La obra de Jorge Franco (Medellín, 1964) ha caído en el peligro de las etiquetas y se la ha incluido —exclusivamente y a veces con mucho reduccionismo— dentro del realismo sucio, la narrativa de la violencia o la narconovela. Sin embargo, su literatura cuenta con otros matices que la vuelven mucho más rica y que trascienden los lugares comunes con los que ha sido leída.
La migración, el amor o la cultura popular —por ejemplo— son algunos temas muy bien tratados por el autor colombiano en obras como Melodrama o El mundo de afuera, más allá de su emblemática novela Rosario Tijeras. Si bien Jorge Franco nació en un país que en los últimos cincuenta años ha estado marcado con hierro debido a la guerra, las desapariciones o la corrupción, esto no es más que un espejo exacerbado de lo que sucede en el continente y en otros espacios del mundo.
Por su paso en Quito como Escritor Visitante en el Centro Cultural Benjamín Carrión, el premio Alfaguara de Novela 2014 habló sobre los elementos que componen su propuesta narrativa.
Desde tu primera novela, Mala noche, se empiezan a delinear algunos de los tópicos que irán marcando tu carrera: un mundo que sucede en las noches más infames de un territorio aun más infame; y una narrativa plagada de mujeres que le respiran a la muerte. Cuando empezaste a escribir, ¿se te ocurrió alguna vez no arrancar por Medellín?
Hace más de veinte años que no vivo en Medellín, sino en Bogotá, pero a veces digo que soy como un caracol: siempre llevo a Medellín a mis espaldas. Me he preguntado muchas veces por qué ese ha sido un lugar recurrente en mis historias y la respuesta la encuentro en algo que, creo, es muy común en la literatura en general, y es el mundo infantil. Ahora se me viene a la cabeza Gabriel García Márquez, quien dejó Colombia siendo muy joven. Vivió entre cuatro y cinco décadas fuera del país, pero gran parte de su obra está enfocada en ese mundo del Caribe, en ese mundo de su abuela, su mundo infantil… Es importante para la literatura el lugar de la infancia porque es allí cuando se comienzan a formar los vínculos afectivos, se aprende la palabra. Allí se marcan los momentos definitivos de cada ser humano, y los escritores no salen libres de esa influencia. He intentado hacer ejercicios literarios para apartarme de Medellín, pero cuando comienzo una historia, esta rápidamente empieza a pedirme el acento, la geografía, las calles, los barrios… El nombre de Medellín no aparece en mi novela Mala noche, pero bien podría serlo: es el Medellín de la noche, sórdido, nocturno; el Medellín donde está la prostitución, la inseguridad y la muerte rondando a las mujeres.
¿De qué se componía tu entorno para que desde el inicio de tu carrera hayas decidido poner a personajes femeninos como protagonistas de tus historias?
Eso se dio de manera natural. Soy minoría en mi grupo familiar y lo sigo siendo hoy en día con mi propia familia. Nací en un hogar donde predominaban las mujeres. Tengo tres hermanas y siempre he dicho que, de alguna manera mágica, se multiplicaban, quizás por el ruido o por la emotividad, que es algo muy propio de nuestra cultura. Su presencia era tan ruidosa en la casa, y no lo digo solamente por el sonido, que llenaban más los espacios. Por eso también se sentía con fuerza su ausencia cuando no estaban. A ellas siempre les he agradecido el haberme convertido en un gran lector porque, como le temía a ese mundo, a esa invasión femenina, me encerraba en mi cuarto a leer. Al principio me encerraba a leer, pero luego toda esa explosión de sentimientos afloraba en la casa porque sonaba una canción o porque alguna de ellas hablaba de sus noviazgos de una manera tan suelta, que a mí me producía envidia. Por eso, al momento de narrar la psicología femenina no se me dificultó. Y hay algo más: en esta cultura y en casi todas, el camino que tiene que recorrer una mujer para alcanzar una meta es más tortuoso, tiene más obstáculos que el de un hombre. Desde la mirada de escritor, descubrí que en esos obstáculos, en esas bifurcaciones de sus caminos es donde surgen las historias. Las mujeres están llenas de matices.
En Colombia, particularmente, la realidad supera a la ficción. En tu país nació el patriarca del realismo mágico y hay una realidad que bien podría ser entendida como mitológica, ¿cómo medias la realidad con la ficción a la hora de escribir?
