lo espera un pueblo silencioso, con pañuelos blancos».
Cuenta Argañaraz que llegaron al aeropuerto y efectivamente, una cantidad enorme de gente, una cosa impresionante, movía los pañuelos blancos en silencio.
El jefe de protocolo de la Junta Militar subió al avión y habló con Jaime Acosta Espinosa, el sobrino de Velasco, diciéndole que querían presentarle las condolencias y parece que volvió a surgir el cóndor intacto, como había hecho junto al edecán de Videla horas antes, porque Argañaraz cuenta que escuchó lo siguiente: «Esta junta que me ha sacado del gobierno no tiene valor para mí y para mi mujer tampoco lo tenía, no puedo aceptar las condolencias de quienes no han sentido valor y amor por la patria ecuatoriana, dígale a estos señores que no suban al avión porque no los voy a recibir». Y Argañaraz concluye el relato de esto preguntándome: «¿Te acordás cuando se ponía fuerte con esa voz firme?». Y sí, era la misma potencia con que en el aeropuerto de Ezeiza había reiterado y acentuado su agradecimiento a nuestro pueblo.
¿Cómo fueron los últimos años de Velasco en Argentina?
Estaba viviendo en Alemania cuando leí en el diario la caída del quinto velasquismo. Seis meses después volví a Buenos Aires y retomé los rituales de almuerzos y cenas. Su vida transcurría tranquila, aunque la Argentina no estaba nada tranquila en esos años. Velasco y Corina vuelven en 1972: estaba Lanusse, luego se convocan las elecciones de 1973 que gana Cámpora, vuelve Perón, el tiroteo y los muertos en Ezeiza, a las semanas la renuncia de Cámpora, interinato de Lastiri, Perón presidente, la ruptura con Montoneros, la muerte de Perón, el gobierno de Isabel y el golpe genocida de 1976. Fueron años pesados y sangrientos, ojalá que nuestro pueblo no vuelva a pasar por eso jamás.
¿Velasco admiraba a Perón?
Era algo ambivalente. Admiraba al peronismo, a la reivindicación de los trabajadores, al pueblo peronista, a Eva Perón, Evita, pero no a Perón. Creo que eran dos modelos de caudillo muy diferentes, no solo de pueblos, sino quizás incluso de época. Alguien escribió una biografía de Velasco definiéndolo como un caudillo «romántico», tenía algo de nuestro Hipólito Yrigoyen, prefería orientarse por «principios infinitos», si aceptamos el sentido que Abbagnano da a la expresión «romántico». Perón era diferente, era un líder de posguerra, mucho más pragmático. No carecía de principios, pero se orientaba más por la coyuntura, un verdadero estratega. Eran simplemente diferentes y no podían simpatizar mucho entre ellos. Pero Velasco tenía una profunda admiración por el pueblo peronista, casi diría que envidiaba a Perón, que era lo que alguna vez me sugirió Salvador Ferla tomando un café en una esquina después de un almuerzo en casa de Velasco: «¡Cómo puede haber envidia incluso entre los grandes!», se asombraba Ferla, con su sonrisa un poco tristona pero bonachona.
Obviamente, cuando comenzaron a circular las invenciones de fabulosos negociados en el gobierno de Isabel, que es la táctica de siempre de los gorilas golpistas, que convierten lo desprolijo en corrupto, mostrándose como los ‘impolutos’ para hacerse del poder e instalar una corrupción sistémica que deja hipotecada la nación, allí Velasco se puso peor frente a todo lo que rodeaba a Isabel.
Sin embargo, hubo un episodio curioso. Un sábado al mediodía había venido a visitarlo el Dr. Araujo Hidalgo, antiguo colaborador de Velasco, y en cierto momento le dijo que en era él quien tenía la culpa de Isabel, lo que lo sorprendió muchísimo. Araujo explicó que una vez una señora se metió en el despacho de Velasco y le dijo que necesitaba un pasaje a Panamá, porque quería estar con el General Perón para darle su apoyo y fuerza. Velasco se sorprendió y al fin le indicó a Araujo que buscase algún pasaje de cortesía y se lo diese, y así fue como la señora partió para Panamá. Según Araujo, esa señora era Isabel, lo que es posible, aunque no coincide con otras versiones de nuestros historiadores.
¿Visitaban muchos ecuatorianos a Velasco?