Es casi como un trabajo de limpieza, en el sentido de que esa realidad es tan exagerada que ya roza los límites de lo absurdo, de lo mítico, y uno tiene que hacer un trabajo de depuración para volverla verosímil. Si la vas a narrar (la realidad) tal y como sucede queda en tono tan literario que parece exagerado, en un tono casi cercano al realismo mágico. Uno de los compromisos que hemos hecho los escritores de generaciones más recientes es, precisamente, tomar una distancia con el realismo mágico.
¿Hasta qué punto distanciarse?
En mi caso sin la necesidad de recurrir al parricidio literario. Hay otros casos como el de Fernando Vallejo, quien sí recurre a un parricidio con un lenguaje violento, agresivo y hasta soez sobre la figura de García Márquez. Me pasó que no veía la necesidad de seguir usando esas historias y en ese mismo tono, pero ese mismo tono me lo estaba dando la realidad. Cuando recién se publicó Rosario Tijeras, recuerdo que llegó una periodista española y me hizo ver que yo había perdido el tiempo en ese trabajo de limpieza, porque dijo que mi trabajo era una continuación del realismo mágico. Me hacía referencia al cementerio del que hablaba en la novela, que era un mausoleo que tiene una lámpara de cristal donde hay varios lugartenientes de Pablo Escobar enterrados y donde hay músicos las 24 horas. Y le dije a la periodista que el mausoleo, con todo eso, está en Medellín, en el cementerio de San Pedro. Ahí no hay aporte mío como escritor, solo traspasé el hecho real a una novela.
¿Alguna vez te pesó o te hirió la figura de García Márquez cuando escribías?
Tuve una suerte grande de haber leído a García Márquez cuando aún no se me ocurría ser escritor, entonces lo leí sin ninguna prevención y sin ningún odio. Estaba en el colegio y lo leía como un autor que me imponían leer, además de que me lo impusieron con el texto equivocado, con El coronel no tiene quien le escriba. Creen que por ser breve es un texto que se puede adaptar a la lectura escolar, pero creo que es un texto denso, porque cuesta entrar en ese espacio de la rutina, de la monotonía de su personaje central. Siento que él tiene en sus cuentos historias que son mucho más adecuadas para el colegio y que perfectamente lo sumergen a uno en su mundo mágico. Así que lo leí sin presión y no hubo conflicto.
¿En qué consistía tu proceso de depuración del exceso, de limpieza del texto?
En Rosario Tijeras me inventé un triángulo amoroso y tomé algunos elementos de la realidad, siempre haciendo un trabajo de limpieza, porque la violencia, en ese tiempo, era superior a lo que yo podía contar. Traté de quitar mucha sangre, me sentía como esos ampones que después de un crimen limpian todo y no dejen rastro de un crimen.
En Paraíso Travel abordas el tema de la extranjería a través de la relación de Marlon y Reina, dos migrantes colombianos que van tras la búsqueda del sueño americano, ¿cómo construyes el amor y los afectos en medio de la crudeza, pues en esta obra la violencia está matizada por la ternura y el amor?
Siempre me pregunto cómo contar la violencia de estos temas de una manera que tome un poco de distancia de la realidad y el recurso del cual echo mano, desde mi primer libro de cuentos (Maldito amor), es el tema del amor. Lo que me permite el amor en las historias que cuento es equilibrar la balanza. Dentro de los problemas sociales siempre hay un aspecto humano involucrado. Y esto no lo hago como un truco para solucionar un problema literario, sino porque estoy convencido de que en todos nuestros malestares sociales hay aspectos humanos profundos que, a veces por cuestión de espacio o de tiempo, los medios de comunicación no llegan a contarnos.
Con Paraíso Travel surge algo curioso y un poco intencional. Después de la publicación de Rosario Tijeras, yo solo escuchaba ciertos rótulos con los que empezaban a describirme: como un autor de historias de narcotráfico, de narconovela. Héctor Abad Faciolince dijo con ironía que lo que hacía era la ‘sicaresca’. Entonces inmediatamente quise salir de esos rótulos y me dije que quería hacer una novela en que la palabra ‘narcotráfico’ no apareciera en ningún lado. Así surgió Paraíso Travel.
Tanto Rosario Tijeras como Paraíso Travel alcanzaron un éxito rotundo gracias a sus adaptaciones audiovisuales. Cuando estudiaste cine, ¿te propusiste conjugar los lenguajes del séptimo arte con la literatura?
Antes de incursionar en la escritura… iba a decir en la literatura, pero allí estoy desde muy niño, siendo lector, siempre tuve un deseo de contar historias y primero quise hacerlo mediante el cine porque me encantaba y me sigue gustando. Desde el colegio adquirí una costumbre que agradecí siempre: todos los viernes nos pasaban una película en el teatro y como estudié con los jesuitas, casi toda la cartelera de cine eran películas de Semana Santa. Era fascinante sentarme en un gran teatro a ver esas imágenes. Estuve fascinado con la posibilidad de contar historias a través de la pantalla, pero cuando estudié cine empecé a incursionar en la escritura. Me sentía con mayor libertad con la palabra que cuando estudiaba cine, porque allí nos limitaban en el aspecto técnico, mientras que en la escritura volábamos. Mis novelas no son guiones como han dicho algunos, pero tienen mucha influencia del cine. Y no porque estudié esa cerrera, sino porque amé ese arte desde niño. En mi época el cine se convirtió en una propuesta de entretenimiento masivo, la televisión entró a todas las casas. Así que todo ese bombardeo audiovisual llegó a influir en mi obra y en la de muchos.
La novela Melodrama ha sido una de tus obras mejor comentadas por la crítica, pues, según se ha dicho, en este libro se produce una intensa experimentación con el lenguaje. En la obra aflora el suspense, el melodrama en sí mismo, la decadencia, la saturación de personajes y de historias, las elipsis y el humor. ¿Sientes que con este título alcanzaste una mayor madurez literaria?
Es una obra de ruptura, definitivamente. Allí buscaba la libertad para explorar, aventurar, ensayar literariamente otro tipo de estructura de novela, otro tipo de personajes. Estuve cuatro años inmerso en ese proyecto y cuando me sentaba a escribirlo me divertía con sus mujeres, por la desfachatez, por las formas sin filtro en que estos personajes estaban contando esta historia. Tomé licencias para volar con esta narración, que, para mí, tal vez, es la más paisa paisa.
En Melodrama no hay un problema social ni general, como el narcotráfico, sino que hay un problema familiar de incesto donde los roles que los personajes deben jugar dentro de una familia están totalmente alterados. En ese sentido, pienso que la novela recoge a través de esa familia toda la disfuncionalidad de una cultura, de mi cultura. Es una novela que sacude las bases de la familia tradicional antioqueña.
En Melodrama, incluso, empiezas a representar a las mujeres desde otros puntos de vista y quien toma la voz narrativa es un hombre. Cambiaste todo lo que hacías…
Es curioso. Quería romper con esos personajes sensuales, eróticos, que usaban esa misma sensualidad para cumplir sus propósitos, como son Rosario Tijeras y Reina, y luego me di cuenta de que esas características las puse en un hombre. En Melodrama las mujeres son diferentes, físicamente no son bellas, no son sensuales, son más bien bruscas, agresivas, frustradas por no haber realizado sus sueños. Mientras que todo ese encanto femenino lo tiene un hombre, y usa esos encantos para sacar adelante la historia y para establecer una reflexión sobre la sexualidad y el erotismo…
En El mundo de afuera, novela ganadora del Premio Alfaguara 2014, las capas de la fantasía y de la realidad se van sobreponiendo la una con la otra. Sin embargo, algo que resalta en esta obra es la sutil referencia a la cultura popular, de la mano del poeta Julio Flórez. ¿Cómo es tu diálogo con este entorno, con las tradiciones literarias?
Digamos que en esta novela hago referencias a algunos poetas, en particular a Julio Flórez, que tenía mucha influencia en el ámbito popular colombiano. Flórez se emborrachaba en el centro de Bogotá, tenía una manera de inspirarse en los cementerios, le recitaba a los muertos, y eso le hizo cercano a lo popular, donde la poesía no suele tener mucho espacio. En mi caso, respecto a la poesía, sigo siendo un buen lector del Siglo de Oro. La poesía me despista mucho, no tengo las herramientas para decir esto es bueno o malo. Voy a la fija, a algo que tiene el filtro del tiempo como el Siglo de Oro español. Siempre espero que el filtro del tiempo me ayude a decantar el sentido de la poesía. Con la narrativa me defiendo fácil. Uno crea con la narrativa una relación a largo plazo, mientras que la relación con la poesía es más inmediata, te sacude, te golpea.
El vínculo con lo popular no viene con la literatura, lo admito; confieso que viene con la telenovela, con la música popular, con la balada romántica. En ese sentido, por ejemplo, he tenido mucha afinidad con autores como Manuel Puig, quien trabaja en ese tipo de mezclas. No hay que avergonzarse al decir que la telenovela es una influencia en mi obra. Tampoco hay que avergonzarse del bolero. Siento que la telenovela es el producto cultural de exportación por excelencia de América Latina, es lo más importante que ha hecho la región a nivel masivo y cultural.