En los últimos años venían con más frecuencia, pero no era el caso de Araujo. Los que venían lo hacían para tentar a Velasco a volver a ser candidato a medida que la Junta se iba desgastando y debía convocar a elecciones, en las que finalmente fue electo el pobre Roldós. Lo cierto es que esas visitas me agrandan la imagen de Velasco. Por regla general, en algún momento nos parábamos para irnos, y Velasco despedía a los ecuatorianos que venían a tentarlo y nos hacía quedar al resto. Algunas veces se lo vio realmente enojado, indignado después de que se marcharan los visitantes, porque afirmaba que ellos sabían que con 85 años no podía volver a gobernar y solo buscaban su nombre para ponerlo al frente de un gobierno condenado al fracaso, pero en el que podrían medrar.
Al contrario de la mayoría de las personas que con los años se van considerando imprescindibles, Velasco entendía sus limitaciones, con perfecta lucidez se hacía cargo de su incapacidad etaria para lo que le proponían.
Eso a pesar de su extraordinaria salud. Un día en 1975, descubrieron que un riñón no le funcionaba desde hacía tiempo y se había infectado y era necesario extirparlo. Nos preocupamos todos por la intervención quirúrgica, pero salió bien. A los tres días Velasco apareció en mi despacho en tribunales no solo para mi asombro sino para mi pánico, lo único que le dolía era una pierna, porque le habían rozado el ciático con una inyección.
Vallejo habla del desmontaje del departamento de Bulnes. ¿Qué hubo de cierto?
En realidad, le había advertido al doctor Velasco que la indemnización por la muerte de doña Corina la pagaría el seguro de la empresa, por lo que era conveniente litigarla y luego donarla a alguna obra en memoria de su señora. Me había dado un poder especial para eso y general para administrar, aunque no había nada que administrar. La biblioteca y algunos objetos de valor se los habían llevado a Quito, otros habían quedado en manos del yerno del dueño del edificio, el señor Velasco a quien menciona Vallejo, y quedaban los muebles. Obviamente el fallecimiento de Velasco al poco tiempo impidió que cobrase la indemnización, pues, como dije, no hubo sucesión, el poder solo me sirvió para devolverle la línea telefónica al propietario del departamento, y los muebles fueron llevados a una habitación que tenía en la parte inferior de la casa en que vivía entonces, en el barrio de Caballito. Allí permanecieron cerca de un año, hasta que Jaime Acosta Espinosa logró llevarlos a Quito. Los otros objetos se los devolvieron a la familia. Así se fueron de aquí las últimas cosas que acompañaron a Velasco después del quinto velasquismo. Es verdad que desmontamos el mobiliario del departamento para llevarlo a mi casa, hasta que lo pudieron trasladar a Quito. La licencia literaria de Vallejo está en lo del almanaque y el viento, lo demás es cierto.
En verdad, cuando contemplé desmontado el mobiliario, me di cuenta de que era modestísimo, solo que el buen gusto y la habilidad de doña Corina lograba disimularlo dándole un señorío particular. La biblioteca, que fue lo único que no enviamos a Quito, porque no tenía sentido hacerlo, eran simples estantes de madera pintados, como una biblioteca de casa de estudiantes. Que nunca se olviden estas cosas, son importantes para alimentar los grandes mitos que hacen a un pueblo y consolidan una nación.
¿Hay algo más de importancia que recuerde de Velasco?
Vale la pena recordar la última noche de Velasco en Buenos Aires, su último atardecer en el departamento de Bulnes. Estaba sentado en el recibidor, en su sillón de siempre, con un gesto de agotamiento totalmente extraño en él. En sillas estábamos unos seis amigos del grupo. Caía lentamente esa tarde de verano porteño, la casa estaba tan deprimida como todos, en plena tarea de embalaje de cosas, y de pronto nos mira y dice: «Aquí dejo a mis verdaderos amigos», y acto seguido nos fue mirando a cada uno de nosotros y diciendo con detalles todas las pequeñas atenciones que habíamos tenido para él, recordando esas pequeñas cosas que uno puede tener para un amigo, insignificantes para nosotros, que las hacemos y olvidamos por obvias. Una perfecta y completa contabilidad de atenciones casi banales. Allí caí en cuenta de la tremenda soledad del líder, que registraba con precisión estadística en su memoria todos los gestos de afecto de quienes no teníamos ningún interés en obtener nada, de quienes solo procedíamos por afecto. Soledad profunda de un conductor, impresionante en quien llenó cuatro décadas de la historia de su país y en cinco ocasiones ejerció la presidencia. Cuando veía al Velasco Ibarra gigante en el balcón estatuario, o cuando lo encontraba en esa esquina de Quito, en un busto con los otros tres grandes de su historia nacional, sentía culpa ante el temor de que se perdiesen estos recuerdos —banales pero que enriquecen el mito— del Velasco Ibarra exiliado en la Argentina.